Roberto Blatt: “¿Cómo es posible estar resolviendo todos los problemas del mundo sin que nos cueste nada?”
Roberto Blatt nació hace más de medio siglo en Montevideo, pasó década y media en Israel, donde estudió Antropología y Económicas, y terminó su periplo académico en Alemania con una beca de investigación doctoral en el campo de la Filosofía. En 2016 publicó el ensayo Biblia, Corán, Tanaj. Tres lecturas sobre un mismo Dios (Turner). El libro, que bucea en la tradición bíblica con la intención de explicar la crisis que atraviesa la sociedad contemporánea, recibió el aplauso de la crítica. Enric González, que fue corresponsal del diario El País en Jerusalén, dijo que era uno de los mejores libros que había leído aquel año.
Ahora Turner ha vuelto a contar con él. En esta ocasión el ensayista uruguayo ha querido escribir una Historia reciente de la verdad. Aunque el título puede asustar a los más despistados, Blatt resuelve el partido en 130 páginas redactadas con solvencia y plagadas de ejemplos. Google, The New York Times, Facebook y Marine Le Pen, entre otros, desfilan por los capítulos de un libro que busca explicar cómo ha evolucionado el concepto de verdad en el último par de siglos y cuánta responsabilidad tiene en el terremoto político de nuestro tiempo.
Has escrito una obra interdisciplinar; en ella aparecen hechos históricos, conceptos filosóficos y también reflexiones en torno a las nuevas tecnologías. Sin embargo, terminé su lectura con la impresión de estar ante un libro sobre la crisis del periodismo. ¿Es una impresión correcta?
Parcialmente. Los medios de comunicación me han servido para reflejar la relación que tenemos con la verdad porque creo que en el periodismo es donde mejor se detectan las transformaciones, los conflictos y los dilemas al respecto. A fin de cuentas, durante los últimos 200 años la prensa, a través de la información, ha ido revelando un concepto de verdad pretendidamente universal. Y como “medio revelador de la modernidad” recibe, en el libro, una atención especial. En ese sentido tu impresión es correcta. Pero, como te acabo de decir, para mí el periodismo es el escenario sobre el cual analizar lo que realmente me interesa: la historia de la verdad en los últimos dos siglos.
Precisamente, tu crónica empieza en el siglo XVIII. ¿Por qué entonces y no antes o después?
Por la Ilustración, fundamentalmente. Este movimiento cultural e intelectual fue el que planteó dudas sobre el aspecto monolítico de la fe. En consecuencia, es durante la Ilustración cuando se empieza a resquebrajar la homogeneidad de las grandes instituciones bíblicas: sobre todo de la cristiana pero también de la musulmana al otro lado del Mediterráneo y de la judía, que reaparece dentro de cada una de ellas. Se va, por tanto, generando una crítica laica del mundo. Es en la Ilustración cuando el concepto de verdad terrenal que más tarde explotará el periodismo empieza a comerle terreno a la antigua verdad trascendental religiosa.
Entiendo que además del debate ilustrado en torno a la fe religiosa influyeron, también, los avances tecnológicos…
Claro, claro. De hecho, la Ilustración bebe de las dudas sobre la verdad religiosa introducidas por la Reforma de Lutero que, por cierto, contó con la ayuda de un avance tecnológico llamado imprenta. De modo que, efectivamente, los cambios de mentalidad nunca responden a un único factor. Lo que suele pasar es que hay una serie de factores –avances tecnológicos, dudas existenciales generalizadas, conflictos internos dentro de la verdad convencional del momento, nuevas formas de expresión– que, coordinados, generan cambios. Es decir: son procesos revolucionarios graduales.
Hablando de procesos graduales: el periodismo tal y como lo entendemos hoy no surge con un chasquido de dedos, pese a que algunos diarios como el británico The Times se remontan hasta el XVIII.
Para nada. Es más: en sus orígenes el género periodístico no es más que una amalgama de pasquines de fuerte carácter político que se dedican a cuestionar desde la sátira y la ironía el poder establecido. El periodismo no nace con la pretensión de promover información objetiva. No nace, pues, con la misión de sustituir a la revelación religiosa. Esa fase llegará después, en el siglo XIX y durante los primeros años del XX.
En el libro explicas que, cuando el periodismo adopta su rol de informante, lo hace basándose en una realidad compartida por todos los diarios, al margen de ideologías.
