Viendo las imágenes, creedme que siento vergüenza de la especie humana, incluso de esos pobres niños que observan la escena desde una valla o se suben a lomos de una ballena muerta para celebrarlo. A mí se me revuelve la conciencia, y las tripas también.
Al Papa le preocupan las ballenas, cómo no, así como los guanacos con cuyo cuero los gauchos trenzaban las cuerdas de sus boleadoras. Pero más le preocupamos los hombres, el milagro natural que de una manera u otra- preferimos maltratar, matar de ciento en ciento, tantas veces al amparo de la Ley, tantas veces ante los ojos, los oídos y la boca tapada de ese tinglado de incompetentes llamado Naciones Unidas.
¿Lo hacen en nombre de la tradición? ¿En nombre de algún dios? ¿De la supervivencia o la biodiversidad? Importa bastante poco el motivo final esgrimido por el que se asesina con superioridad, crueldad, alevosía y premeditación a otro ser vivo.
La caza de ballenas está prohibida en todo el mundo desde 1986. Fue una decisión drástica tomada por la comunidad internacional como única manera de evitar la extinción de este cetáceo, tras décadas y décadas de masacres sin control.