William Gay o por qué la opinión de los demás vale menos que una cerveza tibia
La editorial Dirty Works acaba de publicar ‘El hogar eterno’, la poética y durísima primera obra del genio sureño William Gay.
Pobre y rudo como los obreros que protagonizaban sus novelas, ambientadas en el viejo sur estadounidense de los años 40 y 50, el cowboy del gótico sureño, William Gay, pasó décadas intentando ver publicada alguna de sus historias. Hasta que un día, los mismos agentes y periódicos que le habían rechazado acabaron besándole la puntera de sus botas manchadas de barro. Tenía 55 años. Esta es la historia de un autor ‘outsider’ que siempre fue fiel a sí mismo.
Delgado como un alambre, con sus jeans raídos, viviendo en un tráiler en los bosques de Tennessee, William Gay teclea con dos dedos en una vieja máquina de escribir mientras escucha la misma canción de Bob Dylan una y otra vez (“Bueno, no sirve de nada preguntarse por qué, baby…”). Han rechazado sus relatos tantas veces que cualquiera habría tirado ya la toalla, él en cambio, permanece fiel a cierta idea que le asaltó de adolescente, cuando tras leer El ángel que nos mira de Thomas Wolfe, supo que se convertiría en escritor.
Con 15 años ya había escrito dos novelas; se titulaban así: “Novela” y a falta de bolígrafo se las apañó para hacer su propia tinta, escribiendo página tras página por una cara del folio y luego en el reverso, del final al principio, costumbre que nunca abandonó. Antes solía escribir a mano, pero llegó un momento en que su letra se volvió indescifrable incluso para sus propias hijas. A sus más de 50 años y con un divorcio a sus espaldas, las facturas se acumulan y trabaja aquí y allá, de carpintero o de pintor, esperando que llegue la noche para continuar escribiendo sobre el sur de su niñez, sobre muchachos pobres a los que la realidad hace madurar a hostias y obreros curtidos en los pantanos como él. Poco imagina Gay que en el curso de un año los mismos periódicos que rechazaban sus historias y esos pomposos agentes neoyorquinos que le aconsejaban que cambiase su estilo -demasiado poético y florido, decían- iban a besar la puntera de sus botas manchadas de barro.
“Creo que siempre pensé, incluso cuando mis relatos eran rechazados, que tenía algo que decir, solo que no había encontrado la forma de hacerlo”, le explicó el soberbio escritor a un periodista en 2012, poco antes de su muerte. Comparado con grandes maestros como Faulkner o Cormac McCarthy, a quien le une no solo la obsesión por reflejar ese sur cruel y pobre, sino un halo de misterio en su biografía -¿nació en 1941 o en el 43? ¿O tal vez en 1939, como aseguraba su hermano Cody? ¿Murió con 70 o 90 años?-.
Los relatos de William Gay han sido recogidos en decenas de antologías y sus colosales novelas se han convertido en un referente del gótico sureño, entre ellas su primera obra, El hogar eterno (1998), que acaba de publicar en España la editorial Dirty Works y fue llevada al cine por James Franco. Una obra tan dura como lírica sobre la maldad, la culpa y el hambre de libertad a través de la historia de un muchacho que se ve obligado a trabajar para el hombre que asesinó a su padre, la mujer que intenta seducirlo para escapar y el anciano que ha sido testigo desde el principio de una maldad que se cierne en la casa vecina y por todo el bosque, oscura y violenta como su literatura o los óleos que también pintó:
“En sus manos sostenía un cráneo humano. Estaba invadido de musgo y barro incrustado, tenía una salamandra encogida en una cavidad ocular y un montón de bígaros aferrados como sanguijuelas al hueso erosionado. Los brillantes fragmentos de musgose adherían como un obstinado cabello verde. Lo giró en sus manos. Tenía un trozo de occipital destrozado, en apariencia a causa de una inédita fuerza interior, como si el cerebro hubiese estallado y hubiese quebrado la pared del cráneo. Al volver a girarlo le dio la impresión de que se estaba mofando de él con aquella mandíbula bloqueada en una sonrisa desprovista de júbilo con aquellos dos dientes de oro que resultaban tan cautivadores y fantasiosos en medio del fango y los líquenes.
Era real, irrevocable. Un vestigio tangible de una violencia antigua procedente de simas y canales situados muy por debajo de la superficie, lugares en que la luz ni siquiera era un rumor. Hasta llegar a sus manos. Un sacrificio mudo salido del pozo del mundo”.