Así es. Una cosa es que el periodismo pretenda ser objetivo y otra que sea uniforme; los diarios de aquella época tenían intereses ideológicos igual que los tienen los medios de hoy. Sin embargo, existía una visión de la realidad consensuada y la creencia de que había un mundo real ahí fuera sobre el que había que plantear los mejores modelos posibles. Eso no quiere decir que no existiese una mirada crítica sobre esa realidad. Al sustituir los paraísos religiosos por utopías político-sociales se plantearon cambios radicales realizables no después de la muerte sino en vida y por lo general más pronto que tarde. Pero los enfrentamientos ideológicos entre periódicos no discutían una realidad que se asumía como íntima y común.
¿Eso es algo que se ha perdido hoy?
Es algo que estamos perdiendo y que conviene recuperar. La información, mientras pretenda seguir siendo la revelación de nuestro tiempo, o recupera la credibilidad o de lo contrario la verdad convencional y compartida seguirá atomizándose hasta convertirse en un abanico de ‘verdades’ cuasi individuales sostenidas por personas cada vez más alineadas en relación al resto de la sociedad.
Esa atomización creo que se puede ver bastante bien en Estados Unidos. El ejemplo clásico es el del New York Times o el Washington Post; periódicos que desde la llegada de Trump al poder han ganado muchísimos suscriptores sedientos de calidad y credibilidad. No obstante, parece que cada vez tienen menos influencia.
Cuidado con los ejemplos del Times y del Post. Han ganado suscriptores, sí, pero lo han hecho en el marco de un enfrentamiento ideológico propio del siglo XX. Son, en fin, los dos diarios de referencia… para una mitad de la sociedad estadounidense. Pero tienes razón en que han mejorado su cobertura política y que los estadounidenses que ahora se suscriben a estos medios, en su mayoría progresistas, no sólo van buscando que les refuercen los argumentos propios, que les masajeen, sino también alguien que aporte datos. Sucede lo mismo en la mitad contraria, ojo. En Fox News también han entendido que lo que hace Google con su solipsismo informativo no vale. Han entendido que también entre la población conservadora o afín a Trump hay muchas personas que exigen credibilidad periodística a sus medios de cabecera. Lo cual me parece una buena noticia. Porque si los dueños de los medios entienden que en el entorno en el que nos movemos, tan tribal como global por culpa de las nuevas tecnologías, la búsqueda de una verdad consensuada no es una prioridad los efectos pueden ser apocalípticos.
¿Apocalípticos?
El riesgo de entrar en una etapa de desconfianza crónica, de llegar a una crisis de la credibilidad perpetua, es inmenso. Por eso me parece una buena noticia que exista demanda de una verdad con evidencias a ambos lados del espectro político estadounidense, que en definitiva es el espectro político de vanguardia; detrás de ellos vamos los demás. Luego sobre esa verdad puede surgir el conflicto por culpa de posiciones políticas enfrentadas, por supuesto, pero será un conflicto en torno a una verdad consensuada.
¿Estás suscrito a alguno de los medios que acabamos de mencionar?
Estoy suscrito al Washington Post pero no al Times, aunque lo leo. Y también sigo a Fox. Al fin y al cabo, soy un antropólogo sociopolítico al que le interesa ver cómo en un periodo de transición –un periodo en el que las ideologías están más o menos muertas, en el que brotan fundamentalismos alimentados por la desesperación y la marginalidad, en el que ya se atisban los peligros de cierta inteligencia artificial– se van transformando los conceptos y las formas de actuar. De ahí que pese a considerarme socialdemócrata trate de llevar a cabo una observación más o menos “objetiva”. No me gustaría obviar datos interesantes o decisivos a la hora de sacar conclusiones.
Por curiosidad: ¿por qué el Post y no el Times?
Porque creo que el Washington Post cumple con su deber informativo mejor que el Times. Tengo la sensación de que el Times, en lo referente a Trump, tiene algo personal por ahí pendiente. Un ajuste de cuentas. Por eso confío más en la cobertura del Post, aunque en no pocas ocasiones su crítica de la situación actual de Estados Unidos es más radical que la de su competidor. De todas formas, esta es una percepción estrictamente personal, una opinión, no un análisis.
Hace unos minutos, al hablar del periodo de transición en el que nos encontramos, has hablado de “ideologías más o menos muertas”. ¿Estamos, por tanto, en una era post-ideológica?
