6 destinos geográficos definitivos para el pasaporte de 6 célebres escritores
Qué sería de García Márquez sin ese anclaje sentimental hacia Cuba y sus personajes, o de García Lorca sin aquella reveladora visita a la ciudad de Nueva York. Qué sería de los Fitzgerald sin las noches de jazz en París o de Capote sin sus veranos en la Costa Brava.
Qué sería de García Márquez sin ese anclaje sentimental hacia Cuba y sus personajes, o de García Lorca sin aquella reveladora visita a la ciudad de Nueva York. Qué sería de los Fitzgerald sin las noches de jazz en París o de Capote sin sus veranos en la Costa Brava.
La geografía es definitiva para el carácter de una persona, la tierra y la patria se pegan a sus sombras y evitarla se hace contradictorio, pero además del paisaje que establece la nacionalidad también existen otros paisajes -breves o prolongados- los cuales se revelan decisivos durante su estancia. Si hay una profesión que expresa mejor que ninguna el apego y desamor que viene con las raíces natales es la del escritor; es inevitable que las aceras y maneras de las ciudades que este pisa no se reflejen en sus historias y personajes.
Algunos prefieren dejarle a la imaginación lo que el cuerpo no llega a percibir, pero otros peregrinan por el mundo buscando las respuestas que en casa no lograron encontrar. Los pasaportes de estos seis escritores fueron sellados muchas veces –algunos más que otros- pero todos hicieron algún viaje: por trabajo, por placer o por necesidad, que marcó el centro de sus relatos, reincidiendo en sus obras casi inconscientemente.
Las carreteras y geografías de estos destinos plantaron las semillas para algunos de los clásicos literarios más evocados de los últimos siglos.
Virginia Woolf en Alemania
Originaria de Kensington, Londres, Virginia Woolf no fue una exploradora particularmente entusiasta en el campo geográfico; la escritora prefería plasmar sus ideas en tinta y papel, sin tomar largas carreteras o ferris hacia otros continentes. Sus preferencias de viajes se aferraban a su misma ciudad, primaveras con amigos y familiares en exclusivas casas de campo en donde el bohemio grupo literario de Bloomsbury pintaba, escribía e intercambiaba posturas, o caminatas a través del rió en la casa de Charleston, Sussex, de su hermana Vanessa Woolf.
La autora estuvo en Irlanda, Suiza, Francia e Italia, pero de sus viajes el más recordado y tal vez angustioso fue en 1935 cuando Virginia y su esposo Leonard Woolf, de camino a visitar Italia y Francia, atravesaron una Alemania que cantaba ideologías nazis bajo las alas de Hitler. Por las raíces judías de Leonard la oficina de extranjería en Inglaterra le advirtió a la pareja de los inconvenientes que podrían surgir en el camino, pero la dupla partió de todas formas junto a su mascota Mitzi, dejando como una especie de garantía de seguridad una carta del Príncipe Bismarck, quien trabajaba en la embajada de Alemania en Londres.
En Viajes con Virginia Woolf de Jan Morris el atajo de estos tres días es relatado con los mismos diarios de la poeta, quien escribía en la carretera:
“Sentada en el sol afuera de los controles alemanes. Un carro con una esvástica en la parte trasera de la ventana acaba de pasar a través de la barrera hacia Alemania. L (Leonard) está en la aduana… ¿Debería acercarme a ver lo que sucede? (…) Junto a los rines sentados en la ventana. Somos perseguidos al cruzar el río por Hitler (o Goering) mientras pasamos a través de filas de niños con banderas rojas. Le gritan a Mitzi. Levanto mi mano. Las personas se reúnen bajo el sol –con movimientos forzados como deportistas de colegio-. Las pancartas que se expanden en la calle dicen “El judío es nuestro enemigo” “Aquí no hay lugar para los judíos”. Así que silbamos con ellos hasta que salimos del campo de visión de aquella dócil e histérica multitud. Nuestra sumisión se convierte gradualmente en rabia. Nervios quebrados”
Leonard, en su autobiografía, recuerda el mismo incidente reconociendo que de no ser por su perra Mitzi los controles alemanes no hubieran sido tan amables. “Nadie que tuviera en sus hombros a una pequeña dulzura como aquella podía ser judío”, escribió.
