Nueva York... quo vadis?
Desde el lejano 1963, cuando llegué a Nueva York un par de meses antes del asesinato de John F. Kennedy, la megalópolis sobre el Hudson ha sido como el telón de fondo recurrente de mi vida.
Desde el lejano 1963, cuando llegué a Nueva York un par de meses antes del asesinato de John F. Kennedy, la megalópolis sobre el Hudson ha sido como el telón de fondo recurrente de mi vida.
Cada vez son menos los que consideran que la temperatura idónea de un vino tinto es de 20 grados o más, porque desde siempre se ha hablado de servirlos «a temperatura ambiente».
Nuestro colaborador Víctor de la Serna reflexiona sobre la función del periodismo hoy en día, que andamos sumergidos en internet y sometidos a las amenazas de un mundo interconectado.
Nuestro colaborador Víctor de la Serna reflexiona sobre la función del periodismo hoy en día, que andamos sumergidos en internet y sometidos a las amenazas de un mundo interconectado.
Habrán leído la noticia, y si no se la resumimos aquí: hay un ciudadano holandés que lleva años viviendo en Barcelona y que acaba de tener sus cinco minutos de gloria publicando un libro titulado ‘It is not what it is. The real (S)pain of Europe’.
Se desgrana entre episodios bufos -o quizá maquiavélicos- como el de los SMS la esperpéntica tragicomedia catalana, que no nos ha invitado precisamente a la calma, la reflexión y el raciocinio. Pues bien, quizá se acerque ya el momento de sacar algunas conclusiones, saliéndonos con esfuerzo del torbellino de estos meses.
Era un prometedor periodista de provincias con cierto predicamento en su tierra que al fin lograba que le publicasen un artículo en Madrid: en ‘El Sol’, nada menos.
Andaba yo descubriendo el Camino Real que une las misiones españolas en California dentro del nostálgico recorrido con el que mi mujer y yo nos despedimos de Estados Unidos en ese lejano verano de 1975 cuando, entre Los Ángeles y San Diego, nos encontramos en un cruce con una carretera, la Portola Parkway, cuyo nombre me llamó la atención porque por allí no parecía haber ninguna población, ningún condado, con ese nombre. Preguntando aquella noche oí por primera vez en mi vida -cosa que me sigue avergonzando, porque un corresponsal en EEUU debería saber esas cosas- el nombre de Gaspar de Portolà.
Habrá que hacer algo contra la desigualdad en la vocal final. Asturias debe preocuparse por ello. En cualquier cartel indicador de las carreteras del Oriente podemos ver que los pueblos durante tiempo sojuzgados por la dictadura de la forastera y castellana ‘o’ final ya han sido liberados: Niembro y Barro ya son, orgullosamente, Niembru y Barru. Su asturianidad es incuestionable.
Hemos pasado otro 18 de julio y de nuevo, como sucede sobre todo desde la Ley de Memoria Histórica, la explotación política del aniversario del alzamiento franquista ha vuelto a reinar, con toques siempre novedosos, como esos carteles separatistas con la cara del dictador que han poblado de repente Barcelona.
Con esto de las elecciones del 77 hemos tenido estos días en los periódicos una racioncilla de recuerdos de hace 40 años, y yo mismo he rebuscado en algunos de ellos y los he publicado aquí. Puesto ya a la nostalgia, ansiando hallar en ella algo de solaz y también alguna clave del monumental caos en el que angustiadamente nos encontramos hoy -y como he cumplido ya demasiados años- me deslizo traicioneramente y sin apenas intentarlo hasta otra efeméride aún más redonda. Medio siglo: mi verano de 1967. O, lo que es lo mismo, lo que fue conocer en un instante las experiencias del inmigrante indeseado, del europeo integrado y esperanzado y del descubridor de remotas culturas culinarias. Pensándolo bien, cada una de ellas tiene algo que ver con el resto de mi vida…
Cuántas emociones olvidadas regresan hoy al repasar viejos textos. Qué rápidamente saltamos, hace cuatro decenios, del final de una gris y burocrática dictadura a la esperanza de que iba a ser posible recuperar tanto tiempo perdido frente a una Europa próspera, moderna, libre y reconciliada: en año y medio habíamos pasado del lúgubre «Españoles, Franco ha muerto» de Arias Navarro al «Puedo prometer y prometo» de Adolfo Suárez en el último día de la primera campaña electoral democrática. Creímos a Suárez y lo ratificamos en el poder, e hicimos bien. Sí, había en él algo del tahúr del Misisipí que le colgaría Alfonso Guerra, y le faltaba un tanto de poso cultural y político, pero era un hombre de acción y de diálogo que derribaba obstáculos y que quizá habría evitado algunos males nacidos tras su defenestración en 1981 por los golpistas. El terrorismo de Estado y la corrupción no iban con él.
Fue hace medio siglo largo, y los chavales del ‘baby boom’ -hoy provectos ancianos- emulábamos con entusiasmo a Bob Dylan y nos desgañitábamos: «The times – they are a-changin’!». Y poco más tarde llegaba la ópera-rock ‘Hair’ a remacharlo: «This is the dawning of the Age of Aquarius!»…
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