'Diario de una traidora': el libro que desmonta el 'procés' desde dentro
THE OBJECTIVE publica un adelanto del libro de Laura Fàbregas, donde reflexiona con ironía sobre su pasado ‘indepe’

Portada del libro 'Diario de una traidora', de Laura Fàbregas | TO
La periodista de THE OBJECTIVE Laura Fàbregas publica el 9 de abril el libro Diario de una traidora (editorial Funambulista) en el que explica su experiencia personal y profesional durante los años intensos del procés, con anécdotas sorprendentes de periodistas y políticos de primera línea con quienes coincidió en tertulias televisivas o al cubrir la información in situ. Es un libro que analiza también los orígenes del plan rupturista, la construcción de un sentimiento nacional desde la escuela, en los pueblos de Cataluña, así como el papel que tuvieron los principales medios de comunicación para convertir el procés en un movimiento de masas. A continuación, ofrecemos un adelanto del libro.
Los «1.000 heridos» del 1-O
Una de las liturgias más sagradas de la tribu nacionalista consistía en reunirse las noches del sábado ante el televisor para ver Preguntes Freqüents (Faqs). Era droga dura, un viaje colectivo como el de las tribus que contactan con Dios a través de alucinógenos. En este programa contaban con una víctima sacrificial, es decir, constitucionalista, que tenía que aguantar las invectivas de la chamana Rahola. A veces me tocaba a mí este papel ingrato. He coincidido con independentistas radicales, como Empar Moliner, conocida por quemar un ejemplar de la Constitución en TV3, o con Andreu Barnils, pero Rahola es la única independentista que me censuraba ad hominem sin conocerme de nada. Podíamos estar en la misma sala sin que me saludara. Supongo que me veía como un bicho a exterminar. Una vez, antes de salir en el programa Tot es mou, me gritó ante el resto de tertulianos reprochándome una columna que había escrito el director del medio donde trabajaba. El resto de tertulianos que lo presenciaron, entre ellos Albano Dante Fachín, no se atrevieron a decirle nada. Después, en privado, me comentaron que no me merecía ese trato, pero todos bien calladitos para no enfadar a la diva de TV3.
El caso es que me tocó ir a Faqs el día que conmemoraban los seis meses del 1-O. Ese día pensé que quizás sí que era cierto que, en las derrotas, el catalán encuentra su placer oculto, la vía para sublimar sus pasiones reprimidas. Fue un programa lacrimógeno, una catarsis colectiva, donde salían «las víctimas» a contar sus testimonios. Ese día Luca me acompañó y se sentó entre el público. Salió del programa con el estómago revuelto, con ganas de vomitar ante tal acto de catequesis independentista. Tanto le afectó que el resto de veces que me acompañó se quedaba en el bar del hotel, al lado de TV3, sin siquiera pisar el edificio. De hecho, la vez que me acompañó hizo fotos de las escaleras interiores, llenas de lazos amarillos a favor de los «presos políticos». Le sorprendió el poco pudor de los periodistas en significarse tan explícitamente en favor de una causa.
En ese programa autocelebratorio del 1-O tuve la mala pata de coincidir con la portavoz de las víctimas de Dosrius, que era una conocida mía. Las víctimas eran personas que se habían unido en asociaciones de afectados. Vamos, que habían recibido algún golpe de la policía y por lo visto arrastraban un trauma enorme. Supongo que se habían creído que una secesión ilegal se podía hacer solo con amor. La portavoz de Dosrius había sido profesora en mi instituto, y de adolescente me quedé una vez a dormir en su casa después de que su hija me acogiera en las fiestas locales. En el pueblo y más allá todos la conocíamos, y digamos que la discreción no era su mayor virtud. No me extenderé demasiado por respeto a su hija, que no tiene nada que ver con ella, pero es curioso cómo a veces la gente más necesitada de atención acaba abanderando las causas más populares del momento. El hecho de conocerla me dio la confianza para desmontar sin piedad el «trauma» que decía tener por culpa de la policía. Otra vez, Rahola me cortó para reprenderme mi actitud para con la pobre profesora.
No fue la única. La periodista Sara González, en una intervención más de activista que de periodista, me echó en cara los «más de 1000 heridos» que hubo. El público arrancó a aplaudir y no pude llegar a contestarle que, como periodista, debería cuestionar los datos oficiales del Govern y que no vi a ningún político visitando los hospitales llenos de heridos. En esas fechas no se sabía que entre los heridos el Gobierno catalán registraba a quienes habían necesitado «atención telefónica» por el desasosiego que les habían causado las imágenes de la jornada por televisión.
