Los auténticos héroes están escondidos entre la multitud. Aparecen cuando menos les esperas. O cuando les necesitas, si prescindimos del siempre dudoso azar. El sábado pasado llovía sin descanso en Bilbao. Las ciudades deben visitarse en su estado natural y Bilbao merece la lluvia. Desde años atrás deseaba ascender por la ría hasta el puente colgante y atisbar, sin intentar comprender, las míticas distancias entre el margen derecho, dominado por la universidad de Deusto y por los núcleos residenciales de la burguesía y la aristocracia vasca, y el izquierdo, donde han recalado los emigrantes desde los inicios de la industrialización.
Siempre se dice que las tormentas de este verano no las hemos visto nunca. No es cierto. Son tan recurrentes como la sucesión del día y la noche o las estaciones. Pero necesitamos la exageración popular porque seguimos creyendo que hay un misterioso señor de las ventiscas que está por encima de nosotros.
Tiene que llover dignidad a cántaros, para que se lleve por delante a tanto sinvergüenza, a tanto corrupto de pacotilla, a tanto nuevo rico con cultura de suplemento dominical que no hacen más que estorbar el desarrollo de este país.
Es sabido que la primera aparición del paraguas Londres, 1750- causó escándalo público, pero aquel raro umbráculo terminaría por hacerse un hueco en los cortejos caballerosos de la Austen.
Los fotógrafos norteños que hicieron su agosto en febrero parecen volver a hacerlo en marzo: esas olas tremendas saltándose todos los rompeolas llegan a formar imágenes formidables de la naturaleza desatada.
La imagen es bonita. Eso hay que reconocérselo. Melosa como un cruasán francés recién sacado del horno y tierna como una edulcorada película Disney. El tren que vemos nos recuerda a tiempos de zares y zarinas.
Las imágenes de las olas gigantescas de hasta 13 metros azotando el norte de España abren todos los telediarios. Las cosas están peor en el norte de Europa.