La literatura como elemento de denuncia social, especialmente como detonante en la querella de los derechos humanos se introduce en la civilización desde que existen las xenofobias y exclusiones individuales. No es solo una aproximación de injusticias y éticas torcidas, es más bien una manera natural de drenar eso que descartamos en diferentes épocas y continentes por ser “diferente” y enfrentarse al automatismo general de un Estado.
Ya en siglo XIX el británico Charles Dickens y el francés Víctor Hugo se estrenaban sin saberlo en esta literatura que exponía crudamente las injusticias y sufrimientos más latentes pero a la vez más ignorados de una sociedad. Dickens se explaya en los albores de la Revolución Francesa como contexto para narrar una época de profundos cambios estructurales, pero también para establecer ese conflicto de clases entre ricos y pobres que supo plasmar con tanto tino en uno de sus cuentos más famosos, Historia de dos ciudades.
«Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos, la edad de la sabiduría, y también de la locura; la época de las creencias y de la incredulidad; la era de la luz y de las tinieblas; la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación. Todo lo poseíamos, pero no teníamos nada; caminábamos en derechura al cielo y nos extraviábamos por el camino opuesto. En una palabra, aquella época era tan parecida a la actual, que nuestras más notables autoridades insisten en que, tanto en lo que se refiere al bien como al mal, sólo es aceptable la comparación en grado superlativo.».
Víctor Hugo por su parte plantea un argumento a favor de los oprimidos y especialmente en contra de la pena de muerte, Les Misérables (1862) una obra esencialmente política pero que penetra en los estereotipos sociales y expone un submundo entre clases que muchos prefirieron ignorar para entonces; esta permanece como una de las acciones contra la corrupción y depravación más importantes de la literatura. Émile Zola también publicó novelas sociales y de protesta como Germinal (1885) contra la desigualdad social. Gustave Flaubert con Madame Bovary (1857) o Mark Twain con Huckleberry Finn (1885) son otros de los escritores que se afincaron en el concepto de Sartre de “literatura comprometida” para denunciar aquellos lugares incómodos de los que no se hablaba en público.
Ejemplos tempranos pero básicos en una literatura que ha evolucionado no precisamente a la par de la tecnología o el movimiento de las ciudades, sino que se mantiene y se alimenta de esas mismas desigualdades que siglos después continúan creando pequeños núcleos de exclusión. Contiendas milenarias vigentes todavía en acciones sutiles. En 1955 los autobuses en Estados Unidos todavía señalizaban con una línea el lugar donde se debían sentar las personas de color. No fue hasta 1931 que España reconoció el derecho al voto de las mujeres y en el siglo XXI todavía hay países que no reconocen la unión legal de personas del mismo sexo.
El mundo progresa, pero las desigualdades también, no son solo los movimientos cívicos más reconocidos como la abolición de la esclavitud, el reconocimiento de la comunidad LGBT, o el movimiento sufragista femenino. En materia de derechos humanos los crímenes de guerra se siguen sumando a la lista de destrucciones masivas entre comunidades: el exilio de los Rohinyá, el desplazamiento de miles de inmigrantes en el Medio Oriente, África y el Mediterráneo, el rastro de la guerra civil sudanesa o la libanesa.
Aquí entra la estimulación de la literatura de denuncia que motiva específicamente a la acción, una escuela que cree en el enorme poder de la “disciplina” para el cambio social y artístico. El intelectual francés Jean Paul Sartre la denominó “Literatura Comprometida”, una invitación a los escritores a reflexionar sobre su contemporaneidad y a establecer narrativas que planteen alternativas a la realidad dentro de un terreno ficticio.
Escritoras y filósofas como Simone de Beauvoir, Elfriede Jelinek y Naomi Wolf, alzaron la voz mediante textos irreverentes que rompían con las “moralidades” de la época. Simone de Beauvoir por ejemplo llama a la acción colectiva, la acción que responde a su tiempo y a su contexto histórico en la búsqueda del progreso humano.
Como teórico de la literatura comprometida, Sartre se pregunta para quién y por quien se escribe, el compromiso como arte o como colectivo:
“Un joven imbécil escribe: «Si usted quiere comprometerse, ¿a qué espera para inscribirse en el Partido Comunista?» Un gran escritor, que se comprometió muchas veces y rompió sus compromisos todavía con más frecuencia, pero que lo ha olvidado, me dice: «Los peores artistas son los más comprometidos: ahí tiene a los pintores soviéticos». Un viejo crítico se lamenta dulcemente: «Quiere usted asesinar a la literatura; el desprecio de las Bellas Letras se exhibe con insolencia en su revista». Un pobre de espíritu me llama intelectualoide, lo que es sin duda para él el peor de los insultos; un autor que se arrastró penosamente de una guerra a otra y cuyo nombre despierta a veces lánguidos recuerdos entre los viejos, me reprocha que no me preocupe de la inmortalidad: sabe, a Dios gracias, de mucha gente bien que pone en ella su mayor esperanza. A los ojos de un buen foliculario norteamericano, mi laguna está en que no he leído nunca a Bergson ni a Freud; en cuanto a Flaubert, que no se comprometió, parece que me obsede como un remordimiento. Los maliciosos guiñan el ojo: «¿Y la poesía? ¿Y la pintura? ¿Y la música? ¿También quiere usted comprometerlas?» Y los espíritus marciales preguntan: «¿De qué se trata? ¿De literatura comprometida? Pues bien, es el antiguo realismo socialista, a no ser que estemos ante una renovación del populismo, mucho más agresivo”.
Entre las grandes obras de literatura y novela de denuncia social se encuentran no solo los clásicos de Dickens como Casa desolada o Historia de dos ciudades, sino esa confesión necesaria de James Baldwin con El cuarto de Giovanni, así como Los demonios o el Crimen y Castigo de Dostoievski, Las uvas de la ira de John Steinbeck, La hoguera de las vanidades de Tom Wolfe e inclusive las utopías de Orwell se aferran a una par.
Al final, como explica la autora del Prisionero de Teherán, Marina Nemat: “La literatura le permite a la víctima convertirse en sobreviviente y hacer frente al pasado para garantizar un futuro mejor. Es la literatura la que transmite la experiencia humana, llega a nuestros corazones y nos hace sentir el dolor de aquellos que han sido tratados injustamente. Sin literatura y narrativa, perderíamos nuestra identidad como seres humanos y nos disolveríamos en la oscuridad del tiempo y nuestros errores repetidos nos llevarían de una devastación prevenible a la siguiente«.