James Joyce en Suiza
Suiza fue el refugio del escritor irlandés James Joyce y su familia durante ambas guerras mundiales, también fue el lugar en donde falleció en 1941 luego ser operado de una úlcera intestinal, tenía 59 años. Zürich es una ciudad clave para sus obras, aquí además de pasar por numerosas direcciones y apartamentos –más de cuatro- el autor escribió una fracción importante de Ulises, su obra más elogiada.
Joyce tuvo una relación complicada con su tierra natal, la guerra y el catolicismo lacerante en aquella época en el país aumentaron dicha rivalidad. Aunque su obra más conocida se inspira –literalmente- en una “odisea” geográfica, probablemente debido a la guerra, sus viajes fueron más por urgencia que por placer.
Su primer viaje a Suiza fue de corta duración, al no conseguir empleo se mudó con su pareja Norah Joyce hacia Trieste, entonces parte del imperio austrohúngaro. Al estallar la Primera Guerra Mundial Joyce es declarado persona non grata en Trieste y huye junto a su familia de regreso a Zürich. Fritz Senn, uno de los académicos con mayor conocimiento del escritor, explica que aunque este nunca fue muy sociable «con el tiempo Zürich comenzó a gustarle…le gustaban los ríos y prefería estar allí donde se juntan», señala.
Joyce pasaba las tardes en el restaurante Pfauen, cerca del museo de arte y en el famoso Café Odeón. En la Kronenhalle, situada en la Rämistrasse cenaba con conocidos. En la Biblioteca Central de Zúrich pedía libros prestados sobre Homero y la Odisea y durante sus visitas a la ciudad, antes de establecerse con su familia, se hospedó en hoteles de lujo como el Gotthard y el Carlton Elite, situados en la Bahnhofstrasse.
Los Fitzgerald en París
Francis Scott Fitzgerald y Zelda Fitzgerald fueron una pareja de escritores cuya pasión por el arte y lo bohemio se asentó en Europa con la llamada “generación perdida”, específicamente en París, Francia. El autor de El Gran Gatsby vacacionaba en lujosos hoteles y bares de la ciudad y frecuentaba los bares de jazz más famosos y ruidosos que podía encontrar. Su corta vida fue agitada, entre Nueva York, Francia, Suiza, Norteamérica y algunos intermedios los hoteles fueron su principal hogar, además de inspiración ante futuros relatos.
La pareja norteamericana encontró su mayor ala artística en sus viajes a la ciudad de los croissants y los cafés. En un principio se alojaban en lujosos hoteles como El Saint James Albany, en París, de donde fueron expulsados por “mal comportamiento” y el Hôtel du Cap-Eden-Roc en Antibes, en donde pasaron un verano de 1925 junto a su hija, frecuentando amistades como las de Picasso y Cole Porter.
De sus viajes, el que hicieron hacia la Villa St. Louis, una casa rentada frente al mar en donde Fitzgerald escribió El Gran Gatsby es de los más recordados. Desde esta terraza se podía ver el océano y el parpadeo de la luz del faro al otro extremo de la isla, el parecido con algunas de las escenas más emblemáticas de Gatsby, en donde a menudo el faro se interpone entre este y su amor imposible, Daisy, no es casualidad.
En la comuna de Juan-Les-Pins de la ciudad de Antibes hoy todavía se pueden ver las villas detrás de lujosos Yates, aquí los Fitzgerald vivieron por dos años entre ostentosas mansiones greco romanas y esencias de verano. Scott la recuerda como una de sus épocas más felices; sin embargo fue aquí en donde comenzó el colapso mental de Zelda que la llevaría a ser institucionalizada en América. En su libro Suave es la noche con la perfecta descripción del Hôtel du Cap-Eden-Roc se evidencia la influencia de aquellos años en la isla en donde el jazz a todo volumen no pudo evitar el colapso de su matrimonio.
La familia Fitzgerald dejó las Antibes luego de 1927 para nunca más regresar.
Truman Capote en la Costa Brava de España
El retiro de Capote en la Costa Brava para escribir A Sangre Fría es conocido con poco detalle más allá de la gran atención que suponía la historia de los asesinatos, pero las playas de España significaron algo más en la vida de Capote que un espacio de verano. La influencia de sus paisajes se pueden leer en su relato Un viaje por España, en el cual resalta ese clima cálido y reflexivo que le permitió desenredar aquellos miles de folios recopilados en su calidad de reportero.
