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María Kodama y su amor por Borges: "Los tímidos se reconocen como los animales en la selva"

María Kodama (Buenos Aires, 1937) visita España en ocasiones contadas y siempre extraordinarias. El día en Madrid es frío y el cielo está nublado después de una temporada anticipadamente calurosa y de tregua; la señora Kodama aparece terriblemente elegante, con una gafas de lentes moradas y detalles luminosos en la montura, el cabello del color del platino por una parte, castaño por otra, y es menuda y fina y tiene la voz susurrante. Se encuentra en la Casa de América para dar soporte a un libro que es una biografía literaria de su marido muerto, el señor Jorge Luis Borges (1899-1986), y que tras un esfuerzo meritorio publica la jovencísima editorial Paripé Books bajo el nombre escueto de La biblioteca de Borges.

María Kodama y su amor por Borges: «Los tímidos se reconocen como los animales en la selva»

María Kodama (Buenos Aires, 1937) visita España en ocasiones contadas y siempre extraordinarias. El día en Madrid es frío y el cielo está nublado después de una temporada anticipadamente calurosa y de tregua; la señora Kodama aparece deslumbrante y estilosa, con unas gafas de lentes moradas y detalles luminosos en la montura, el cabello de color platino por una parte, castaño por otra; es menuda y fina y tiene la voz susurrante. Se encuentra en la Casa de América para dar soporte a un libro que es una biografía literaria de su marido muerto, Jorge Luis Borges (1899-1986), y que tras un esfuerzo meritorio publica la jovencísima editorial Paripé Books bajo el nombre escueto de La biblioteca de Borges.

La obra no reserva detalles e introdujo a su autor, Fernando Flores Maio, y sus editores en una labor imposible que se extendió durante dos años. En el libro puede recorrerse la vida del maestro argentino; hay fotografías de sus anotaciones y comentarios, fragmentos de los libros que le acompañaron en vida y modelaron su pensamiento. La selección se hizo entre 2.000 libros que se ocupa la señora María Kodama de mantener a buen recaudo.

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Portada de ‘La biblioteca de Borges’. | Fuente: Paripé Books

Han pasado 30 años desde la muerte de Borges, pero en la memoria de su esposa las distancias son más cortas. Ahora camina con la ayuda de otros y con pasos medidos, pero en otros tiempos fue distinto y era ella quien lo ayudaba a caminar y le leía cuando había perdido completamente la visión. La señora Kodama vive con pasión los recuerdos de cómo conoció a su esposo.

–Fue muy divertido –cuenta–. La primera vez que vi a Borges fue porque un amigo de mi padre me había llevado a escucharlo, decía que había que hacerlo al menos una vez en la vida. Estaba todo lleno, la gente sentada en el piso. Yo veo que sube este señor y que es más tímido que yo. Y yo de niña era tan tímida que si había tres personas invitadas en mi casa, me escondía debajo de la cama. Los tímidos se reconocen como los animales en la selva. Se sentó, y en Buenos Aires los micrófonos nunca andan bien, Borges tenía la voz muy baja.

La señora Kodama cuenta que su sueño siempre fue ser maestra, tanto que cuando le regalaban muñecas y le decían que eran sus hijitos, ella las sentaba en el suelo y les daba lecciones con un pizarrón invisible. Con todo, aquel deseo que le hervía en la sangre no era más que un espejismo para ella: su timidez era, en cualquier caso, su atributo más notorio. Por esa razón, dice, conocer el ejemplo de Borges le hizo armarse de valor y superar sus miedos.

–Se sentó –continúa–, y yo me dije: “Si este señor puede hacerlo, yo también puedo enseñar”. Fue muy lindo porque fue como la primera seguridad que me dio en mi vida.

Un tiempo más tarde llegó, sin previsión posible, un segundo encuentro. “Ahora estoy lastimada de un pie”, dice, “pero yo caminaba como una bala. Iba yo por la calle Florida [Buenos Aires] y casi lo tiro al suelo. Primero le pedí perdón y luego le dije: ‘Yo lo vi a usted cuando era chica’. Entonces se rió porque por la voz se dio cuenta de que yo no era grande”. La señora Kodama concede una sonrisa cómplice mientras relata un instante que ha revivido cientos de veces.

