«Una sociedad que exige una respuesta, por supuesto las suyas. De modo que lanzan sus opiniones a la red y experimentan un ligero entusiasmo tras cada like»
Para no defraudar a las voluptuosas vírgenes del paraíso, algunos adinerados musulmanes buscan antes perfeccionar sus artes amatorias con las huríes del edén marbellí de Olivia Valere, que es una suerte de cielo hialurónico. Allí esperan ellos, sentados como raperos, mientras las chicas dan su “putivuelta”, como dicen en “Élite”, minivestidas para la ocasión. La noche funciona como un casting de Gran Hermano: se compite por encerrarse en una casa y practicar edredoning, pero, en vez de maletín, se llevan tres mil euros y un iPhone. Hay que ver cómo se han devaluado las proposiciones indecentes.
Es cierto que el nivel de distracción es mayor ahora, o mejor dicho, las tentaciones están más al alcance de la mano. Pero también la información. Y en cualquier caso, eso no solo afecta a los jóvenes.
En otras noticias, estudios recientes demuestran que ya pasamos casi la misma cantidad de tiempo online que durmiendo: entre siete y ocho horas al día. Por lo que ya se reduce a un tercio de nuestra vida aquella actividad tan atávica y misteriosa que es mirar alrededor, gastar energía cinética, susurrarle a alguien al oído, ser el espacio que ocupa nuestro cuerpo y no estar conectado a un cable de electricidad y una señal de wifi.
La sensación que flotaba en el aire destilaba una mezcla entre la decadencia y la pasividad. Futuros seres vacíos, donde las relaciones sociales tendrían que ir la mayoría de las veces revestidas de cristal líquido.
Ayer estuve en el Mobile World Congress y viajé hacia atrás en el tiempo. Puede que muchos no se acuerden y que los más jóvenes ni se lo imaginen, pero hubo un tiempo en el que no había teléfonos móviles.