Tasas e impuestos
«La frivolidad se paga, porque tiene consecuencias. Incluso las ideas razonables precisan un marco adecuado para poder fructificar de modo aceptable»
«La frivolidad se paga, porque tiene consecuencias. Incluso las ideas razonables precisan un marco adecuado para poder fructificar de modo aceptable»
«Se transforman los valores y las creencias, la estructura familiar y la relación laboral con las empresas, la tecnología y el medio ambiente»
«Sin una cierta confianza en las instituciones y un matizado escepticismo ante los dogmas ideológicos, ninguna sociedad se mantiene saludable durante mucho tiempo»
El arte se puede construir sobre el miedo, pero no ese espacio de libertad que llamamos civilización
“Amar puramente –escribe Simone Weil– es adorar la distancia entre uno y lo que se ama”
«Amar –y amor significa también amistad y admiración– equivale a aceptar la debilidad del otro, a mirarnos tal como somos»
«Se le llora también por el vacío que deja la inteligencia en un país que parece haber dado la espalda a los valores de la razón»
En 1948, el poeta inglés W. H. Auden publicó un largo poema titulado The Age of Anxiety, que le valió el premio Pulitzer. El mundo salía de una guerra mundial y se abocaba a la Guerra Fría, con Europa dividida en dos mitades. La inicial era de la ansiedad fue una época de inquietud ante el creciente poder del comunismo y la amenaza real de un conflicto atómico entre la URSS y los Estados Unidos.
Según los cristianos, el Apocalipsis constituye el extraño pronóstico que hace la Iglesia sobre su propio final
Nos jugamos sobre todo esto: la verdad o la mentira, el coraje o el miedo
Se diría que Europa es el destino natural de Oriente, la extraña geografía del fin del mundo, el lugar donde se pone el sol para renacer al día siguiente. Václav Havel reflexionó sobre esta imagen en un penetrante discurso ofrecido en el Senado italiano el 4 de abril de 2002.
Lo escribió hace unos días Santiago Gerchunoff en Twitter: “Hay un 97.56 % de posibilidades de que una persona que utiliza la expresión “sin complejos” sea estúpida y tenga malas intenciones”. Desde hace unos años, últimos del zapaterismo, primeros de Rajoy, se ha puesto de moda en ciertos ambientes liberales y conservadores la expresión “sin complejos”. Hay en ese eufemismo, como también dijo Jorge de Palacio en El Mundo, una radicalidad que se asocia a la autenticidad; es decir, a tener la razón, por inercia, en las discusiones: el que habla sin complejos significa que algo de verdad lleva en lo que expone. Como si las posiciones moderadas o tibias fuesen ejemplo de que algo se silencia, algo se oculta, algo se calla. Una conducta que, en la época de la incontinencia verbal y de sobreexposición de nuestras ideas en internet, sugiere hipocresía.
Existe una belleza vedada a nuestros sentidos, oculta tras los muros de los monasterios. Peter Seewald y Regula Freuler le han dedicado un librito, con el título de Los jardines de los monjes
Nada ha salido como se preveía. Cuando Pedro Sánchez nombró su primer gobierno, enseguida se habló del jogo bonito de un equipo de ministros estelar frente al tosco catenaccio que se reprochaba a Rajoy. Llegaba la alegría, la diversión, una nueva meritocracia ajena a las servidumbres partidistas y llamada a modernizar el país después de unos años de pretendido oscurantismo.
La luz se consume y se apaga, incluso cuando apela a los sentimientos más nobles de una época.
Nuestro mundo se dirige ciego a los extremos. El filósofo francés René Girard planteó esta posibilidad en uno de sus últimos libros, dedicado al pensamiento del gran teórico de la guerra Carl von Clausewitz. Si los habituales diques de contención fallan –ya sea la legitimidad del mito en que se sustenta una cultura o la robustez del pacto constitucional–, se abre paso el contagio vírico de los fanatismos.
Cerramos un año más bajo el signo de la precariedad. Precaria es la historia de los hombres que avanzan a tientas en la penumbra. Los romanos pensaban que para disolver esa angustia necesitaban de la plegaria, de la oración. Se diría que ningún suelo es firme. De Rajoy a Sánchez, la política española palpita agitada por un mar de fondo que amenaza con corroer los cimientos de la democracia.
