Reynaldo Sietecase: "Lo contrario del amor no es el odio: es el miedo"
Reynaldo Sietecase (Rosario, 1961) nos escribe con la determinación de un pistolero, consciente de que nos va a alcanzar con todo lo que tiene. Nos escribe de la soledad, del suicidio, de la fe, de las malas calles en una novela –No pidas nada (Alfaguara)– que es su tercera incursión en el género negro y que sirve igualmente como guía turística no autorizada –ni recomendable– de Río de Janeiro y Buenos Aires.
Reynaldo Sietecase (Rosario, 1961) nos escribe con la determinación de un pistolero, consciente de que nos va a alcanzar con todo lo que tiene. Nos escribe de la soledad, del suicidio, de la fe, de las malas calles en una novela –No pidas nada (Alfaguara)– que es su tercera incursión en el género negro y que sirve igualmente como guía turística no autorizada –ni recomendable– de Río de Janeiro y Buenos Aires.
Reynaldo Sietecase, decíamos, es como el pistolero desafiado, salvo por una virtud nada común en el Oeste: al tiempo que nos dispara, deja sobre nosotros una rosa y dos monedas de plata. A su prosa fulgurante y pugilística la acompañan unas gotas de lirismo sutil que delatan a un escritor que no solo tiene virtudes de novelista, sino también de poeta y de reportero. De su vocación poética diremos que la ejerce con pasión desde los 17 años; de su amor por el periodismo, que lo descubrió como veinteañero y lo alcanzó para siempre. Tanto que a día de hoy, a pesar de los desengaños inherentes a este oficio de locos, se desempeña como uno de los periodistas más reputados de la Argentina: una condición que, en cualquier caso, uno no sabe si sirve como elogio o como bocina de alarma.
Leo un fragmento: “De eso se trata mi oficio, de acertar con los interrogantes correctos y luego buscar obsesivamente las respuestas. Perseguir a la ballena blanca aunque haya que dejar pedazos de cuerpo en alta mar”.
¡Obviamente es una referencia a Moby Dick! Me enteré de que varios represores argentinos se habían suicidado y me pareció curioso. Cuando fui a verlo, pensé que sería un artículo periodístico. Después vi que no daba para mucho más que eso y le di una solución literaria. Me pareció muy interesante preguntarme por qué se matan los que mataron. Le di un andamiaje, una trama un poco más compleja con una organización que los forzaba al silencio: a matarse o a escapar, pero no a declarar ante la justicia.
La novela, al ser una trama policial, implica verosimilitud. El policial sin verosimilitud se rompe. Mi otro oficio, el periodismo, me permite investigar y buscar material aunque sea en pos de la ficción. El hecho de que el protagonista sea periodista me permite buscar esos anclajes y reflexionar sobre el periodismo. La novela tiene mucho de mi mirada. Me empezó a quedar cómodo que este personaje fuera reflexionando sobre el periodismo con una mirada desencantada.
Pero ese desencanto es reversible.
¡Exacto! Cuando encontrás un buen tema, te volvés a entusiasmar. Y después te das de cabeza con la pared y se viene otra vez el desencanto. Esa tensión está buena.
La principal queja que tenemos los periodistas es la falta de tiempo.
Sí, por eso no se investiga. Hay un periodismo de inmediatez. Investigar y trabajar bien requiere inversión. A veces es difícil que los medios inviertan ahí; no les interesa demasiado. A veces depende más de la propia voluntad, de la propia pasión del periodista.
Tengo un dato que lo pienso mucho. Sergio Ramírez me dijo que era la primera vez que lo escuchaba. En Argentina hay un defecto que se ha convertido en virtud: no tenemos detectives. Nuestros policiales no cuentan con policías, comisarios o detectives como pasa en el resto del mundo porque la carga de la dictadura, el nivel de venalidad y de corrupción de las fuerzas policiales hace que un policía investigando no sea verosímil en una novela.
Qué bueno: los Serpicos civiles.
