Lisa Halliday: "El dolor que causa el amor no es un problema que vaya a solucionarse pronto"
La vida de los escritores es extenuante a veces. Lisa Halliday aguarda con estoicismo en una sala reservada del Hotel de las Letras, situado en los primeros números de la Gran Vía madrileña,
La vida de los escritores es extenuante a veces. Lisa Halliday aguarda con estoicismo en una sala reservada del Hotel de las Letras, situado en los primeros números de la Gran Vía madrileña, y la sala está engalanada con sillones blancos y pulcros, es espaciosa y tranquila, los periodistas entran y salen en un torrente constante. La vida de los escritores, decíamos, es extenuante a veces, en el tumulto de las promociones, y atienden una entrevista tras otra con la presión silenciosa de dar una impresión positiva: no basta con responder a las preguntas con diligencia, más vale responder con diligencia e ingenio. Lisa Halliday, que nació en Massachussets y vive en Italia, está en España con un libro formidable –llamado Asimetría y editado por Alfaguara– y responde con un tono calmado y alegre a cada pregunta. La amabilidad en su voz se agradece: los periodistas –a menudo– podemos resultar pesados, sobre todo cuando preguntamos una y otra vez por lo mismo.
–¿De qué pregunta estás más harta?
–¡Adivina! –responde, con una carcajada tumultuosa.
Hace unos meses que murió Philip Roth, autor privilegiado y jugador de béisbol frustrado, y dejó en un estado de orfandad a la literatura norteamericana: quedan pocos nombre tan grandes como el suyo. Y en el tiempo que pasó desde su fracaso en el deporte –con sus piernas lentas y patosas– y el éxito absoluto que le llegó con la literatura conoció a una jovencísima Lisa Halliday, con quien compartió noches de ternura. Todo habría quedado en una anécdota de no ser por la diferencia de edad que los separaba, y todo terminó por magnificarse al convertirse en la comidilla chismosa de muchos almuerzos editoriales en Nueva York. Ahora que Philip Roth no está y Halliday publica su primera novela, los comentarios de los curiosos regresan sin sigilo.
–No te preguntaré por ello –le prometo.
–¡Te diferenciarás del resto!
Hablamos fundamentalmente del amor, que es aquello de lo que trata Asimetría: está contada en tres partes que se reparten entre la historia de pasión entre una joven que sueña con ser escritora y un novelista mayor y generoso sin espacio para más galardones –¿os suena?– y la odisea de un economista iraquí-estadounidense detenido por la policía migratoria. El último capítulo, que llega como un dulce tras la cena, cobra la fuerza del epílogo y el formato de la entrevista con un escritor reconocible registrado como Ezra Blazer.
–¿Por qué crees que es todo tan complicado en el amor?
–Creo que lo es porque somos asimétricos respecto a las personas a las que amamos –responde–. No es posible tener una relación simétrica y perfecta. Habrá diferencias de opinión. Habrá choques en las interpretaciones de las cosas que ocurren. Estas son las partes más difíciles del amor, las más dolorosas, y al mismo tiempo las que hacen del amor algo irresistible. El dolor que causa el amor no es un problema que vaya a solucionarse pronto.
–Hace un tiempo me guardé una cita de un escritor español que decía que siempre nos enamoramos por falta de oferta.
Halliday se parte de la risa:
–Es interesante pensar que escogemos a una persona y nos enamoramos de ella porque no hay nadie más perfecto. Aunque, claro, no hay nadie que sea perfecto.
En Halliday reside una mirada irresistible, se combina con una ternura infinita, escoge sus palabras con mimo, escucha con atención y se acerca al entrevistador, tal vez para afinar el oído y no perder la pista de este inglés con taras.
–La historia de amor entre Alice y Ezra podría leerse como un guión de cine.
–Me alegro de que lo pienses –responde–. La primera parte del libro está escrita en tercera persona y tenía muy presente la idea de darle un sentido cinematográfico. De esa forma ves lo que Alice ve, escuchas lo que Alice escucha. No tienes mucho acceso a su mundo interior, a sus ideas más profundas. Lo hice porque quería que el lector se sintiera afligido con la relación. Mientras tanto, la segunda mitad es diferente, está más meditada, es más reflexiva, está escrita en primera persona. Y de algún modo le da la vuelta al libro, lo hace más complicado para alguien que quiera convertirlo en película.
Halliday ríe con energía, encorvándose hacia adelante.
–Hay una conexión entre ambas partes –continúa Halliday–. Alice se mete en una especie de madriguera, como en Alicia en el País de las Maravillas, cuando entra en esta relación: es una aventura. Pero lo hace porque vive en Occidente, donde las personas tienen la capacidad de elegir libremente entre distintas posibilidades. Amar [el protagonista de la segunda parte] entra en la madriguera a la fuerza. Si hay algún tipo de hilo entre las dos partes es la misma sensibilidad. Y tiene sentido: ¡yo escribí las dos partes! También porque quería trasladar la posibilidad de que Alice hubiera escrito la segunda.
Halliday se graduó con 22 años y rápidamente encontró trabajo en una agencia literaria, donde fue creciendo la convicción innegociable de reservar un tiempo –cada día– a la escritura. A los 25 comenzó a despertarse bien temprano, los fines de semana los pasaba golpeando el teclado. Con los años vio cómo esa labor de oficina no era compatible con sus deseos, pusieron a prueba su entereza, pero la publicación de uno de sus cuentos en The Paris Review –era 2005 y tenía 29 años– le proporcionó la valentía necesaria para renunciar a la certidumbre de una salario estable y lanzarse a pecho descubierto a un sueño imposible para los cuerdos: Halliday quiso ser escritora a toda costa. Aceptó encargos como escritora fantasma, trabajos a tiempo parcial, ediciones, traducciones: lo que fuera para pagar las facturas.
