Berlín, hace cien años
Las tres décadas que abarcan el nacimiento en 1889 en París de la Segunda Internacional y el fin de la Primera Guerra Mundial en 1918 han sido llamadas por un historiador como «el periodo apostólico de la historia del socialismo». De manera semejante a los cristianos primitivos, antes de que la suya fuera religión de Estado, también los militantes socialistas de entonces, desprovistos de toda culpa posterior, guiados por un idealismo incorrupto y con su crédito moral intacto, se dedicaron a promover y predicar el milenio socialista. En un mundo mucho más injusto que el nuestro, su fe era contagiosa. Su esperanza en el futuro, de una intensidad que resulta difícil imaginar. Tenían profeta, tenían doctrina (y no pocas discusiones teológicas), tenían comunidades de creyentes y corrientes heréticas, tenían apóstoles. Muchos de ellos estaban dispuestos a morir por sus ideas. Tuvieron, por lo mismo, mártires.