La era de la posverdad es un tiempo dominado por el relativismo. Ya no hay una realidad material, asible, contrastable; solo puntos de vista, voluntades, hechos alternativos. En un mundo en el que la objetividad no existe, todo es relativo. También las distancias. Así, puedo decir que la virtud se encuentra en un punto intermedio entre Hillary Clinton y Donald Trump. O que la elección óptima está tan apartada de quien cuestiona el Holocausto como de quien trabajó en un banco. Situarse en la mediatriz que separa a Macron y Le Pen es algo así como proclamar que tan lejos nos queda Cuenca como Bandar Seri Begawan. Siempre quise escribir Bandar Seri Begawan.
Esta decantación de Bruselas es tan asombrosa como cuando, dados los postulados derechistas de Haider en Austria, se dijo de modo reiterado que eso requería expulsar a los austríacos de la Unión Europea. No era así. En realidad, Haider sigue en Austria y Austria sigue en la Unión Europea.
No es que hicieran falta muchas pruebas más. Pero por si alguien aún tenía dudas de en qué bando de la historia se mueve la izquierda reaccionaria que en España encabeza Podemos, Mélenchon se encargó de despejarlas todas de una patada cuando el domingo por la noche rechazó pedir el voto para el centrista Macron o a negárselo a Le Pen, que eran las dos únicas opciones adultas que le quedaban tras su derrota.
Emmanuel Macron, del que todos -salvo los cuatro gatos alocados que, por ejemplo, predijeron el triunfo de Donald Trump- esperan ahora que se convierta tras la segunda vuelta en el presidente más joven de la historia de la república francesa, es esencialmente un desconocido sin ideología claramente definida. Pero tal y como está el patio, ante rivales éticamente descalificados como François Fillon o políticamente deletéreos -antieuropeos, antiliberales- como Marine Le Pen o Jean-Luc Mélenchon, la probable victoria de Macron en la segunda vuelta de las elecciones presidenciales es un bálsamo que este azacaneado mundo, que esta perturbada Europa, recibirán con alivio. El horno no está para muchos más bollos después de Trump, del Brexit, de Putin, de Kim, de Asad, del ISIS, de Maduro, del homicida Duterte…
Esta vez, los resultados se han parecido a los pronósticos. Y si lo mismo vuelve a suceder dentro de dos semanas, Emmanuel Macron se convertirá en el nuevo monarca republicano: un liberal progresista que ahuyentará el fantasma del populismo, confirmando tras lo sucedido en Holanda que la historia de su imparable ascenso no es la única que los medios de comunicación tienen a mano. De momento, el populismo parece situar su techo en torno al 20% de los votos, salvo allí donde las elecciones son presidenciales (USA, la venidera segunda ronda francesa) o se vota en referéndum (Brexit). No hay mejor prueba de las ventajas que presentan los sistemas parlamentarios, ni de la importancia decisiva de los diseños institucionales: la voluntad popular, mejor cuanto más mediada.
Hay dos temas de los que es muy difícil hablar desde la emoción y el optimismo. Uno por definición: la seguridad. Otro, por coyuntura: la Unión Europea. Ambos han sido obligados y predominantes en la campaña electoral de la primera vuelta de las elecciones presidenciales francesas. El marco en el que se iba a desarrollar la jugada era ideal para Marine Le Pen, candidata extremista del Frente Nacional, cuyo discurso antieuropeo y su insistencia en sacar tajada tras cada atentado islamista parecía conectar con una ciudadanía especialmente temerosa y reacia al cambio. El atentado contra una patrulla de policías apenas unos días antes en pleno corazón de París reforzaba esta impresión. En esencia, se daban todas las condiciones estructurales de Francia y coyunturales de Europa para que ganara un candidato conservador o reaccionario, Fillon o Le Pen.