España, Europa y el muro de Sánchez
Europa no le gusta nada al presidente, porque la UE no comparte su tolerancia con la traición, el terrorismo y el desfalco
Aunque se haya dicho, en plan de broma o vituperio, que Europa termina en los Pirineos, nadie duda de que España forma parte de Europa, sea cual sea el criterio que se utilice: geográfico, histórico, cultural, político, lingüístico, etc. Esta pertenencia es uno de los mayores privilegios que atesora nuestro país, y la inmensa mayoría de los españoles son conscientes de ello. Es un privilegio porque Europa es un continente privilegiado, utilizando cualquiera de los criterios que acabo de enumerar. Europa es una gran península, la más occidental, del continente euro-asiático y disfruta de unas condiciones naturales extraordinarias, que explican lo complejo de su historia, lo brillante de su cultura y lo pujante de su economía. Clima templado, tierras fértiles, costas recortadas, lluvia frecuente, grandes ríos, mares interiores… Ha tenido, además, abundancia de recursos minerales, que adquirieron importancia estratégica en la Revolución Industrial, la cual constituye un capítulo clave en la Historia, no ya de Europa, sino del mundo. Por todas estas razones, aunque España tenga estrechos lazos con la América hispánica, y también con los países vecinos del Norte de África, es y se siente primordialmente europea, y resulta lógico que sea así.
Europa se divide en tres grandes regiones: la meridional, mediterránea, o latina; la septentrional, báltica, o germánica; y la oriental, que podríamos llamar eslava. La más antigua o fundamental es la primera, la mediterránea, donde se fusionaron en la antigüedad las culturas griega y latina en el Imperio Romano, el cual puede ser considerado como la primera encarnación de Europa y su única versión como unidad política hasta los tiempos presentes, en que la Unión Europea aspira a constituirse en una verdadera unidad política. La región mediterránea es también, por supuesto, aquélla a la que pertenece España.
Al venirse abajo el Imperio Romano Occidental en el siglo V, tuvo lugar entre las regiones latina y germánica un proceso secular de aculturación con grandes dosis de violencia (la «invasión de los bárbaros»), pero a la larga extraordinariamente fructífero, porque esta aculturación fue el crisol donde se formó el germen del sentimiento europeo que hoy une a tantas naciones en un sueño común. Aunque el sueño de recomponer el Imperio Romano pervivió, Europa permaneció desde entonces fragmentada, en un rompecabezas de reinos y señoríos en la Edad Media, que en la Edad Moderna, se fueron aglutinando en un número más limitado de naciones. Este es el origen del revoltijo europeo de etnias y lenguas que el siglo XXI ha heredado, y que ha sido durante tanto tiempo fuente de guerras y violencias.
La mayoría de las naciones europeas se componen a su vez de diferentes territorios con fuertes rasgos de identidad, variedad que es un vestigio del abigarrado laberinto medieval de feudos y señoríos. Y en el siglo XX, culminando centurias de rivalidades y conflictos en dos guerras civiles europeas que removieron los cimientos del mundo, surgió la iniciativa de crear una Europa supranacional que superara las rivalidades seculares y pusiera fin a la violencia. Resulta simbólico que el proyecto original de la Unión Europea, el de los seis, incluyera a las capitales de los Imperios Romano y Carolingio, Roma y Aquisgrán, habiendo sido el Carolingio el primer intento medieval de resucitar el Imperio Romano.
Hasta muy recientemente, Europa y Cristiandad han sido como las dos caras de una misma moneda. Aunque en el siglo XVI ambas se escindieran entre catolicismo y protestantismo (y es interesante observar que los territorios del antiguo Imperio Romano permanecieran fieles a Roma, mientras que los territorios germánicos se rebelaron contra ella), Europa siguió siendo cristiana y cuando se expandió hacia el Este, la versión del cristianismo de la Europa eslava se derivó de la ortodoxia bizantina, el antiguo Imperio Romano de Oriente. Cada una de las tres grandes regiones europeas practicó una versión diferente del cristianismo.
«España pasó de la primera a la tercera división y desde entonces ha vivido frecuentemente no en la frontera, sino en las afueras de Europa»
España, o más bien Iberia, fue, en cierto modo, la Europa de Europa, la península más occidental de la Península Europea. Conquistada por los musulmanes africanos, desempeñó Iberia en la Edad Media el papel de adelantado fronterizo de la Cristiandad. Fue la punta de lanza de una Europa en expansión a partir del año 1000 aproximadamente. Fue este avance lo que llamamos la Reconquista, proceso muy largo pero gran parte del cual, sin embargo, se concentró en los siglos XI-XIII y se remató en el XV. Durante el reinado de Isabel y Fernando, y de su nieto Carlos, una España vigorosa demográfica y económicamente se vio a sí misma como la difusora del cristianismo en el Nuevo Mundo y la defensora del catolicismo en el Viejo Mundo. Fue durante un siglo, el XVI, el centro de Europa y, por ende, del mundo. Pero cometió el error gravísimo de la Contrarreforma: cerrarse a cal y canto a lo que estaba ocurriendo en la Europa protestante.
Al cabo, el fermento intelectual que surgió en medio del caos teológico y doctrinario que trajo consigo la proliferación de iglesias y sectas de la reforma protestante en la región septentrional movió el centro de Europa hacia el Norte; y la España de los Austrias perdió, consecuentemente, el tren de la Ilustración, la ciencia, la tecnología, la Revolución Industrial, y el desarrollo económico. El Siglo de Oro español fue el de la poesía, la novela, el teatro, la literatura y el arte en general, pero no el del pensamiento crítico ni el de la ciencia. España pasó de la primera a la tercera división y desde entonces ha vivido frecuentemente no en la frontera, sino en las afueras de Europa.