¿En qué medida representaba Hillary Clinton a la izquierda? ¿Y qué hay de Trump? Antes de lanzarse a por la candidatura del Partido Republicano había donado un montón de dinero al Partido Demócrata. Las fronteras ideológicas son realmente porosas. Hoy en día sólo se puede hablar de miradas; miradas más cercanas al progresismo, más cercanas al conservadurismo, etcétera.
Hay una reflexión en tu libro que me ha parecido francamente interesante: cuando hablas de cómo muchas personas están abrazando posturas extremas por el enfado que arrastran. Un enfado que tiene su origen en una serie de promesas –promesas hechas por ‘el sistema’– incumplidas.
Esa es una de las consecuencias más graves de la crisis de credibilidad que estamos atravesando. Su origen se encuentra en la publicidad, tanto la política como la comercial. Y es que ambas prometen constantemente un paraíso que nunca llega. He ahí el problema y la gran debilidad de las utopías terrenales. Cuando prometes un paraíso religioso te curas en salud porque para que se cumpla te tienes que morir primero, y nadie va a regresar de entre los muertos exigiendo devoluciones. Pero cuando prometes un futuro a conseguir durante la vida de uno y esa persona ve que el futuro que le han prometido no se acerca lo que entiende es que le han mentido. Y como es una mentira de dimensiones colosales su frustración es, asimismo, colosal. Entonces esa persona busca consuelo. ¿Dónde lo encuentra? Pues en las posiciones más extremas posibles que, además, suelen compartir base y estructura con las revelaciones de carácter religioso. Es decir: son posiciones que no traen consigo la posibilidad de que se dé eso tan molesto llamado “cambiar de opinión”. Además, esa falta de credibilidad del ‘sistema’ da mucho juego a quienes se erigen como teóricos de la conspiración. Los que han sido humillados por esta sociedad, una vez asumen que les han mentido, tienden a aceptar cualquier verdad alternativa con tal de sentirse acompañados en su frustración.
De hecho, yo he escuchado a votantes de Trump reconocer que no están de acuerdo con todo lo que dice pero que decidieron votarle por el enfado que tienen con el “establishment” y la casta política representada por Hillary.
Mira, yo estoy convencido de que buena parte de los votantes que se decantaron por Trump en las presidenciales del 2016 habrían votado a Bernie Sanders si hubiesen podido.
¿Crees que si Trump se hubiese enfrentado a Sanders hubiese perdido las elecciones?
Estoy convencido de ello. Porque además de la facción izquierdista, Sanders hubiese atraído a buena parte de aquellos que, sintiéndose engañados por el “establishment”, votaron a Trump. De hecho, Hillary perdió en lugares del llamado Rust Belt donde, en su día, ganó Obama. Hablamos por tanto de gente de clase media-baja que, de repente, se siente excluida. Gente que votó a Trump porque no se identificaba con Hillary, en definitiva. Siempre me acordaré de una encuesta que vi durante las primarias de ambos partidos. Esa encuesta daba empate técnico a un entonces hipotético enfrentamiento entre Trump y Hillary mientras que en un hipotético enfrentamiento entre Sanders y Trump daban al primero diez puntos de ventaja. Y en lo que respecta a Hillary y Trump la encuesta acertó; en número de votos quedaron prácticamente empatados. Curioso, ¿no?
Dices que esos votantes del Rust Belt no votaron por Hillary al no sentirse identificados con ella. Precisamente, y hablando de esas elecciones, Mark Lilla argumentó que Hillary las había perdido por su obsesión con la llamada ‘política de la identidad’.
Vamos a ver. Es que si la ‘política de la identidad’ funciona en algún lado será entre los fanáticos de la extrema derecha y los nacionalistas. Me resulta lógico ver a Aleksandr Dugin, el ideólogo de Vladimir Putin, defendiendo la ‘política de la identidad’. ¿Pero en la izquierda? Es un disparate empezando por lo más elemental: que el socialismo es, en esencia, universalista. Por tanto, si centras el discurso en las minorías no debería ser para ensalzarlas sino para eliminarlas. Ojo: no me estoy refiriendo a eliminar sus costumbres, su lenguaje, su cultura u otras expresiones voluntarias; me refiero a eliminar su condición de minoría agraviada dentro de un colectivo más amplio. Desde ese punto de vista, izquierdista, lo grave es que existan minorías. En consecuencia, lo que habría que hacer es analizar qué proyectos se pueden llevar a cabo para que esas minorías dejen de funcionar como tales. Pero estamos ante una izquierda que parece haber abandonado la lucha de clases y la lucha por hacerse con el relato económico. Es lo que tiene haber abrazado en las últimas dos décadas muchos de los principios del liberalismo; ahora la izquierda está huérfana y trata de buscar discursos atractivos como sea. Pero es que, además, existe un problema de pragmatismo con las ‘políticas de la identidad’: suelen tener éxito entre quienes ya están convencidos de que van a votarte. Y normalmente las elecciones se ganan gracias a los indecisos, no gracias a los convencidos.
