«Los pobres no tienen que corresponderse con un imaginario subsahariano ni con la herrumbre oxidada de cualquier país remoto. Su vecina de 27 años que vive en casa de sus padres es pobre»
«Este es el mundo del coronavirus. Ya lo conocíamos. Se ha vuelto más despiadado y crudo.»
«Me pregunto cuántos de los que se pegaban tiros en los Balcanes habrían leído a Homero»
«Sospecho que amamos al pobre porque destaca nuestra virtud y lo odiamos porque evoca nuestra miseria»
«La invisibilización de la pobreza está más presente que nunca. Ha llegado a nuestras calles y ni siquiera lo hemos notado porque vivimos cada vez más absortos en lo que nos atañe personalmente»
«La riqueza de los cleptócratas y oligarcas de Rusia, África, Oriente Medio o China no podría existir sin la ayuda de Occidente»
En dos semanas hemos conocido la relación estadística que existe entre la renta familiar, los códigos postales y el absentismo escolar. La conclusión: que ser pobre no es ningún chollo.
Hay un momento, en la carrera de un político falsario y corrupto, en que la máscara digna se le cae y queda a la luz de la opinión pública -es decir, de los votantes, cuando ese político vive en un régimen democrático-, generalmente por la acción de los tribunales, del poder legislativo o de la prensa. O de todos ellos. En el caso de Donald Trump, su resistencia ante cualquier revelación, cualquier ataque, cualquier prueba de comportamiento delictivo ha sido notable a lo largo de año y medio de la presidencia más chocante de la historia de Estados Unidos.
Toda nuestra política migratoria se alza sobre una cuestionable discriminación: la que establece que, al llegar a la frontera, merece un trato legal distinto el que huye de la guerra que el que huye de la pobreza. Al primero lo llamaremos refugiado, y le daremos facilidades para quedarse si acredita la falta de libertad en su país. Al segundo lo llamaremos inmigrante irregular, y tan pronto se le identifique, será expulsado.