En nuestro mundo, Edipo se enfrenta a Telémaco. Esta es la tesis central del psicoanalista italiano Massimo Recalcati, cuyos libros me descubrió hace un tiempo Antonio G. Maldonado. Edipo refleja el odio parricida del hijo hacia su progenitor, de una modernidad enloquecida –diríamos– ante el peso del pasado. «Sus crímenes –explica Recalcati– son los peores de la humanidad: matar al padre y poseer sexualmente a la madre. La sombra de la culpa caerá sobre él y lo empujará al acto extremo de sacarse los ojos». Telémaco, en cambio, es el hijo esperanzado de Ulises; el joven cuya mirada se dirige hacia el horizonte de la definitiva restitución, cuando el padre regrese del mar y de la guerra, y el duelo haya terminado para siempre. En otra orilla del Mediterráneo, un eco lejano de esa justicia resuena en la parábola evangélica del hijo pródigo. Un muchacho –tal vez el propio Edipo– decide marcharse de casa y dilapida su herencia hasta terminar mendigando. Día tras día, desde lo alto de una atalaya, el padre intenta columbrar el retorno de su hijo –la esperanza que alimenta el sentido. En el Evangelio –como en la Odisea– se producirá el reencuentro que sane la herida, pero la modernidad no admite con facilidad esa misma paleta de colores. Como padres y como hijos, la opacidad del destino forma parte del misterio que define nuestras vidas. Nadie es dueño del tiempo ni de sus consecuencias.
Se diría que la memoria traza el mapa de nuestras obsesiones. La memoria es carne y persiste como las cicatrices en el cuerpo. La memoria es el nombre de nuestros padres antes de que supiéramos pronunciarlo y también el callejeo, repetitivo y caprichoso, que nos lleva por la ciudad que alguna vez amamos.
“Fijaos bien, ahora nos vamos a adentrar en el pasado y la arqueología nos permitirá separar las distintas capas de la Historia”, les dije a mis hijos poco antes de bajar al subsuelo de la basílica de San Clemente. “Hablas una lengua extraña –me replicó María–. Cuando la utilizas no te entiendo”.
Leo a Ajmátova. Afuera hace frío y llueve con furia. La luz, intermitente, va y viene en la isla. Enciendo unas velas. A esta hora ya sé que caerá la noche antes de que llegue la aurora. Leo a Ajmátova escribir sobre la muerte: la muerte del hijo que la madre quiere narrar en un réquiem deshecho por el dolor.
Pensar el uno del octubre de 2017 como momento central del catalanismo ilumina algunas de estas reflexiones escritas por el autor alemán.
El historiador Yuval Harari pretende reducir el hombre a un algoritmo, en un remedo del viejo debate sobre el libre albedrío. La estética abigarrada de los números –neutros, precisos, indiscutibles– goza del raro privilegio de la verdad entre los científicos sociales.
Una luna teñida de sangre se cierne sobre la colina vaticana. De fondo, un fresco de intrigas palaciegas que reflejan una crisis mucho más honda. La carta escrita por el exnuncio vaticano en los Estados Unidos, Carlo Maria Viganò, –un J’accuse en toda regla contra el papa Francisco y algunos de sus colaboradores– supone un paso del Rubicón inaudito en la reciente historia de la Iglesia.
El fanatismo oculta, bajo el manto de la asimilación cultural, la mancha étnica: la sangre como un supuesto criterio de ortodoxia. Así, es el hombre en su totalidad quien peca y se condena, y no sólo sus ideas o sus pensamientos. En el pasado lo biológico -esa evidencia de la carne- actuaba como signo de la herejía. Todavía hoy lo hace. Pensemos en la brujería que constituía una perversión propia de las mujeres o en el racismo, antes y después de Hitler. En un mundo monocolor, pequeños matices culturales sustentan la sospecha étnica: «Judaizar –dirá José Jiménez Lozano refiriéndose a la época de la Inquisición– es guisar con aceite en vez de con manteca, matar las aves sangrándolas y enterrar la sangre, pasar la uña por el filo del cuchillo para comprobar que no tiene mella, pero también dejar candiles encendidos por la noche, sobre todo los viernes, mudarse de camisa ese día o ponerse ropas mejores que las de diario en sábado, echar sal en el candil, que la chimenea no humee las mañanas ni las tardes del sábado, incluso en invierno. […] Pero signo de no ser de la casta cristiana será también poseer un cierto oficio útil o sentir desasosiego intelectual, practicar la medicina o andar con libros…».