No faltaron inteligencias ni talentos individuales. El siglo XVIII presenció una notable pero incompleta recuperación, y la Ilustración española fue un pálido reflejo de la de allende los Pirineos. La Guerra de Independencia fue la gesta increíble de un país que saca fuerzas e ideas de donde no las había y pugna heroicamente por modernizarse sin afrancesarse. Pero sus innovaciones políticas, como el liberalismo, no arraigan fácilmente en una sociedad económicamente estancada y prosperan antes en otros países. Con todo, aunque lentamente, la España del XIX logra europeizarse, un poco a la rastra. Erróneamente se refugia en el aislamiento económico, pero en los momentos en que triunfa el liberalismo en política, también lo hace en economía, y ello produce beneficios considerables, que los historiadores económicos han sacado a la luz.
En el primer tercio del siglo XX, España crece a ritmo firme, pero como en Italia y Portugal, el crecimiento produce tensiones graves, comunismo y fascismo, prevaleciendo este último. Italia tuvo la fortuna de que, aunque sufrió en la II Guerra Mundial algo comparable a lo sufrido por España en la Guerra Civil, la guerra fue ganada por los aliados y, 12 años más tarde, Italia firmaba el Tratado de Roma, mientras España permanecía bajo la bota de Franco, que nos mantuvo alejados de Europa durante más de 40 años. Italia fue fundadora de la Unión Europea; España no se incorporó a ella hasta casi 30 años más tarde, aunque empezó a aproximarse desde la desaparición del dictador.
«Cuánto más europea ha sido España, mejor le ha ido»
Podríamos resumir esta galopada histórica diciendo que, cuánto más europea ha sido España, mejor le ha ido. En el último cuarto del siglo XX, «homologándose» progresiva y democráticamente con Europa (el verbo «homologar» fue muletilla en los años de la Transición) y miembro ya de la UE, España disfrutó quizá del mejor período de su historia, aunque, por supuesto, sin la hegemonía internacional de tiempos del Imperio. La única lacra grave de aquellos años felices de fines del siglo pasado fueron los crímenes de la banda terrorista ETA, cuyos herederos contumaces resultan ser hoy los más firmes aliados del actual Gobierno español, por increíble que parezca.
Pero, pensándolo bien, quizá no resulte tan increíble, si tenemos en cuenta las inusitadas proclividades del presidente Pedro Sánchez. A muchos les gusta la fruta; a nuestro presidente lo que parece gustarle es el crimen; lleva ya mucho tiempo su Gobierno indultando a delincuentes, poniendo en la calle a violadores y asesinos, y ahora, su último talismán es una amnistía destinada a borrar los delitos de sedición, rebelión, malversación, desobediencia y traición cometidos por políticos perjuros (es evidente que tampoco le desagrada la mentira), cuyos votos le han permitido ser investido después de un calamitoso primer mandato por el que cosechó una clara derrota electoral.
Europa, en cambio, no le gusta nada a Sánchez, porque la UE no comparte su tolerancia con la traición, el terrorismo y el desfalco, lo cual le pone difícil amnistiar a sus benefactores separatistas; tiene, sin embargo, que seguir la corriente a estos molestos europeos para que, con motivo del covid 19, sigan desembolsando como bobos un dinero del que él no da cuenta. Es lo único que le interesa de esta Europa, según él, llena de nazis, como le dijo el año pasado al presidente alemán del PP europeo. Cada vez más apoyado y asesorado por su antecesor y correligionario, José Luis Rodríguez Zapatero, Sánchez está cada vez más alineado con el grupo de Puebla, adicto al populismo filocomunista iberoamericano, y con el islamismo extremo en el Oriente Medio, como ha demostrado reconociendo al inexistente estado palestino como señal de apoyo a los terroristas de Hamás y Hezbolá, política opuesta a la línea europea de apoyo a Israel.
«Sánchez quiere someternos a una nueva Inquisición contra los medios y a una nueva Contrarreforma antieuropea»
Su empeño en ir por libre como gobernante europeo le ha impulsado a prometer a Xi Jinping apoyo para rebajar o abolir los proyectados aranceles europeos a la importación de coches eléctricos chinos, para luego cambiar de opinión, como en él es costumbre, y abstenerse cuando llegó el momento de votar. Nada tiene de extraño que dos prestigiosas publicaciones económicas, el Financial Times y The Economist, hayan llamado la atención recientemente sobre la extravagante política exterior, interior y económica del presidente español, que se aferra a un clavo ardiendo para mantenerse en La Moncloa después de haber perdido el año pasado dos elecciones consecutivas, caso único en España en el casi medio siglo desde que se aprobó la Constitución.
No sólo es capaz Sánchez de pactar con exterroristas, separatistas y prófugos, concediendo lo que dijo que nunca concedería (y nunca debió conceder), sino que quiere construir un muro contra la mayoría de los españoles y, ahora lo vemos claro, reforzar los Pirineos para separarnos de Europa: muro contra España, muro contra Europa, confirmando la afrenta citada al comienzo. Sánchez quiere, como un segundo Felipe II (sic), someternos a una nueva Inquisición contra los medios y a una nueva Contrarreforma antieuropea, ésta de corte progre-populista. No sabe –la Historia no es su fuerte— que descarriarnos de Europa siempre nos ha perjudicado. O quizá no le importe.