Además de pasar 18 meses en Palamós durante los veranos de 1960, 1961 y 1962 y acabar su novela más aclamada, fue aquí en donde se enteró de la muerte de su amiga, la “adorable criatura”, Marilyn Monroe. Cuentan que cuando Capote supo del suicidio compró una botella de ginebra y regresó al hotel Trias repitiendo desolado por la calles «¡Mi amiga ha muerto! ¡Mi amiga ha muerto!».
Sus tres temporadas en la Costa Brava las pasó encerrado y en pijama, de hecho su compañía más constante fueron sus mascotas: un bulldog, un caniche ciego y una gata siamesa. Luego de vivir inmerso en la alta sociedad de Nueva York, el 26 de abril de 1960 llegó a la Costa, según relata Màrius Carol en su novela El hombre de los pijamas de seda, con 4.000 folios de apuntes sobre el caso. “Viajó en barco desde Nueva York, llegó a Le Havre y cruzó toda Francia en coche: llevaba 25 maletas”.
Primero se hospedó en una casa de la playa de La Catifa, de allí pasó a otra situada en el Comtat Sant Jordi, junto a Playa de Aro, y finalmente se instaló el último año en una imponente finca en Cala Senià. Capote comía zarzuela de pescado y recibía pocos invitados. De no ser por su compañero sentimental, Jack, el escritor hubiera comprado aquella casa de Palamós en la que se alojó en el verano del 62; sin embargo, la pareja partió a los Alpes suizos y esa fue la última vez que Palamós supo de Capote.
Ernest Hemingway en Cuba
Hemingway fue un “mochilero” innato, a diferencia de otros escritores la guerra no le impidió viajar por el mundo, fue de hecho gracias a esta que partió como corresponsal en 1937 y conoció España durante la guerra civil, experiencia que luego retrataría en “Por quién doblan las campanas”. Nativo de Illinois en Estados Unidos, el autor de El viejo y el mar pasó por París, Pamplona, Madrid, varias ciudades de África, Venecia, Londres y Normandía. Aunque el mediterráneo sirvió como tremenda autoridad en sus obras, fue especialmente Cuba, La Habana y Fidel Castro los que sellaron su pasaporte durante veintidós años en los cuales vivió en la isla con su tercera esposa Martha Gellhorn.
En Cuba vivió en una finca –La Finca Vigía- en las Colinas de La Habana. Fue aquí donde escribió “El viejo y el mar” y en donde recibió la noticia de que había ganado el Premio Nobel de Literatura en 1954. “Este premio pertenece a Cuba, porque mi trabajo fue concebido y creado en Cuba”, recalcó el autor.
Su primer viaje a la isla fue en la década de los 20; sin embargo, se encontraría volviendo a sus mares hasta poco antes de su fallecimiento en 1961 en Idaho, Estados Unidos.
Federico García Lorca en Nueva York
Todos los días se matan en New York
cuatro millones de patos,
cinco millones de cerdos,
dos mil palomas para el gusto de los agonizantes,
un millón de vacas,
un millón de corderos
y dos millones de gallos
que dejan los cielos hechos añicos. (Fragmento de poema Nueva York)
García Lorca nació y murió en España, pero no sería nadie sin Nueva York. Muestra de esto el apodo que él mismo utilizó para describir su viaje, el de un “poeta” en la ciudad. El autor de Romancero Gitano encontró en aquella urbe cosmopolita de los años veinte, muy diferente de la represiva España de la que procedía, un lugar en donde su homosexualidad no era cuestionada. Aquí frecuentó bares y amantes, y por primera vez sintió que había un lugar en el mundo para sus gustos y preferencias –artísticas y sexuales–.
En Nueva York pasó noches en vela escribiendo poesía, y de estas nace Poeta en Nueva York, hoy en día una de las obras centrales de la lírica contemporánea. En esta exhausta descripción poética de la ciudad en español revela las trabas sociales y de clases no solo del inmigrante en América sino del norteamericano, recordando además la llamada crisis del crack del 29, conocida como la más catastrófica caída del mercado de valores en la Bolsa en Estados Unidos.
Aunque su estancia fue corta, entre 1929 y 1930, en las aceras y barrios de Nueva York conoció una voz que no había encontrado en otros paisajes, recreando una de sus épocas más productivas como escritor y poeta.