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Cultura

Rebeca Khamlichi, pintora: "Ojalá mi madre hubiera hecho con nosotras lo mismo que Juana Rivas con sus hijos"

‘Las hijas de Antonio Lopez’ es la infancia de su autora, Rebeca Khamlichi, quien vivió marcada por un padre alcohólico y una madre fanática religiosa

Rebeca Khamlichi, pintora: «Ojalá mi madre hubiera hecho con nosotras lo mismo que Juana Rivas con sus hijos»

Las hijas de Antonio López es un libro bello y duro. Quien lo abre entra en una vida. En la de una niña que nació siendo mono. «Un mono con mis orejas. Con mi largo rabo peludo. Con mis ojos vidriosos de animal aterrado». Un mono encerrado en una jaula de dolor y violencia frente a un mundo hipócrita y que mira de lado los problemas ajenos. Porque lo que pasa en casa del vecino no es problema de nadie. Bastantes trapos sucios lava cada uno en su casa como para ocuparse de la colada del segundo. Eso debieron de pensar los vecinos, los profesores, los tutores y los médicos y pediatras de Rebeca Khamlichi y su hermana Elisa, que nada hicieron por esas dos niñas pequeñas que día a día vivían muertas de miedo y aterrorizadas por un padre alcohólico y violento, que se hacía pasar por el pintor Antonio López, y una madre que buscaba refugio y respuestas a todas sus desgracias en la palabra de Dios y en un sinfín de iglesias evangélicas «cada cual más sectaria y rocambolesca». Unas niñas que nacieron sin goma de borrar.

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Rebeca Khamlichi sostiene su libro. | Foto: Carola Melguizo/The Objective

Las hijas de Antonio López es la prueba más fehaciente de que se puede salir. Se puede salir del maltrato, de la violencia, del dolor, de los golpes, de los gritos. Y también la prueba más precisa de que lo duro puede ser bello, incluso convertirse en una obra de arte. Es lo que ha hecho Rebeca, hasta ahora conocida por su iconografía religiosa, amante de las Pinturas Negras de Goya, la copla y el rosa chicle. «Tuve la necesidad de contar mi historia en este libro cuando cumplí los 30. Caí en una profunda depresión y la única manera de salir de esa situación era convertir mi vida en un proyecto artístico», explica esta joven que ahora cuenta con 31 años, y que nos ha citado en la terraza del céntrico hotel Hotel ME, en pleno barrio de las Letras.

¡Y qué obra de arte! Porque quien comienza a leer este libro ilustrado, donde Rebeca Khamlichi vomita su infancia abrupta en imágenes y palabras, no puede parar de leer. Cuando llegas a la página 166, lo único que te puede consolar es volver a la 1 y mirar todos los detalles de las ilustraciones que te has perdido inmerso en una lectura apasionante. Unas ilustraciones que parecen fotografías y que te invitan, sin más, a borrar las lágrimas de esas niñas con rabito y orejas peludas.

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Rebeca Khamlichi muestra la imagen que más le ha costado dibujar: «No conseguía sacar la maldad que yo recordaba». | Foto: Carola Melguizo/The Objective

Uno de los episodios más sobrecogedores llega poco después de comenzar a leer. En concreto en la página 26. Donde cuenta como estuvo a punto de morir congelada en el madrileño parque del Retiro cuando aún no tenía ni un año. «Dos policías que patrullaban por el parque escucharon algo así como el maullar doliente de un gato pequeño. Siguieron el sonido hasta que encontraron un hombre durmiendo en la hierba con una botella de vino vacía aún agarrada en la mano. A unos metros de él había un bebé llorando y tiritando de frío. Lo agentes lo cogieron y lo envolvieron con sus chaquetas para evitar que muriera congelado allí mismo». El bebé era Rebeca. El hombre, su padre borracho como una cuba, que cada vez que era detenido gritaba: «Yo soy Antonio López, yo soy Antonio López».

Pero Rebeca asegura que nada puede reprocharle a sus padres. Sí quizá a aquellas personas que pudieron tenderles la mano y nunca lo hicieron. «A mis padres no se les podía pedir nada, pero había mucha gente alrededor que eran personas normales y que deberían haber hecho algo», se sincera Khamlichi con la mirada baja y fija en una goma del pelo que sostiene entre sus dedos y con la que no para de jugar. «Cuando comencé a escribir el libro tenía mucha tristeza, después se convirtió en rabia cuando comencé a recordar esas cosas. Si en mi edificio pasara algo así llamaría cada día a la Policía, nunca miraría a otro lado. En mi caso nadie nos tendió la mano«.

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Rebeca Khamlichi durante un momento de la entrevista. | Foto: Carola Melguizo/The Objective

Por ello, se atrevió en febrero de 2017 a desembuchar su dolor. Primero por la necesidad de curar su herida y, posteriormente, para ayudar a otras personas a encontrar su goma de borrar. «Es increíble la cantidad de gente que me ha escrito con situaciones parecidas. Por desgracia, la generación de nuestros padres vivieron momentos muy duros de drogas en los que no había información y este tema era un estigma», apunta. Asegurando a continuación que hay niños sufriendo y viviendo mucha violencia en su casa –desde 2010 hasta noviembre de 2017, 28 niños han muerto víctimas de violencia de género, según la estadística recogida por la Delegación del Gobierno para la Violencia de Género del del Ministerio de Sanidad, Servicios Sociales e Igualdad. «Ningún niño tiene que vivir con miedo de la persona que le tiene que cuidar, proteger y querer», dice pasando las hojas de su libro y deteniéndose en una imagen en la que se ve a ella y a su hermana sentadas en unos escalones.

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Rebeca Khamlichi durante un momento de la entrevista. | Foto: Carola Melguizo/ The Objective

El texto que acompaña a esta ilustración es el siguiente: «Y después de contar, sabíamos que prácticamente por respirar teníamos muchas papeletas para volver a ser castigadas de aquella forma tan pedagógica». Habla del castigo «favorito» de su padre contra ellas: golpearlas en el culo con una cuchara de madera plana por cualquier motivo, como manchar con plastilina la camiseta de otro niño en clase. En este momento, Rebeca levanta la mirada y me dice sin titubeos: «Hubiera querido que mi madre hiciera con nosotras lo mismo que Juana Rivas con sus hijas».

Pero su madre no podía hacer lo mismo que Juana Rivas, que ha sido condenada a 5 años de prisión por dos delitos de sustracción de menores, porque vivía sólo por y para Dios, inmersa en un fanatismo religioso que las llevó a ella y a sus hijas a un periplo infernal por centros de rehabilitación y centros de menores que no hicieron sino empeorar la situación.

Así, con 15 años y con una vieja maleta con la poca ropa que tenía, una foto de sus abuelos y algunas cosas de aseo, Rebeca Khamlichi decidió que ya era hora de dejar de ser un mono. De librarse de sus grandes orejotas y su rabo peludo y enroscado y vivir su propia vida. En esa maleta también echó, casi inconscientemente, una goma de borrar. Se negaba a aceptar que su vida tenía que ser desgraciada por haber tenido una infancia miserable.

 

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