La Gestapo dentro de mí
«Y caigo en la cuenta de que ese nazi que inspecciona las viviendas de un barrio de Praga vive dentro de mí»
«Y caigo en la cuenta de que ese nazi que inspecciona las viviendas de un barrio de Praga vive dentro de mí»
«Como los templos, las librerías son biosferas donde pastan las horas lentas, el silencio preindustrial, los pensamientos profundos o las ensoñaciones»
«Los niños son, creo, la prueba de que no estamos hechos para los planes sino para vivir amando y siendo amados. Solo así la actualidad cobra sentido y el presente no se derrumba»
«Una sociedad que exige una respuesta, por supuesto las suyas. De modo que lanzan sus opiniones a la red y experimentan un ligero entusiasmo tras cada like»
«Más que la escritura, la reescritura evidencia la inclinación del corazón hacia lo simple»
«La última película de Óliver Laxe está curando a mucha gente porque su director no se ha buscado a sí mismo»
Las preciosas vacaciones, para quien las tenga, son el tiempo consagrado a uno mismo. Se trata, en teoría, de relajarse, recuperar el señorío sobre el tiempo que el dinero nos ha usurpado, reconquistar la risa y atiborrar el perfil de nuestras redes sociales de parajes y cielos menos contaminados. En teoría. Porque nada sucede nunca como esperamos.
«La generación más preparada de la historia es un timo, pienso: si bien gozan de más ofertas educativas que sus antepasados, veo a estos jóvenes de ahora muy desorientados, sobre todo tan vulnerables»
«Solo el ser humano, pongamos Q, siente insatisfacción aun teniendo una casa habitable con un frigorífico henchido»
«Los que alimentaron el fantasma de la extrema derecha y jugaron a incendiar un país nos deben una disculpa a todos»
«España es un país tonto y adorable. Un país noble. Diga lo que se diga, persiste la culpa del franquismo»
La diferencia entre la realidad y lo que dicen las redes sociales es que la realidad puede ser gigantesca. Lo aprendí en una librería de Granada cuando asistí —involuntariamente, pues ojeaba las novedades— a la presentación de un autor muy sonado en el enjambre digital.
Desconocida sonríe cuando llegamos, nos da dos besos, pone la mesa junto a sus hijas, se levanta para ir al baño, habla como una más sobre su plato. Nada extraño en su conducta, que es la de costumbre. Parece una noche como todas las que han sido y las que vendrán. Pero en los postres Desconocida nos cuenta que su cáncer ha empeorado. La metástasis ha colonizado su cerebro de cincuenta y nueve años. Lo relata con sufrimiento, pero su rostro irradia calma
Lo conocí por medio de otro amigo poeta. Mediante un correo electrónico. Le enviaba yo un manuscrito raro, heterodoxo, una miniatura que había sido rechazada por un par de editoriales de las grandes. En otra, la tercera, se me exigía dinero.
La coherencia es un valor en alza. En la sociedad traslúcida se exige de todos, no solo de los cargos públicos, una vida intachable además de una vida publicitada. Se penaliza la discordancia. O, dicho de otro modo: se castiga, además de la opacidad, la mínima incoherencia, que se exhibe como arma arrojadiza en las redes sociales, la nueva plaza donde se chamuscan las brujas.
Me enfrentaba yo estas navidades laicas sin mucha fe, como es normal, pues son laicas y nada tienen de navideños los centros comerciales ni las publicidades televisivas ni las promesas que cada negocio exhibe estos días en sus escaparates. Era tarde y el cielo se oscurecía como la cara de alguien que se preocupa. Como esta Europa. Acababa de desactivar mi cuenta de Facebook después de tres años “enredado”, harto de haberme convertido en un producto literario, cómplice de la endiablada maquinaria de la sociedad trasparente.
Siempre ha sido así: se me hace costoso, y hasta frustrante, materializar mis interioridades, volcarlas hacia fuera. Y es que en el caso del tímido este cisma tan humano —el de los dos hombres: el privado y el público— es abismal, mucho más lacerante.
Me preguntaba, siendo adolescente, si con el paso del tiempo mi afición al otoño se disiparía. Ignoro el motivo, pero el otoño es mi estación preferida. Las gotas de lluvia en las ventanas, la hojarasca tapizando las calles, menos abarrotadas, el humo del café o el cigarrillo entre las manos frías, y esas mismas ventanas donde se estrella la lluvia encendidas en mitad de la noche igual que lámparas chinas, tan ambarinas, como en los cuentos de Dickens. Los árboles transformados en antorchas y las primeras nieves sobre Granada. Las nubes, las preciosas nubes. Atravesar una calle sin gente aspirando la humedad o mirar embobado una lluvia o fumar mientras se lee con una estufa cerca de las piernas son actos que me devuelven al paraíso.
Se sabe que un escritor es parecido a un corredor de fondo, ya lo escribió Murakami. Los dos comparten la soledad y una loca perseverancia. Y acaso la lesión más problemática: la del fracaso, que nos enseña a muscular la espera, tan rara en la sociedad del espectáculo. Correr fondo es casi meditar, una oración entonada por cada músculo.
Tras nacer, el niño impacta con el afuera y la vida comienza a ser un viaje, la difícil aventura de concluirse en los demás. El niño desconoce el tú, lo vive todo para sí mismo, es egocéntrico. Esta actitud narcisista, con el tiempo, tiende a corregirse. En algunos casos, no obstante, el niño quiere relacionarse, pero le cuesta. En mi caso, un esfuerzo siempre me ha separado de la vida colectiva. Desde los años escolares se me ha clasificado como un niño introvertido. Y la introversión, en un ecosistema mercadotécnico, es una tara.