Algunos años después, calcula que en 2011, la idea de Asimetría le cayó como un rayo: comenzó a indagar en ella y a experimentar con una estructura poco convencional. Halliday comenta que, al escribirla, trabajó con la ambición de crear un libro fácil de leer, con un lenguaje sencillo y una esencia de ligereza que permitiera navegar en asuntos más complejos. La autora juega así con el lector, que no está necesariamente al tanto de esta digestión de conceptos tan sofisticados. Es algo que bautizó Italo Calvino como la ligerezza, recuerda, es una forma de explorar la multiplicidad del mundo.
–¿Recuerdas tu primer cuento?
–¿Mi primer cuento? –reacciona, con una risa incontenible–. Es una historia divertida. Cuando era muy pequeña, con 7 u 8 años, tenía el ímpetu de crear algo por mí misma. Pero a esa edad… ¡todo lo que quería era utilizar la máquina de escribir! Comencé a copiar el diccionario, lo copiaba comenzando por la A. Se lo llevaba a mi madre para que lo viera, emocionada, y ella me reñía: “No puedes hacer eso, ¡es plagio!”. Y, claro, yo no sabía lo que significaba esa palabra: no había llegado a la letra P.
Todos los niños –sin excepción– tienen impulsos creativos desde el mismo momento en que descubren los misterios del mundo. Solo que hay un punto desafortunado en el que esa curiosidad se desbarata, en muchos casos. La sensibilidad artística no tiene fin, pero la vocación corre otra suerte. Hay una definición maravillosa en la novela de Halliday que resume lo que implica ser un artista: “Creo que no es más que una memoria poderosa que puede moverse a voluntad mediante ciertas experiencias laterales”.
–Creo que todo el mundo tiene una faceta artística, en distintos niveles –recoge Halliday–. Basta con prestar atención al mundo y reproducir lo que vemos en otra forma. Cada uno de nosotros tiene una mirada única, y la comunicamos. Algunos de nosotros lo hacemos a través del arte –escribiendo, dibujando o haciendo música–, pero los impulsos artísticos también existen en personas que no son artistas como tal.
Pero incluso los artistas lidian con obstáculos externos. Halliday tuvo un hijo hace 13 meses y la vida no le ha dado tregua desde entonces: el ritmo de los meses que suceden a la publicación de un libro son frenéticos, los bebés no dejan periodos para el descanso y las horas libres se convierten en minutos de tregua. En esa circunstancia, la vida de una escritora –o un escritor– se vuelve más confusa: ¿de dónde sale el tiempo para leer y escribir?
–El primer año fue difícil –responde–. Lo fue porque estaba promocionando el libro en Estados Unidos y Francia, y ahora me toca en Italia y España. No es fácil combinarlo con un bebé, te queda muy poco tiempo para escribir. Aunque paulatinamente voy recuperando tiempo: es un poquito más mayor, las cosas se hacen más predecibles, recibo más ayuda. Al mismo tiempo, para mí es muy importante pasar tiempo junto a él porque me ayuda a escribir, a ver la vida desde otra perspectiva. Ahora tengo menos tiempo para escribir, pero he ganado mucho en términos de nuevos planos, nuevas emociones, y eso enriquece mi escritura… siempre que encuentre tiempo para ello.
Hace un año, arrancó el movimiento #MeToo en Estados Unidos con el ánimo de denunciar el acoso sexual al que se ven sometidas las mujeres en todos los ámbitos, particularmente el laboral, y ágilmente se fueron sumando numerosas reivindicaciones justas a una causa que ha puesto rostro a la revolución feminista en el mundo. Halliday cambia el gesto cuando le pregunto al respecto: es un cliché irresistible preguntarle a una autora americana por un fenómeno tan mediático. Halliday dice que no sabe qué pensar al respecto, que cada caso es distinto, que es problemático unificarlos todos bajo unas mismas interpretaciones y que, en cualquier caso, es importante callarse cuando no se tiene ni idea de algo.
Halliday se siente más cómoda hablando de literatura: le fascina John Updike, por su pulso narrativo y también en sus entrevistas radiadas; admira a John Cheever, a Zadie Smith, a algunos reporteros de The New Yorker; dice que le vienen a la cabeza algunos poetas cuyas voces han marcado el ritmo de la suya; habla de Mario Vargas Llosa y La orgía perpetua, de Enrique Vila-Matas y Bartleby y compañía, cuyo argumento expone con devoción: existe en la obra la idea de no escribir, la decisión infranqueable entre experimentar o aislarse con la hoja en blanco. El tiempo para la conversación es breve, la conversación sería constante, pero hay lugar para una última cuestión.
–¿Hay alguna pregunta que te hubiera gustado que te hicieran, pero que nunca te han hecho?
–¡Seguro que me viene la respuesta brillante esta noche! –responde, tomándose unos segundos–. Tal vez… no… no lo sé. Me han preguntado muchas cosas. Es una gran pregunta para la que no tengo respuesta. No tengo una respuesta buena. Tengo que pensar en ello.
Y no la tiene en el tiempo estipulado. Pero tras detener la grabadora, charlando sobre una vida utópica en Nueva York y un viaje a Portugal y su amistad con la familia de Tabucchi, le viene a la mente la mejor réplica posible, una cuestión comprometedora:
–Me suelen preguntar por los libros que me gustan, así que mi respuesta a tu pregunta sería otra pregunta: ¿qué libros me recomendarías?
Entonces me quedo desarmado, me tomo unos segundos. Ella me mira. Le digo dos títulos y nos despedimos.