Si Barack Obama fuese una empresa cotizada, habría sido un hábil inversor quien se hubiera deshecho de sus acciones a principios de 2009, al poco de iniciarse su primer mandato como presidente de Estados Unidos. Las expectativas depositadas en él eran tan altas, tan desmesurados los deseos, que era fácil predecir un derrumbe de la acción cuando el áspero e inflexible principio de realidad se interpusiera en el camino. Ocho años después, acabada el pulso entre la realidad y el deseo, me atrevería a recomendar a los lectores que compren obamas de nuevo. Porque lo vamos a echar de menos y su acción a partir de ahora sólo puede subir.
Santos no es tan santo. De la mano de Uribe, el pragmático Santos, para llegar al poder, bajo la más ramplona interpretación de “El Príncipe” de Maquiavelo, bombardeo Ecuador, estuvo a punto de hacer la guerra con la Venezuela de Hugo Chávez, e hizo una operación de rescate al mejor estilo de Hollywood, con asesores directos de los mejores estudios.
Barack Obama recibió un Premio Nobel de la Paz preventivo. Su único mérito era no ser George Bush hijo; algo que le ha sido dado y en lo que ni siquiera ha podido mediar por ninguna vía. El Nobel de la Paz otorgado a Juan Manuel Santos también tiene algo de apaño. Se lo concedieron desde el convencimiento de que el pueblo de Colombia iba a seguir, sumiso, las indicaciones de la cayada de Santos, bien regada de dinero legal e ilegal. La campaña por el sí contaba con todos los medios a su favor, mientras que la del “no” sólo tenía de su lado tres cosas. Una, el apoyo de los dos políticos más respetados de su país, Álvaro Uribe y Andrés Pastrana. Dos, la posición contraria del presidente con peor valoración de la historia democrática de Colombia, Juan Manuel Santos. Y tres, el peso, casi geológico, de la realidad.
Veo la cara de Malala, una chica a la que los talibanes le dispararon en la cabeza por protestar ante la prohibición de que las niñas fuesen a la escuela y pienso, esto sí que es valentía y no lo de los toreros.