En su libro The Dawn of Eurasia, el exministro portugués Bruno Maçaes explica que uno de los grandes errores del proyecto europeo es la paulatina sustitución de la política por una espesa maraña burocrática que, como sucede con las capas de una cebolla, acaba ocultando el corazón mismo de la democracia. Cuánto hay en estas palabras de específicamente continental sería motivo de debate, pues admiten una lectura en clave nacional. ¿El auténtico instinto del bien común se ha disuelto bajo la severidad de los intereses demoscópicos y el exceso regulatorio que asfixia el ámbito de actuación de los ciudadanos? Carezco de respuestas, pero sospecho que las palabras de Maçaes apuntan en la dirección de un eclipse de la política sujeta a la burocracia, la cual a su vez corre el riesgo de extender –como en las pendientes de tierra deforestadas tras la lluvia torrencial– la desertización moral de los pueblos. Dicho de otro modo, la abstención de la política no constituye tanto un presupuesto de neutralidad como un disolvente de las virtudes públicas.
Cuando yo era niño, con el calor llegaban las medusas, los alemanes y el olor a Nivea. Es un mundo que sigue ahí, imperturbable, un verano tras otro, aunque se escurra entre mis manos como la arena de la playa.
Se habla de la envidia y se habla del resentimiento como de dos instintos primarios de la vida política. Miedo y odio, envidia y resentimiento son capas que se superponen la una a la otra. O la una por debajo de la otra, como el poder y la voluntad de poder. El ensayista alemán de origen iraní Navid Kermani escribió lo siguiente al respecto: «Envidia, aunque envidia quizás sea demasiado general y hoy día, en estos años, sería más preciso hablar de resentimiento que de aquella animadversión que reside en la envidia, aunque no sólo en la envidia, sino en la rivalidad y en los prejuicios, en el temor y en el sentimiento de inferioridad, es decir, que de forma inevitable llega al inconsciente».
Los contrastes definen al hombre y a la sociedad. Los romanos distinguían a los patricios de la plebe, aunque ambos formaban un solo pueblo, unido bajo las siglas SPQR. Tocqueville, en los albores de la democracia, observó también la tensión que latía entre el espíritu aristocrático de las viejas élites y el instinto igualitario que instigaba el deseo del pueblo llano…
Al final de su vida, en una larga conversación con el sociólogo Steven Lukes –que acaba de editar en castellano Página Indómita–, Isaiah Berlin reflexionó sobre la difícil relación entre el espíritu liberal y la tentación dogmática del fanatismo. No se trata de una controversia precisamente nueva, ya que hunde sus raíces en el proyecto democrático. «Los liberales –observa Berlin– están comprometidos con la creación de una sociedad en la que el mayor número posible de personas pueda llevar una vida libre, una vida en la que dichas personas puedan desarrollar sus potencialidades, tantas como sea posible, a condición de que no aborten las de los demás». Pero este anhelo, que viene a ser el de una vida civilizada donde se asuma como propia la riqueza de la pluralidad, choca con la intransigencia de los extremistas.
Los adivinos etruscos leían el futuro en el vuelo de los pájaros, en las entrañas de los animales sacrificados y en el destello de los relámpagos. A estos últimos, los augures los denominaban fulgura, de donde procede fulgor y fulgurante, que asociamos respectivamente a la luz intensa y a la velocidad. Se diría que el fulgor de una idea nos habla de su hechizo hipnótico y de la aprobación de los dioses, a los que entregamos nuestra vida si resulta necesario. El futuro queda iluminado por este resplandor, que es el de los creyentes y –en su vertiente negativa– el de los fanáticos. Los creyentes edifican un mundo nuevo; los fanáticos, en cambio, convierten el mundo en un infierno.
No se puede interpretar una época sin tener en cuenta su sentido del tiempo, nos advierte el filósofo Rémi Brague en Moderadamente moderno. Sospecho que tiene razón. El invierno demográfico hace patente los innegables rasgos distópicos de nuestra actual percepción del futuro. La modernidad se ve a sí misma desligada del pasado, al cual ya no reconoce autoridad alguna, más allá de un uso victimista de la Historia que busca a menudo reforzar las trincheras divisivas de la identidad. Queda entonces el presente, como un dios sanguinario que exige una cuota de sacrificios ante su altar.