Un aspecto fundamental de la ‘política de la identidad’ es la corrección política a la hora de comunicarse. Y el mal uso del lenguaje es otro de los temas que tocas en el libro. Casualmente, esta mañana he leído la columna de José Antonio Montano sobre la victoria de Bolsonaro en Brasil…
¿Qué dice la columna?
Dice, entre otras cosas, que frente a Bolsonaro la izquierda brasileña no contaba con un discurso creíble tras llevar décadas llamando “fascista” a Cardoso.
Montano tiene razón. Cardoso fue un tipo que tomó medidas importantísimas para Brasil. Y aunque quizás no fuesen lo suficientemente avanzadas en el terreno de lo social, esas medidas dejaron una infraestructura que luego Lula utilizó para promover la igualdad. Fueron dos gobiernos magníficos. Es más: Cardoso era tan cuidadoso que durante sus últimos meses de mandato puso a sus ministros a trabajar junto a los ministros nombrados por Lula. Quería un trasvase de datos y de información ágil y transparente. Cardoso era lo contrario de un fascista y por lo tanto acusarle de ser uno es faltar a la verdad.
¿Estamos entonces ante un caso paradigmático de cómo el uso irresponsable del lenguaje se vuelve contraproducente?
Posiblemente, aunque en lo que respecta a Bolsonaro hay que hablar de varias cosas. Por un lado está eso que dice Montano, pero por otro creo que estamos ante una rebelión de la clase media. Una clase media muy peculiar; aquella que salió de la pobreza gracias al Partido de los Trabajadores de Lula pero que en los últimos tiempos se ha frustrado al no poder seguir ascendiendo y al ver, al mismo tiempo, el grado de corrupción existente en el entramado político brasileño. Porque Bolsonaro tiene su núcleo de ultraderechistas que le iban a votar sí o sí. Pero, de nuevo, ese núcleo no bastaba para ganar elecciones.
Qué curioso. Gente que votó al Partido de los Trabajadores, o que consiguió mejorar sus condiciones de vida gracias a él, y que ahora abraza a Bolsonaro.
Pero esto ya se ha visto antes. En el sur de Francia, sin ir más lejos. El voto que en la década de los 80 iba para los comunistas hoy va para el Frente Nacional. Es un voto de protesta, de miedo, el voto de una población frustrada a causa de un futuro prometido que sabe que no va a llegar.
Regresando al tema del lenguaje, y hablando de cómo un mal uso del mismo puede ser contraproducente, en Estados Unidos se suelen extirpar palabras con la intención, sospecho, de ocultar un problema. Ojos que no ven, corazón que no siente.
En Estados Unidos parece que la solución del problema racial tan tremendo que arrastran pasa por no decir la palabra nigger y por meter afroamericanos en los programas de televisión para que actúen como si no pasase nada. El truco funciona hasta que te topas con la realidad; hasta que te cruzas con un redneck que no para de hablar de una forma ofensiva o hasta que vas al hospital de turno y ves que no hay un solo doctor negro. Entonces la gente, que no es tonta, se pregunta cosas. ¿Que Will Smith existe? Claro que existe. Pero es una excepción, una rara avis que además juega un papel fundamental en ese inmenso ejercicio de maquillaje. Un ejercicio de maquillaje que ni siquiera deja buena conciencia. Porque si te paras a pensarlo estamos resolviendo –aparentemente– todos los problemas del mundo sin que nos cueste nada. ¿Cómo es posible? Y que conste que soy el primero en andarse con cuidado para no ofender a nadie con mis palabras, pero una cosa es tener delicadeza y otra eliminar del lenguaje su dimensión pícara, transgresora y realista.
