Cada vez que una imagen fotográfica o cinematográfica me hace volver a aquella época que por lo visto se ha hecho institucionalmente forzoso evocar en estos meses, de una parte siento vértigo, de otra una especie de dolor melancólico, puramente particular y subjetivo. Pero como es de composición más sencilla, quizá sea mejor empezar por esta afección última. Porque, en efecto, el color, entre desvaído y calcinado, de las imágenes, su propia falta de nitidez, la fugacidad casi furtiva con la que vemos aparecer unas calles, unos letreros comerciales y, sobre todo, la atmósfera entre fervorosa y riesgosa que ha quedado impresa en las películas, todo ello contribuye a que, de sopetón, veamos el pasado como pasado, o sea, muerto.