Si no ganan las elecciones poniendo peajes, yo ya no sé
«En el PSOE iban a reducir el uso del coche y de otras cosas con un trasfondo decrecentista que creían que les hacía parecer muy guapos»
A Sánchez lo que le ha pasado son los peajes en las autovías, entre otras cosas. Chesterton explicó la injusticia y la pobreza describiendo el pelo rojo de una niña de un suburbio inglés de 1910 –«Con el pelo rojo de una golfilla del arroyo prenderé fuego a toda la civilización moderna»-, y uno se puede explicar el apocalipsis electoral de Sánchez a través del cobro por circulación en carreteras.
A veces, las cosas ordinarias pueden explicar los fenómenos complejos a los que asiste uno sin explicárselos del todo. De pronto, se fija en esa cosa y comprende las demás. En el debate cara a cara, Núñez Feijóo le preguntó al presidente si iba a poner peajes en todas esas carreteras y a la campaña del PSOE se le abrió una grieta antigua. No porque Sánchez mintiera. No porque dijeran que era un bulo cuando no lo era. No porque les corrigiera la propia Comisión Europea, no. Los peajes terminaban con el sanchismo porque la gente recordó una concepción de España que al cierre de este artículo parece finiquitada à jamais.
«Se trataba de implantar una medida moralizante para españolitos irreflexivos a los que el sanchismo estaría esperando en la barrera manual, tarjeta o Vía-T»
Hablo del peaje como un monumento equivocado, como el túmulo funerario del algo, una estructura entre la maleza. Si la ves desde el cielo, tiene la forma de la pulsión moralizante de la izquierda sobre nuestras costumbres que hoy fracasará por unos dos millones de votos. El peaje se aparece como la magnífica pirámide de una civilización extinta que ahora solo se entiende gracias a la arqueología política. Con pincelillo y salacot nos asomamos a aquel tiempo de hace un par de años en el que la izquierda se vio llamada a castigar nuestra manera de estar en el mundo. Venían a poner orden, a darnos nuestro merecido a los ciudadanos cochinos occidentales. Eran los orgullosos encargados de impartir una justicia climática por la cual, si te atrevías a coger el coche para ir de vacaciones o incluso para ir a trabajar a otra ciudad, estabas ofendiendo a la Pachamama con tu tubo de escape y, a cambio, recibirías un castigo económico que en el fondo te estaba bien empleado. No se trataba tanto de pagar las carreteras ni del debate de si debe financiar el uso de una infraestructura el que haga uso de esa infraestructura, pues estas son cuestiones complejas que podrían ser sujeto de un debate razonable. No. Se trataba de implantar una medida moralizante para españolitos irreflexivos a los que el sanchismo estaría esperando en la barrera manual, tarjeta o Vía-T.
Esto iba de que los españoles encendían demasiado el aire acondicionado, viajaban demasiado, consumían cosas que no necesitaban. Con lo felices que serían no teniendo nada, viviendo del trueque de la huerta y yendo a Logroño de viaje de novios. Por eso, en el PSOE iban a reducir el uso del coche y de otras cosas con un trasfondo decrecentista que creían que les hacía parecer muy guapos. Teresa Ribera quería disminuir los trayectos vacacionales, los viajes de trabajo y el uso excesivo -¿qué es excesivo?- del vehículo. Sobre todo, habiendo otros medios más verdes, pues ya se sabe que desde Navalmoral de la Mata se puede ir uno a una reunión en Madrid en patinete eléctrico, en tren de alta velocidad o en burro zamorano y, si no, haberse comprado un coche eléctrico de 47.000 euros. Iban a penalizar el vehículo de manera ejemplar con una subida de los impuestos a los carburantes pues te iban a decir cuánto conducir, cuántas veces visitar el pueblo de tu suegra, cuántas veces podías salir de tu ciudad de los quince minutos, cuánta carne comer en el asado de tu primo, cuántos encierros correr, qué canciones escuchar, cómo bailar y hasta cómo encamarte en condiciones. Y te iban a poner peajes en carretera y ciudad. Si así no ganan unas elecciones, yo ya no sé.