Otro de los asuntos que tocas en el libro es el de los eslóganes. Personalmente, asocio el eslogan y el meme a una intolerancia creciente hacia lo complejo. Me pregunto –y aquí enlazo con las redes sociales– si los smartphones y las nuevas tecnologías, ese universo plagado de estímulos, han afectado a nuestra capacidad de concentración.
Quizás me equivoque, pero siempre trato de atribuir a las herramientas tecnológicas un papel secundario. Porque por esa regla de tres uno debería lamentar la invención del cuchillo dada la cantidad de gente que ha sido acuchillada a lo largo de los siglos. ¿Renunciaríamos al cuchillo y al placer de cortar una buena carne uruguaya con tal de no permitir al Macbeth de turno utilizarlo para apuñalar a alguien? Es cierto que estos aparatitos han permitido a mucha gente llevar hasta un extremo delirante la distracción y la superficialidad, pero dudo que antes de la llegada de los aparatitos esa gente se dedicase a labores más productivas. Por el contrario, creo que Internet permite a mucha gente utilizar las horas muertas que antes empleaba delante de la televisión en informarse sobre asuntos de lo más variado. Es decir: creo que para quienes saben aprovechar sus virtudes, Internet, las redes sociales y los aparatitos han mejorado la vida de una forma extraordinaria. Y para quienes se dejan llevar por la pereza, se alimentan del rechazo y cosechan el odio, estos aparatitos han amplificado su presencia. Esa me parece la palabra clave: amplificación. Puede que se hayan amplificado la estupidez y la distracción, pero no creo que se hayan incrementado.
En las páginas que dedicas a las redes sociales, y al rol que tienen en nuestra relación con la verdad, eres bastante crítico con el famoso algoritmo y con cómo estas compañías se lavan las manos. Sin embargo, también haces mucho hincapié en la responsabilidad individual de cada usuario.
Absolutamente. Las herramientas, como he dicho, se pueden utilizar bien y se pueden utilizar mal. Las redes sociales pueden servir para darnos masajes emocionales o para ayudarnos a buscar una verdad colectiva. No me estoy refiriendo a una verdad impuesta, por supuesto; hablo de la búsqueda de consensos en torno a los cuales discutir.
El último capítulo del libro está dedicado a la Wikipedia. De hecho, es una oda a la Wikipedia. ¿Qué te gusta tanto de ella?
Wikipedia es una herramienta maravillosa porque encierra todos los dilemas que se dan en cualquier espacio que aspire a organizar el conocimiento. Para empezar, no incluye todas las versiones existentes sobre cada una de las entradas. Hay, por tanto, un proceso de edición académica que da como resultado un reconocimiento del saber tal y como está asentado en su momento. Para entendernos: si la Wikipedia hubiese existido en tiempos de Galileo Galilei éste no hubiese figurado en ella. ¿Por qué? Porque los académicos de la época no reconocían las teorías de Galileo. Así que Wikipedia lo que hace es exponer el saber convencionalmente establecido. Ni más ni menos.
¿Le ves algún problema?
Sí. Por eso tampoco hay que pretender que Wikipedia, Google o Facebook, que últimamente parece tan comprometido con el combate de las fake news, sean los jueces últimos de la verdad. Precisamente ahora que empezamos a ser conscientes de la necesidad de recomponer una realidad colectiva y a poner más cuidado a la hora de decidir a qué le atribuimos autoridad. ¿Va a ser una verdad puramente académica? ¿Quizás una verdad puramente científica? ¿Volveremos a caer en el positivismo? ¿Quizás la forma de consenso sea la votación? Todavía estamos pendientes de establecer los criterios de verificación de los relatos.
¿Cuando esos criterios estén claros la credibilidad podrá convertirse en un negocio?
Hombre, yo estoy pagándole un dinero al Post todos los meses a cambio de seguridad; la seguridad de saber que estoy leyendo cosas que han sido comprobadas, que son por lo tanto veraces. Es el contrato tácito que mantenemos. Puede que sea muy satisfactorio vivir de like en like, pero después de unas cuantas caricias al ego lo que muchos queremos es saber. Y como ni siquiera yo mismo me creo todo lo que digo, necesito un referente. Pero no un referente que ayude a salvar el mundo y tal y cual. No, no. Quiero un referente para mí; para asegurarme de que no estoy metido en un solipsismo insalvable. Necesito comprobar que no soy lo único que existe.