Es muy curioso. La mayoría de argentinos que escribimos novela policial escogemos personajes de otro lado: un juez, un secretario de un juzgado, un tipo común, un periodista. Ese defecto o problema para mí se ha convertido en una singularidad.
Para colmo vivimos en una sociedad donde la verdad no es tan importante.
Eso es universal, ¿no? Leí una encuesta que mostraba que, en las últimas elecciones de Brasil, cerca del 60% de las personas se informó por WhatsApp [se refiere a esta consulta del diario O Globo, donde se revela además que los seguidores de Bolsonaro son los principales consumidores de fake news]. ¡Había noticias falsas para tirar para arriba! De pronto dijeron que un candidato es pedófilo [se refiere al derrotado Fernando Haddad, que vio deteriorada su imagen por esta mentira]. Un candidato es difícil que revierta eso, disparado por todos que no lo quieren. Tenemos que recuperar la credibilidad como periodistas. Porque, además, la gente no va en busca de la verdad, sino de ratificar lo que ya piensa. Si vos le decís algo que no coincide con eso, ponés en riesgo la captación de ese público. Por eso digo que hay que recuperar el imperativo moral que requiere ser periodista.
Fue discípulo de Tomás Eloy Martínez, seguro que alguna enseñanza le dejó.
Tomás Eloy era un enorme, enorme escritor. Creo que Santa Evita está entre las grandes obras de la literatura universal. Además era un gran periodista. Para mí es una referencia ética. Me animé a escribir un decálogo ético del periodista en homenaje al suyo y para que los periodistas abramos el debate que no estamos teniendo. Tomás Eloy era fantástico. En el primer punto de su decálogo decía que lo único que tiene un periodista es su nombre.
¿Qué le da la literatura que le niega el periodismo?
Libertad, mucha más libertad. Para jugar. Para reírme. Para inventar cosas. Suelo decir que escribo una crónica, una novela o un cuento con los mismos recursos y la misma intensidad y el mismo entusiasmo. Pero cuando escribo periodismo, está constreñido a lo que pasó. No puedo imaginar. La literatura, en cambio, es como un juego. Aunque en la ficción, como debes hacerlo verosímil, no puedes equivocarte.
Aquello de que la filosofía sin experiencia está vacía.
¡Sí! Mirá, en mi novela anterior, que se llama Cuántos hay que matar, hay una persona que tira un bolso con dinero por un tren. Yo me tomé como seis o siete veces ese tren para hacerlo. Podría haber escrito sin haber hecho eso, pero lo interesante es ir a verlo. Ver si el bolso se queda ahí o no.
Alguien me dijo que el periodismo ayuda en la labor de novelista, siempre que uno lo abandone a tiempo.
[Ríe] Lo que yo estoy tratando de hacer en este momento de mi vida es balancear, que ocupen casi el mismo espacio. Miti-miti, que decimos allá. Estoy intentándolo. Hago radio todas las mañanas, hago una columna en televisión, escribo periodismo. Pero estoy tratando de darle importancia a la literatura. Por eso estoy en España. Se pueden ir haciendo las dos cosas. Si uno quiere escribir, escribe. Aun en las peores condiciones. Se han escrito obras tremendas en situaciones catastróficas. En mí conviven la bella y la bestia, la literatura y el periodismo. Claro, copulan y los hijos a veces salen bonitos, a veces monstruos.
Pero lo que me dijiste antes sobre la decisión entre el periodismo y la literatura es… una de mis disyuntivas abonadas por el miedo. Dejarlo todo y dedicarse a escribir. ¿Por qué no tomar ese riesgo? Podría ser una decisión de vida. Uno siempre encuentra una justificación para no hacer determinadas cosas.
A qué precio, ¿no?
[Se toma unos segundos] Es una pregunta inquietante. ¿Por qué no te dejas de joder y te pones a escribir? Tiene que ver con los miedos. Ojalá algún día los supere. El miedo es lo peor de todo. Me parece uno de los lastres mas grandes. Lo contrario del amor no es el odio: es el miedo.