–Me preguntó dónde trabajaba. Mirá qué disparatado todo. Yo estaba en el Secundario. «Ah, bueno», me dijo. «¿Usted no tendría interés en estudiar inglés antiguo?«. Yo le pregunté, haciéndome la sabia, si se refería a Shakespeare. Y él me dijo que no, que más antiguo, del siglo IX. Yo le respondí que no, que eso era muy complicado, y él insistió: «Le digo si tiene interés, porque yo tampoco sé».  Solamente una persona como él, loquísima, y una persona como yo, loquísima, puede generar esa situación.

A partir de ese momento comenzaron a encontrarse en cafeterías de toda la ciudad, algunas de ellas ya no existen, y poco a poco se fue fraguando un amor que sería definitivo para los dos. Todavía recuerda la primera ocasión en que le invitó a conocer su casa. “María, madre dice que la lleve a casa y así estudiamos allí”, le dijo. Y ella vuelve a sonreír: “Yo supongo que la madre habrá querido ver quién es esa loca que, de confitería en confitería, aparecía con el diccionario y el libro que íbamos a traducir”.

La diferencia de edad entre Borges y Kodama era enorme, y aquello parecía una preocupación mayúscula para la madre de la joven, que sospechaba de las intenciones del escritor. “Borges me llamaba a casa y mi madre me preguntaba qué quería ese hombre”, recuerda. “Yo le decía: ‘Nada, mami, estudiamos’. Y ella me replicaba que podía ser mi abuelo y que tenía otra intención”.

–Un día, cuando mi madre había muerto, me dice Borges: «¿Sabe cuándo me enamoré de usted? Fue cuando me dijo que Europa tenía lo que se merecía porque Europa había traicionado. Cuando yo le pregunté por qué me decía eso, usted me dijo que Europa tenía que ser griega porque el Panteón era donde los dioses se amaban, se odiaban, tenían amores como tales, hijos como tales. Y los creyentes rezaban de pie a sus dioses. Tenían la razón. Todo eso lo habían dejado para abrazar una fe de parábolas, metáforas, que no tiene nada que ver con la razón. Habían dejado de lado eso y tenían un mandamiento que es: no tendrás a otro dios más que a mí. Cuando el poder civil une eso, une Iglesia y Estado, tenemos las tiranías que tenemos en el mundo». Entonces me preguntó si había leído a Nietzsche, y yo le dije que cómo podía haberlo leído con 16 años: «Pues usted acaba de decirme en precisas y contadas palabras lo que Nietzsche necesitó un volumen para decir».

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Borges y Kodama, juntos en Madrid en 1980. | Foto: AP

Cuando su esposo murió, la señora Kodama tenía 49 años y se vio en la obligación de mantener con vida el legado literario de su esposo, sus libros y pertenencias, lo cual le da un trabajo enorme.

–¿Usted encuentra interés en la literatura que se hace hoy en día? –le pregunto.

–Lo que pasa es que yo no tengo tiempo, trabajo muchísimo y duermo cinco horas. Trabajo todo el día y leo, por ejemplo, tesis que me mandan de Doctorado sobre Borges. Eso me lleva mucho tiempo, y luego está la Fundación, de la que tengo que ocuparme también. Y están los homenajes que se hacen acá o allá y que yo organizo u organizan otros, y me piden que vaya. No tengo tiempo de leer. No tengo tiempo, así que, como Borges, releo.

La huella que dejó Borges en su vida es para siempre. La señora Kodama no sabía que, tras su muerte, ella iba a ser la responsable de todo cuanto dejó el maestro. Fue el abogado de su esposo quien la llamó, estando ella en Ginebra, para notificárselo. La llamó para decirle que aquella había sido la última determinación de su esposo, que sabía que de haber sido frontal ella lo habría rechazado.

–Debió ser mucha responsabilidad para usted asumir que su vida se dirigiría a preservar la de otro, aun siendo la persona que usted amó, probablemente hasta su muerte.

–El amor es eso –responde–. No es una obligación, es algo que uno siente en el alma, ¿no es cierto?

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