«Todo sea por proseguir el intercambio benéfico en que llevamos ya 527 años entre una y otra orilla del Atlántico»
Los profesores universitarios a veces sentimos tanta curiosidad por conocer el mundo que incluso aprendemos cosas de nuestros alumnos borrachos. Es lo que les ocurrió a Daniel Katz y su mentor, Floyd Allport, con el gran número de estudiantes que, a inicios de los años 30, abusaban del alcohol en el campus de la Universidad de Princeton. Si el recurso a líquidos espirituosos era tan frecuente, se preguntaron Katz y Allport, ¿era porque verdaderamente los estudiantes ansiaban beber tanto o porque creían que la costumbre era esa y querían adaptarse a los gustos de todos? Su investigación dio como resultado que, de media, los estudiantes deseaban alcoholizarse bastante menos de lo que pensaban que la mayoría quería beber. Es decir, todos creían que había una opinión mayoritaria que, en realidad, no era mayoritaria. Katz y Allport denominaron a este hecho “ignorancia pluralista”.
Uno de los lugares comunes del análisis internacional dice que el poder se ha desplazado a Asia y que Trump o el Brexit no dejan de ser pataletas ante ese hecho inevitable. Los flujos económicos van hacia esa región, las actividades se deslocalizan en China o Bangladesh, sus economías crecen y emergen grandes clases medias con un poder de consumo que hace las delicias de las grandes compañías internacionales. A este diagnóstico suele seguir el que dice que, en este contexto, Europa estaría llamada a convertirse en un museo para turistas ricos, en una Venecia gigante que sirve de testimonio kitsch del pasado ante su irrelevancia en el presente y el futuro.
En el último disco de Mount Eerie, A crow looked at me, Phil Elverum narra la muerte de su esposa con crudeza. No hay apenas metáforas. Es un disco deprimente y desnudo, da miedo. El sonido es amateur y sucio, como suelen ser los discos de Mount Eerie, aunque este es quizá su álbum más radical. Están solo él y su guitarra, quizá algún sonido ocasional, una base sencilla. Es espontáneo y a la vez meditado. Dice “tu ausencia es un grito que no dice nada”, aunque está lleno de escenas costumbristas y de frases sencillas como “te echo de menos” o “te quiero”. La última estrofa en “Death is real”, la canción que abre el disco, termina con “No quiero aprender de esto. Te quiero.” Es la idea de darle sentido y utilidad al sufrimiento, de que, incluso la peor de las tragedias te hace ganar experiencia y sabiduría. Elverum parece decir: a la mierda la experiencia: “Rechazo la naturaleza. Estoy en desacuerdo”, dice en otra canción.
La noticia llamativa del día es que la primera reedición desde 1945 de ‘Mein Kampf’, de Adolf Hitler, ha sido un éxito editorial en Alemania. Menos llamativa, pero probablemente más importante, ha sido la del superávit en la balanza comercial de la Unión Europea en 2016, que ha alcanzado los 296.000 millones de euros, de los que 280.000 millones los ha aportado por sí sola Alemania. Pero lo trascendental de verdad es Alemania a secas, la Alemania de 2017, la que económicamente lidera Europa pero políticamente sigue en ese limbo en el que se encerró para expiar la terrible docena de años en los que se dejó llevar por Hitler a una cadena de crímenes y horrores que las generaciones posteriores no han acabado de asimilar.
El economista de la desigualdad Branco Milanovic ha acuñado un concepto verdaderamente útil para entender lo que está pasando: el de renta de ciudadanía. Con él quiere expresarse una realidad sencilla a menudo pasada por alto: así como las personas obtienen su bienestar de una serie posible –y en el caso más ventajoso, acumulativa– de rentas (del trabajo o del capital, pero también las de origen familiar o las que somos capaces de extraer de un particular talento con el que la naturaleza nos dotó), los ciudadanos resultan premiados o penalizados en su posición patrimonial según nazcan en un país rico o pobre. Es indudable que haber visto la primera luz en Europa, en algún momento posterior a la última guerra, devenga de por sí unas rentas que no están al alcance de la mayoría de aquellos que nacen en vastas porciones del resto del mundo. En un mundo desigual, nos dice Milanovic, la pregunta «¿A qué te dedicas?» es acaso menos relevante que esta otra: «¿De dónde vienes?».
Confrontar es a veces una vía hacia el triunfo. En política, como en la vida, resulta rentable vender un proyecto, construir un liderazgo o cohesionar un grupo enfatizando tanto lo que no se es como blandiendo un relato en positivo. Marcar distancias y señalar adversarios forja identidad. Y así se llega a extremos como que determinados hinchas celebren más los fracasos del contrincante que los éxitos propios, se desaten enconadas rivalidades entre ciudades próximas y perfectamente intercambiables o que proyectos políticos se cimienten sobre el ‘no’ a algo, relegando la condición propositiva que se les supone. El conglomerado Izquierda Unida nació para articular la oposición a la OTAN; Pedro Sánchez trata de salvar su carrera negándose a pactar con el PP; populismos de todo pelaje crecen en Occidente por contraposición a un establishment que ha causado grandes frustraciones en poco tiempo. Funciona.
Europa se ha construido un club de hombres de negro a los que nadie ha elegido, rodeados de un grupo de hombres grises a los que hemos elegido cada país de la Unión, en listas compuestas en general por fracasados, represaliados a los que quieren enviar lejos, elefantes varados en jubilación millonaria anticipada y jóvenes ambiciosos que quieren foguearse. Y en este plan.