«La noche de reyes murió la abuela Concha. A mí me han querido mucho, como lo hacía la abuela. Yo también la quiero»
Si hay algo horrible en este mundo, si hay algo que derrota cualquier ilusión de sentido, es el sufrimiento de un niño. El tormento ante la contemplación de un cuerpo infantil que sufre es tan doloroso, tan insoportable la conciencia del absurdo que entraña, que hasta el más incrédulo de los corazones cede al dulce deseo de juntar las manos y rezar.
Yo estoy doctorado en baja autoestima. Hay facetas de mi vida de las que huyo como las avestruces, hundiendo la cabeza en el olvido para no verme a mí mismo. Es lo que me pasa, por ejemplo, con los bailes de salón.
Hoy escribiré sobre un niño. Es algo que durante siglos y siglos resultó inusitado: cuesta encontrar en la Antigüedad clásica referencias literarias a los más pequeños. Si te ponías a escribir unas letras, las dedicabas a los dioses, o a hombres egregios cuyas hazañas merecieran ser rememoradas. Un crío es poca cosa.
Hace un par de semanas, pasé los mejores días de este año viendo Perdidos con mi hijo de 10 años. El niño disfrutó como el seriéfilo que es, riendo con las frases de Sawyer, cuyas referencias cinéfilas y literarias tenía que explicarle de cuando en cuando.
“¿Qué les pasa a estos tíos con los niños?”, me escribe un amigo a propósito de una de las muchas fotos de niños catalanes envueltos en la ‘estelada’ junto a adultos independentistas.
Filmin ha estrenado recientemente El crimen de Liverpool, una serie de cuatro capítulos basada en el asesinato en 2007 del niño Rhys Jones y que tanto conmocionó al Reino Unido. La producción narra la investigación policial que condujo a los miembros de una pandilla de amigos y a algunas de sus familias a la cárcel.
Cuánto añoro las Navidades sin afeites ni plusvalías, aquellas en que sólo se celebraba eso, la Navidad
Parecerá un topicazo, pero una de las cosas más importantes en la vida es no olvidar el niño o niña o transgénero –¡que nadie se ofenda!– que llevamos dentro. No perder la curiosidad ni las ganas de jugar. Cuando todo nos parece conocido y aburrido, conservar esa inocencia de la niñez ayuda a ver el mundo de una forma virgen, sin el ruido mediático y popular al que somos sometidos. Tampoco sin ser (tan) víctimas de nosotros mismos. De nuestra experiencia o prejuicios.