El niño de la hipoteca: "No me gustaría sonar en la radio. No quiero fama extra"
Guiu Cortés es un tipo extraño en la industria: llama chupópteros a las discográficas, habla sin tapujos del exceso de drogas, pasa de entrevistas y huye de ser «el cantante de turno»
A veces a Guiu Cortés (Barcelona, 1982) se le hace cuesta arriba no dejar de ser —ni un solo día— El niño de la hipoteca. A veces le vence no poder despojarse —ni siquiera un ratillo— de ser ese cantautor español que hace más de una década nos mandó a todos a que nos fuera bien. «No hay un día entero en el que no te acuerdes de que eres El niño de la hipoteca y que tienes que abrir las redes, contestar un email. Hay momentos que te supera tu personaje», nos cuenta frente a un cafecito en una terraza de La Latina, en Madrid. «Si te despistas, a la mínima —entre el exceso de drogas que hay en el ambiente, el alcohol, las malas movidas, el exceso de ambiente casposo y de gente lamiéndose el culo, el ambiente artificial, las galas—te hacen perder la noción de quién eres… Tienes que parar en seco y decir: quiero volver a ser el de siempre. Y quedar con tus amigos del barrio».
Acaba de lanzar su quinto trabajo discográfico, que parece titulado por René Magritte: Esto no es un disco Vol. 1. Esto es, en realidad, una recopilación de las canciones que había ido dejando huérfanas durante los últimos cuatro años y a las que ahora les ha dado una nueva casa. Ahí ha acogido temazos como Alquitrán y Carmín, Cum Laude o El día internacional de la tristeza.
No va a sacarlo en CD porque el «formato físico hace tiempo que está muriendo«. El libreto saldrá en Youtube y a los coleccionistas les recomienda que se lo descarguen y se lo hagan bonito en una copistería y a volar. «No tiene sentido que haga una tirada para que se vendan poco y generar plástico a tutiplén cuando la forma de escuchar música ha cambiado».
Guiu es un tipo extraño dentro de la industria. Llama a bocajarro chupópteros a las discográficas, cuenta —sin preguntarle— el exceso de drogas que hay en el mundillo, pasa de entrevistas y de grandes aforos y reconoce que no quiere perderse otras cosas solo por ser «el cantante de turno».
Ahora está en una etapa muy rockera —aunque reconoce que lo de la cresta es porque se le cae el pelo por los lados—, pero él ha llegado hasta aquí por escuchar a Drexler, a Pla, a Sabina y Serrat, a Silvio Rodríguez. Cuando la tienda de discos en la que trabajaba cerró, apartó la idea de hacer rock garajero y empezó a escribir canciones. «Era más sostenible ir un tío solo con una guitarra y cruzarte España en autobús, porque no se perdía tanto dinero como en una banda». Recuerda la primera vez que llegó a Sevilla y no había vendido ni una entrada, no le esperaba nadie. Ahora agota las entradas en la sala Malandar.
No tiene —no la ha tenido nunca— la intención de llenar estadios, de «ir a lo grandilocuente». Prefiere dos días en la sala But de Madrid a uno en la Riviera. «Puede sonar a envidia, pero no me apetecen grandes aforos, no disfruto yo como intérprete ni creo que el público lo disfrute tampoco».
Le mueve un espíritu underground, salvaje, ingobernable. «No me gustaría sonar en la radio. No quiero fama extra. No me interesa mucho tampoco difundir mi imagen ni machacar con mi música. Quiero que me escuche la gente a la que le gusta lo que hago y ya hay suficiente con Youtube. Las entrevistas las concentro ahora todas, pero si no hay nada que anunciar, prefiero no darme altavoz. Tampoco me gusta ser famoso como concepto, es algo como muy vacío; que me reconozcan por la calle porque les gusta mi música, perfecto, pero no por ser famoso«.
