Jean-Denis Bredin pronunció un notable discurso en la Académie française el 4 de diciembre de 1997 en el que se imaginaba que “una mujer, muy joven, muy hermosa, vestida solamente con un largo velo” se dirigía a los miembros de esta venerable institución con un aspecto tan radiante que los académicos, al completo, se ponían de pie para escucharla.
¿Cuánto vale la vida de una persona? Quienes vivimos en democracias liberales pensamos que el valor del individuo tiende al absoluto. Pero no siempre ha sido así. Se trata de una convención. Históricamente, las personas no han gozado de los mismos derechos, ni siquiera de la misma dignidad. Aún es así en buena parte del mundo. Qué poco vale la vida de una mujer en Afganistán. La vida de una persona en Venezuela vale menos que un iPhone. Hay lugares donde los niños se tienen por cálculo de utilidad: son una fuerza de trabajo. Qué desgracia ser gitano en Hungría, homosexual en Pakistán, cristiano en Irak. Quién querría verse en la piel de un reo en Tailandia. Y en China, en India, nadie quiere hablar de la misteriosa desaparición de cien millones de niñas: según las estadísticas, la ratio de mujeres por cada hombre en estos países es de 0,94, mientras en el resto del mundo es de 1,05.
No es difícil adivinar que el Rey eligió con cuidado el color de la corbata que debía ponerse para su discurso de Navidad.
¿Qué sería de nosotros si viéramos el mundo monocolor? ¿Acaso no perderíamos la riqueza de los matices de tantas tonalidades? Una de las riquezas de la vida religiosa es vivir en comunidad junto a Hermanas o Hermanos de distintas culturas, países, pensamientos e ideologías.
Hay personas que son como volcanes a punto de entrar en erupción: a la mínima palabra, vierten su lava tórrida sobre ti. Hemos creado una dinámica en la que todo vale. Cualquiera puede decirle una bordería a su pareja que con un «lo siento» está todo solucionado.