Hace unos días, cuando el caso del pequeño Gabriel estalló por los aires certificando la mala pinta que desde un principio tenía el asunto, miré el listado de columnistas encargados de darle tinta a esta sección y me alivió no encontrar mi nombre entre ellos.
Cuándo ese bebé amoroso se convirtió en uno de los asesinos más sanguinarios de la historia. Cuándo esa boca que buscaba instintivamente el pecho de su madre empezó a ordenar asesinatos.