El hogar eterno. W. Gay
No pienses que dos veces está bien
O Don’t think twice it’s alright, de Bob Dylan. Que fue la canción con la que un jovencísimo William Gay, melómano e hijo y nieto de banjistas, consiguió sacar de quicio a una novia de juventud y que acabó por convertirse en la melodía de su vida: A finales de los años 90, cansado de que el New Yorker y otros grandes medios le dieran calabazas, empezó a enviar sus relatos a publicaciones sureñas mucho más humildes y su carrera dio un giro. De pronto, una pequeña editorial, MacMurray&Beck, aceptó publicar su novela debut, El pozo, pero no acababa de gustarles el título. “Había ido a un funeral de un pariente hacía poco y el sacerdote leyó el capítulo 12 versículo 5 del Eclesiastes: ‘Sobrevendrá el temor por las alturas y por los peligros del camino. Florecerá el almendro, la langosta resultará onerosa y no servirá de nada la alcaparra, pues el hombre se encamina al hogar eterno y rondan ya en la calle los que lloran su muerte’ y tuve claro cómo se titularía”, explicaba.
“Una mujer me preguntó: ‘¿Quién le ayuda a escribir los libros? Conocí a su familia y no eran muy listos y también a usted y tampoco me lo parecía’. La mujer quería saber si alguien hizo grandes mis pequeñas palabras” —William Gay.
Tanto éxito tuvo que consiguió varios premios importantes y la publicación de su segunda novela, Providences of Night (2002), el libro de relatos I Hate to See That Evening Sun Go Down (2002) y Twilight (2006), todas en pequeñas editoriales independientes. Su vida cambió de la noche a la mañana; de repente impartía conferencias por todo el país, era un autor reconocido y muchas personas en aquel viejo sur estadounidense se acercaban a decirle que habían conocido a gente como la que describía en sus libros. Bueno, todo el mundo… “Una vez una mujer se acercó a mí y me preguntó: ‘¿Quién le ayuda a escribir los libros?’. Yo le dije: ‘¿A qué se refiere?’ Y ella me contestó: ‘Conocí a su familia y no eran muy listos y también a usted y tampoco me lo parecía’. Quería saber si alguien hizo grandes mis pequeñas palabras”, recordaba entre risas. Lo que le respondió es un enigma, aunque tal vez le bastase con parafrasear a Thomas Wolfe, cuando escribió: “No existe el álgebra donde dos más dos son cinco”.
Nacer y morir outsider
Una araña gigantesca correteó por el salón de la cabaña, el invitado pegó un brinco y buscó algo con que darle caza. Delgado y encorvado, con los mechones de pelo canoso cayéndole en racimos sobre la cara ajada, William dijo pausadamente: “Sí, vive aquí”. A veces -pocas-, tecleaba con dos dedos en un ordenador, aunque la tecnología nunca fue su fuerte. Por vez primera en su vida había podido comprarse una casa en el mismo bosque que le vio crecer, con estantes y estantes repletos de libros y música, que eran la principal distracción y consuelo de un hombre que prefirió leer a escribir -de hecho, en más de tres décadas no tuvo demasiado tiempo para hacer lo segundo; las noches y poco más, cenando en su estudio mientras su familia lo hacía en la sala, motivo por el cual, ahora que ya era viejo no le gustaba comer acompañado. Manías…-. Había perdido gran parte de lo que andaba escribiendo por culpa de un asunto bastante insólito, un hurto en su tráiler. Alguien entró y se llevó los óleos y los manuscritos en los que andaba trabajando—lo mejor que había escrito, dijo—y, la verdad, le dio bastante pereza volver a empezar.
En el tiempo, tal vez, en que aquella desagradable mujer le preguntó sin remilgos quién le ayudaba a escribir los libros a un carpintero pobre, visitaba periódicamente la casa de William Faulkner en Oxford; un día le invitaron a sentarse en su escritorio y teclear en su máquina y le produjo tanta impresión que no pudo hacerlo.
También auguró que McCarthy, cuyo éxito, según Gay, puso en el punto de mira a la literatura sureña, recibiría algún día el Nobel y se carteó brevemente con él. Aunque nunca se atrevió a preguntarle, de outsider a outsider, algo que le inquietaba sobre su obra, sobre todo, teniendo en cuenta que el lenguaje para él, las épicas descripciones de terremotos y tormentas que inundan humedales, era lo que más le entusiasmaba de escribir —su magia, su poesía—. Hasta que la fama le dio la ocasión que buscaba, y humilde y llano como era, se acercó a su editor durante una convención: “Oiga -le preguntó-, ¿por qué Cormac McCarthy dejó de escribir como Cormac McCarthy después de Meridiano de Sangre?”. Quería saber cuál era el motivo de que hubiese abandonado el estilo poético que había rivalizado con el de Faulkner y convertido a ambos en dos de los mejores escritores de la historia. La respuesta no llegó. La respuesta, conociendo al hermético sureño, habría sido: Porque le dio la gana.
En el fondo, ¿no es esto lo que hace grande a un escritor, lo mismo que hizo a William Gay ser quien era? Que la fama les resbalase con la lluvia que cae inclemente sobre los tejados de las pobres cabañas en El hogar eterno y que la opinión del resto, que para nada es álgebra, valga menos que una cerveza tibia.
Foto de portada vía Chapter16.org