Recorro estos días paisajes lunares. Cañones, valles desérticos, nombres evocadores que aparecen en el mapa cuya realidad está alejada de la evocación que promete su nombre. A través de las ventanas del coche, que siempre se dirige hacia una misma dirección –como si hubiera un tesoro encerrado en esa “x” imaginaria a la que me aproximo–, observo cómo la luz va cambiando y cómo los paisajes parecen siempre distintos en su infinita sucesión.