Somos culpables aunque involuntariamente. Fundada sobre la injusticia, nuestra sociedad es profundamente arbitraria. Todo cuanto disfrutamos los hijos de la prosperidad, las comodidades de las que nos beneficiamos a diario, mecánicamente, han sido conquistadas a costa del prójimo.
Mañana con sol perpendicular en los merenderos de Cumbres Verdes, Sierra Nevada. Se está la mar de a gusto, aquí. Hay más árboles que gente y mis hijos dilapidan su energía fuera del piso, lanzando al aire alpino sus voces. Las frondas trafican pájaros, y a escasos metros de donde nos encontramos unas chicas de no más de quince años se fotografían tras un refugio de montaña. Semidesnudas. Me ven pasar y no se esconden. Siguen a lo suyo, desvergonzadas. Yo me froto los ojos por si estoy soñando. Será que me hago viejo, pero cerca del mediodía, en un lugar público, y con ese impudor.
Nuestros enemigos nos definen. «Pido que me juzguen por los enemigos que he hecho», que dijo Roosevelt. O sea, que la grandeza de los enemigos es un indicador de la grandeza de aquello que se ataca, del objeto de esa enemistad. Siguiendo esta lógica, los enemigos de España, o mejor, los enemigos del Estado, dan una idea cabal de la mediocre actualidad en la que chapoteamos. Hubo un tiempo no muy distante, durante las dictaduras y los tiempos bélicos, donde los que luchaban por expresar sus opiniones se jugaban su vida, además de la de los suyos. Ahora, a golpe de tuit, se juega de puro aburrimiento a los héroes. Y la tan cacareada libertad de expresión, en el presente, se reduce a exabruptos digitales a la altura de los niños de una escuela infantil. Me refiero a la nueva gamberrada sintáctica de Willy Toledo, del que siempre espero, sin resultado, más altura intelectual en sus payasadas mediáticas.
La literatura es un trabajo solitario. Los que escribimos, pienso, somos, en gran medida, niños que frecuentan los márgenes del patio y tímidos incorregibles, personas que hemos desarrollado una extremidad de tinta para transponer la frontera que nos separa del mundo, para llegar así a los otros.
Porque los pobres nos recuerdan a qué estamos llamados. Nos asusta la pobreza porque nos llama a gritos. Es pánico.
Charles Péguy sostuvo que en este mundo el único aventurero es el padre de familia, «el hombre que tiene la audacia de tener mujer e hijos, que osa fundar una familia». Dijo además que todo está en su contra en el mundo moderno. Yo, llevando la pelota a mi tejado, afirmo que todo está en contra de la familia numerosa, de la familia de conejos. No es raro toparme con caras de enfado cada vez que se me ocurre salir de casa con mis cuatro hijos (que son muy pocas, confieso, porque soy hombre de libros, o no tantas como a mi mujer le gustaría). ¿Cuatro hijos?, me preguntan. Asiento. ¿Treinta y tres años? Vuelvo a asentir. Pero Jesús, ¿eres el heredero de una fortuna? Aquí me desternillo. ¡Cuatro! Y dos más que vienen. ¡Entonces seis! Mellizos. Y tengo tele, sí.
Un paseo por el barrio pijo de La Herradura sirve como polígrafo del alma. Para quien ande geográficamente despistado, La Herradura es un pueblo de la costa granadina frontero con Málaga que muchos extranjeros con parné eligen como diana vacacional. Se nota en los coches que pululan sus caminos asfaltados, en las propinas que uno ve en los chiringuitos con luces tropicales y también en los negros que cantan Sinatra para niños rubísimos en esos mismos chiringuitos.
«Vengo a encontrar el amor», dice. Y continúa, voz ilusionada: «Que sea bueno en la cocina y que le guste hacer deporte y salir de paseo y ya que estamos tez morena y ojos azul piscina». Lo dice una concursante del famoso programa First Dates, timoneado por el hombre de la ceja: Carlos Sobera. Se sabe: está de moda el amor a la carta. Voy al supermercado del amor hambriento de compañía y elijo producto —persona, sus ingredientes— que menos me vaya a indigestar. A menor número de incompatibilidades, más posibilidad de dicha. Más duradera la relación y por tanto más remota la ruptura. Menos platos levitando. La lógica del amor a la carta cree que el amor, si se elige como el traje para la boda, resultará menos estafa. No obstante, la cifra de rupturas en Occidente, y su velocidad, contradice estas matemáticas. Todo el mundo elige, y sin embargo nunca antes las relaciones sentimentales fueron tan vidriosas.
Siete años impartiendo clases en la Universidad, además de un salario suficiente para saltar el obstáculo de las facturas, procuran una idea del futuro más inmediato. Quiero decir que el trato con alumnos proporciona pistas que ayudan a sospechar el tipo de ciudadano que tomará las riendas del país en pocos años. Y lo que nos espera, lo digo ya, es inquietante. Podría rebatir con empirismo el mantra «la generación más preparada de la historia»; pero dejemos lo académico y limitémonos a lo humano: el alumno, antes que una cifra o una ortografía más o menos cristiana, es alguien que afronta la realidad desde unos prepuestos ontológicos. Y entre estos, según lo que veo, apenas hay sitio para el fracaso.
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