Fuera como fuese, ese día mi cuenta en Twitter hervía de mensajes de odio. Uno de ellos me deseaba una «muerte lenta y dolorosa», y es la única vez que al salir de las instalaciones de TV3 tuve miedo de que me esperara algún fanático para increparme o pegarme. El público de Faqs lo formaban los independentistas más motivados, hasta el punto de que la dirección del programa intentaba que muchos de ellos dejaran su indumentaria amarilla fuera para dar una imagen, quién sabe, de mayor pluralidad.
A la salida, afortunadamente, no me esperaba nadie. Una de las cosas que más le sorprendían a Luca era que «no os peguéis más a menudo» entre independentistas y no independentistas. Decía que, con el mismo grado de tensión, en Italia ya habría habido muertos. Hay que recordar que en el Reino Unido, una diputada laborista, Jo Cox, fue asesinada por oponerse al Brexit. Aquí afortunadamente, no ha ocurrido nada parecido. Jordi Cañas, entonces dirigente de Ciudadanos y una mezcla muy rara de quinqui de barrio y persona cultivada, me explicó al salir de una tertulia que una vez le insultó, al grito de ¡facha!, un joven que estaba sentado en una plaza con otros amigos. Él dio media vuelta y se encaró al tipo que le gritó. Le dijo: «¡Si me vuelves a gritar te arranco la cabeza!». La pandilla se quedó allí plantada, sin hacer nada, pese a su superioridad numérica.
Desconozco el motivo por el que la violencia ha sido siempre de baja intensidad o anecdótica en este asunto. Si es, como me dijo Salvador Sostres en una entrevista, que Cataluña «es un pueblo cobarde» y, a su juicio, es un «símbolo de inteligencia», o si porque, al fin y al cabo, el procés es un movimiento pequeñoburgués. Pero no negaré que es de agradecer. De hecho, el día que, muy triste, le conté a Luca que los perros de mi padre habían muerto, su primera reacción fue preguntarme «si han sido los independentistas», ya que en mi pueblo todos saben cómo piensa mi padre. Fue una muerte accidental e inesperada, pero me quedé atónita de que pudiera pensar que fueran nuestros propios vecinos. Y si bien es cierto que Albert Boadella ha recibido ataques en su jardín de forma reiterada, y hasta le han cortado los cipreses, creo que aún no se atreven con seres vivos que mueven la cola y responden si se les habla en catalán.
Con esa tensión palpable en el ambiente, no hay duda de que mi madre estaba mucho más tranquila sabiendo que yo vivía en Madrid. Porque sufría cada vez que me desplazaba para trabajar en Barcelona. Se daba una de esas casualidades habituales en Cataluña de que a pocos pasos de la redacción de Crónica Global, en la misma calle, se hallaba la sede nacional de la CUP. Las veces que trabajaba desde allí mi madre me pedía que, si salía a desayunar, «fuera acompañada». En ese periodo, los independentistas me reconocían fácilmente por la calle, y tenía miedo de que pudiera ocurrirme algo con los antisistema de la CUP.
Uno de los que resiste en Cataluña, sin abandonarla, es Arcadi. De vez en cuando lo insultan en sus habituales paseos por la ciudad, pero él dice que, pese a todo, en Barcelona aún hay buenos restaurantes. Una vez que coincidí con Jordi Barbeta en Faqs, me soltó un comentario sobre Arcadi que dice más sobre él mismo que de Arcadi:
—¿Tú eres amiga de Arcadi Espada? —me increpó—. De pequeño jugaba con los juguetes rotos de los niños ricos del trabajo de su padre.
Me quedé sin palabras. Era mucho antes de que Arcadi escribiera sus memorias, donde relata que su padre era portero en un edificio de la zona alta de Barcelona. El comentario de Barbeta debía ser aséptico en su cabeza, mientras solo era un pensamiento, pero una vez expresado en voz alta, el que no le invadiera sensación alguna de vergüenza era muy revelador del clasismo repugnante que sufren muchos nacionalistas. Barbeta es uno de los casos más claro que demuestra que cumplir años no te hace más sabio. Quienes le conocen de su juventud dicen que era más bien un chico de orden y moderado y no el revolucionario casi septuagenario de ahora.
Entre los referéndums de 2014 y de 2017 el paisaje urbano catalán estuvo dominado por las estelades y las faltas de respeto. En un ejercicio para visualizar los derechos de las minorías y el pluralismo político, o para tocar las narices, mi padre tuvo la gran idea de comprar una bandera de la Unión Europea y colgarla a la vista de todos para que aquel azul marino rompiera la monotonía cromática del rojo y amarillo. Yo le animaba a hacerlo, pero mi madre lo convenció de dejarlo estar. Quizás esto también fue un punto de distensión en una coyuntura en la que reptaba el gusano del enfrentamiento civil.