Guiu salió desde bien pronto escaldado de trabajar con discográficas y empezó a estudiar: hizo un máster en autoedición y autoproducción, montó su propio sello (Ndlh Records), se empapó de Internet. Lo dio todo con MySpace, llegó un poco tarde a Facebook, dijo que no volvería a pasar. «Intentaba estar a la última de todo lo que se cocía en las redes para poder optimizar la promoción con una buena campaña. No solo estar ahí y ser pesado, sino pensar algo creativo para llamar la atención».
Era un apasionado de las posibilidades que le dieron unas redes sociales de las que ahora huye. Se escuda —un poco— en la edad: «Ahora ya soy mayor, me he cansado, donde estoy ya soy feliz. Ha sido una batalla constante de comerse el coco». Tiene un community manager, él entra poquísimo a sus cuentas, solo a Twitter y por las coñas. «Estoy en contra de las redes, son un mal necesario para informar de mis bolos». También cree que suponen un peligro, especialmente para la gente joven.
Además, dice con uno poquito de esa nostalgia de casi cuarentón, las redes de ahora no tienen nada que ver con esas redes que permitieron despegar a una generación entera de cantautores españoles. «La irrupción de Internet fue maravillosa porque imperó la anarquía y todo estalló, podías arrancar al margen de las discográficas, ahora está todo mucho más masificado. Los que venimos de esa ola, como El Kanka, Antílopez, Rozalén, Zahara o Izal, hemos mamado lo de arrancar muy fuerte en las redes. Ahora manejar las redes es un mínimo, es como antes hacer una maqueta. Lo bueno es que las discográficas han vuelto con otro discurso y otro tono. Ya no hay los contratos abusivos de hace 20 años, no ponen tanto dinero, pero tampoco se quedan tanto. Hay más clase media: desde mileuristas a gente que gana bastante dinero con la música. Es más sano para todos».
Él vive gustoso dentro de esa clase media: es el fruto de haber superado las penurias de manejar él solo el barco. La pasta de Spotify —que hay bastante, nos cuenta—, para él. La de los conciertos —que siguen siendo la principal fuente de ingresos—, para él. «La rentabilidad es altísima, es todo para ti, no tienes chupópteros por todos lados, no has firmado contratos que te condicionen, eres más libre y es mucho más rentable. Pero, al principio te lo comes todo tu solo y hay muchas puertas cerradas».
Terminamos con dos detalles que —casi— explican todo:
—¿Un recuerdo que haga que todo el camino en la música haya merecido la pena?
—Hasta lo malo lo recuerdo con nostalgia, desde haber empezado conociendo a artistas que ahora están muy bien posicionados, esa ilusión que había al principio, ahí es cuando más felices éramos. Una vez lo consigues se acaba la ilusión y hay menos felicidad, pero mucha más tranquilidad. Esos primeros llenos, esos primeros feedbaks… y, sobre todo, lo bien que me lo he pasado. Las borracheras que he agarrado, las etapas de incluso coquetear con las drogas, la etapa de decir hasta aquí he llegado, mejor que pare, porque esto es un drama; la etapa más contemplativa. Hasta de las malas tengo un buen recuerdo. Es una colección de premios, es una profesión maravillosa.
—¿La mayor lección que has aprendido en esta década?
—Lo más gordo, y que me arrepiento de haberlo aprendido: es que no quiero que toda mi vida sea esto. Quiero que mi vida vaya por etapas, siento que he quemado la vida del alcohol y las drogas y le he puesto punto y final, ahora tengo planteamientos familiares de por medio, tengo otros sueños a cumplir. Quiero visitar muchos parques de atracciones, en algún momento me pondré con ese proyecto. Quiero morirme y decir: he vivido muchas vidas diferentes. Nunca dejaré de ser El niño de la hipoteca porque es lo que me da de comer, pero ahora ya lo estoy viviendo con mucha menos intensidad. Eso sí: nunca dejaré de componer canciones.