Mariano Rajoy pasa por ser un político prudente y experimentado, poco dado a las sorpresas o a los extremismos. En su modus operandi, prima el estilo conservador hasta rozar una especie de quietismo desconcertante para adeptos y adversarios, más escéptico que doctrinario. No es una actitud necesariamente desacertada: Rajoy ocupa el centro del campo y hace que el partido languidezca esperando el fallo del rival. En un juego de desgaste, como es a menudo la política, resistir equivale a evitar la derrota. Hábil en el control de los tempi, a Rajoy Arcadi Espada lo ha calificado de “único político adulto” en una época caracterizada por el tono adolescente de nuestro debate público.
“Ya nadie sueña con la flor azul –anotó Walter Benjamin en 1925-. Si alguien hoy se despierta siendo Enrique de Ofterdingen, ha de ser sin duda porque se quedó dormido hace mucho tiempo”. Acudo estos días a los oficios de Semana Santa y se diría, en efecto, que el color sustantivo del pasado se ha ido tornando pálido y gris. Los símbolos religiosos permanecen en pie desprovistos de sentido, como iconos de un dios muerto. Es la tentación de la estrella matutina frente a la luz gastada de los días.
La pujanza china plantea un dilema universal: la soberanía del poder político frente al equilibrio democrático que proporcionan las leyes. De fondo, subyace un debate de ideas que se ancla en la Historia y que suscita nuevos interrogantes con el retorno de la era de los conflictos. Por un lado, la Europa legalista que sostiene los principios continentales de la Ilustración liberal y que reivindica como propios los grandes avances sociales y, por otro, una lógica de poder distinta, más estatalizada en el caso asiático, más pragmática, menos idealista, que rechaza la universalidad de los valores occidentales y pugna por liderar un nuevo orden mundial
La posguerra europea se caracterizó por la guerra fría con la URSS y el descubrimiento de la necesidad inevitable del consenso para fortalecer la paz y la democracia. La Europa de la segunda mitad del siglo XX se construyó precisamente sobre esta búsqueda del consenso que dirimía conflictos de clase, entre naciones y también identitarios.
Pascal Quignard, al hablar de la melancolía, cita a Homero. Leemos en la Ilíada: «Objeto de odio para los dioses, solo en la llanura de Alea, yerra un hombre cuyo corazón devora la tristeza y que evita la huella de todos los demás». El melancólico, el solitario, es el hombre apartado por los dioses, desechado por la sociedad. Dante lo sitúa en el infierno, al igual que John Milton. Es el mundo perdurable de los solitarios, hechizados por belleza frágil contenida en el tiempo, que se empeñan en reducir a cenizas el instinto continuo de la pasión. «Memento, homo, quia pulvis es et in pulverem reverteris», reza el calendario litúrgico; es decir, «recuerda que eres polvo y al polvo volverás».
Hay una perversión del sentido de lo humano que apela al radicalismo y rechaza la contradicción inherente a la vida. En cierto modo, se trata de una enmienda que la razón totalitaria plantea a la belleza, la cual –por naturaleza– es poliédrica. Diríamos que el arte no surge de consignas ni de manifiestos, aunque pueda lógicamente tener un recorrido ideológico. El arte, más bien, perdura por su capacidad de plasmar un misterio –el de la realidad, confrontada a los grandes temas– que resuena y fructifica de un modo distinto en cada uno de nosotros.
Por los despachos del poder empiezan a circular telegramas de cansancio con el PP. Son desahogos en voz baja que, tras el episodio catalán, empiezan a filtrarse a la calle. Ya no cuenta la recuperación económica –¿achacable a las buenas políticas del gobierno o a los vientos de cola internacionales?–, sino una sensación de fatiga generalizada. Cuestión de imagen, tal vez: Rajoy sería un presidente del siglo XX para un país ansioso de novedades. El primer gran impulso de cambio generacional tuvo lugar en la década de los ochenta, cuando empezó a construirse el modelo territorial de las autonomías, el Estado del bienestar y una democracia inserta en el corazón de Europa. El segundo gran cambio generacional está sucediendo ahora, tras el crash económico de 2008 y el cuestionamiento de las instituciones del 78. ¿Una época nueva exige nuevos partidos? No necesariamente, pero sí elites distintas y relatos que conjuguen otra gama de valores. El principal riesgo del PP se mide según este binomio: mala selección de los cuadros de mando y ausencia de un relato de futuro. A lo que se añade el pesado fardo de la corrupción.
Inicia sesión en The Objective
Crea tu cuenta en The Objective
Recupera tu contraseña
Ingresa el correo electrónico con el que te registraste en The Objective