Hay un pasaje de los Ensayos de Michel de Montaigne en que el gran francés se hace eco de un dilema ético (y cristiano) bien peliagudo. Imaginemos, dice nuestro filósofo, que se constriñera a un hombre bueno a optar entre realizar cierto esfuerzo o cometer una maldad. En principio, la tesitura no resultaría demasiado ardua: si es de veras persona bondadosa, no le importará arrostrar ciertas dificultades por mor del bien. Ahora bien, añade Montaigne, la cosa empieza a intrincarse cuando se le da a elegir a ese justo varón entre dos actos malvados. Ahí sí que (cedo la palabra a los Ensayos) “se le coloca ante una espinosa elección. Como le sucedió a Orígenes, a quien pusieron en la alternativa de, o bien adorar un falso ídolo, o bien gozar carnalmente de un horrible etíope que le presentaron. Al parecer, Orígenes optó por lo primero; y obró mal al hacer así, según algunos autores” (como Nicéforo Calixto).