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Cultura

Ficciones para entender Internet

¿Cómo Internet interpela las novelas del presente y cómo se pueden construir las ficciones del futuro?

Ficciones para entender Internet

Los cambios tecnológicos siempre han avanzado más rápido que las reflexiones acerca de esos cambios. ¿Cómo las nuevas tecnologías y sus dramas han llegado a la literatura? ¿Qué tanto preocupa Internet a los escritores de ficción? ¿Orwell fue nuestro primer escritor visionario o Mark Twain con From the ‘London Times’ in 1904?

Quizás el gran problema de la ficción realista sobre Internet es que la ciencia ficción estuvo primero y, por supuesto, los ensayos críticos. En El malestar en la cultura, Sigmund Freud vincula la tecnología con la amputación; con todas las herramientas creadas por el hombre para reemplazar sus órganos y extremidades: «El hombre, por así decirlo, se ha convertido en una especie de Dios protésico», dice Freud. En The Game, Alessandro Baricco también escribe sobre Internet y cómo nos ha cambiado la vida en los últimos treinta años, convirtiéndonos en un cyborg: máquina, brazo, mente. ¿Pero quién escribe hoy ficción con problemáticas distópicas generadas por el Internet y las tecnologías del siglo XXI?

Escribir en la era de Internet es un flujo continuo de espacios en blanco que se editan en una nube. Los cambios en el hardware y en las plataformas han alterado la forma en que los escritores investigan, redactan, editan y, en última instancia, conciben su trabajo. El mecanismo básico puede permanecer igual, pero las nuevas herramientas han creado otras relaciones entre el escritor y la palabra que usa, los temas que elige. Con Internet la barrera entre el escritor y el mundo se ha vuelto tan delgada como la piel y los temas para observarlo se convierten en nuevas formas de entender el mundo.

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En esta última década algunos escritores se han aventurado; sin embargo, no es hasta el auge de las redes sociales y la inteligencia artificial que se populariza la ficción realista que reflexiona sobre nuestra relación con lo digital y con Internet. En España, Belen Gopegui lo exploró con Acceso no autorizado y Alberto Olmos con Ejército enemigo. Desde Latinoamérica, Mónica Ojeda con Nefando y Samanta Schweblin con Kentukis hicieron críticas sobre los videojuegos y las redes sociales.

A principios de 2019, Olivia Sudjic llegó a España con la primera novela sobre Instagram: Una vida que no es mía (Destino), y este otoño dos novedades literarias formulan nuevas dudas sobre el yo, Internet y la [contexto id=»381729″]inteligencia artificial: Máquinas como yo (Anagrama) de Ian Mc Ewan y Frankissstein (Lumen) de Jeannette Winterson. La proclama de todas estas obras tiende a la pérdida o a la creación de nuevas identidades, del yo como forma de creación de otras ficciones, de otros seres, un robot, por lo tanto una amenaza a la pérdida de la autenticidad, de la certeza, del presente, de eso que nos hace humanos.

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Perderse en Internet, perderse en las redes sociales

Una vida que no es mía es la novela debut de Olivia Sudjic, una historia que es una advertencia de la era digital sobre el gusto excesivo, sobre la intensidad que se esfuerza por conectarse y no lo logra porque no es auténtica. La historia presenta a Alice, su protagonista, y su país de las maravillas, que resultan ser Internet y las redes sociales. La pasión de la protagonista se centra en observar a las fanáticas de una escritora japonesa, maestra e ingeniosa artista de Instagram llamada Mizuko Himura; es a partir de esa observación de Alice que se impulsa la trama en la novela.

Alice se pierde en la Red, en cada teléfono, se enreda entre sus lazos familiares y recuerdos de su infancia en Japón y sus estudios en Londres, revisita los post de las fanáticas de Himura en los restaurantes su actual Nueva York, se enamora de su alma gemela y está cada vez más insegura de su sentido de identidad. Alice desea conectar “el teléfono a la red eléctrica» y espera “el reconfortante sonido de su regreso a la vida”.

La protagonista no solo no se siente desconectada de la Red, sus amigos tampoco saben interactuar fuera de Internet:

“ -Queremos que la gente esté sentada en el metro viendo todas las caras y piensen que tendrían un match y con quién podrían tener un trío.

-Entonces ¿se trata de que conseguir un trío sea tan fácil como conseguir un taxi? …

-¿Alguna vez has intentado organizar un trío en la vida real”.

Sudjic no solo expone el entramado de las relaciones con Internet y cómo nos disocian del mundo real, sino cómo se generan ansiedades al postear una fotografía en Instagram, hacer o no un swipe en Tinder. Es la pérdida del yo en la realidad, intentando reconocer a ese nuevo yo, quizás más completo y menos inseguro, creado en lo virtual. No es de extrañar que la siguiente obra de Sudjic sea un ensayo sobre la ansiedad millennial titulado Expuesta, publicado en septiembre por Alpha Decay.

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Imagen vía Anagrama.

Crear una nueva vida digital

Aunque la crítica no ha ayudado mucho a la novela de Ian McEwan, Máquinas como yo (Anagrama, 2019) intenta explicar a través de los modelos de inteligencia artificial y los robots qué significa ser humano.

Máquinas como yo combina en su trama a una pareja, un robot y un muerto que en la ficción está vivo: Alan Turing. El trío conformado por la pareja de Charlie y Miranda junto a su recién comprado robot llamado Adam viven en una versión alternativa de la década de 1980, donde Alan Turing vive y se ha convertido en una especie de Elon Musk, creando una tecnología que supera a la que vivimos en el presente fuera de la ficción: autos sin conductor, robots con aspecto humanos y nombres bíblicos -Adam y Evas-, mucha insatisfacción y desconexión.

La naturaleza humana se la juega ante la máquina, los celos de Charlie al poder convertirse en un producto desechable ante la sexualidad que puede ejercer un robot. Sentirse tan irreal como una máquina pero otorgarle naturalidad. Mientras, Adam, el robot, se siente cómodo al entablar conversaciones de gran sentido crítico, con mucha sabiduría, pero posee poca sensibilidad e intuición ante los movimientos corporales o las sensaciones expresadas por sus acompañantes humanos. Sin embargo, una máquina puede entender, algorítmicamente, conceptos tan humanos como la nostalgia y la pertenencia:

“-Me siento… -Abrió la boca buscando la palabra-. Nostálgico.

-¿De qué?

-De una vida que nunca he tenido. De lo que podría haber sido”.

McEwan, a través de la voz de Adam, el robot, vuelve a esa pregunta tan actual en momentos de miedo a la máquina, a la automatización: ¿quién es humano o quién es robot?

Por su parte, los humanos siguen sufriendo de humanidad. Charlie se asquea, casi al mismo nivel del hartazgo que expresan las historias de ciencia ficción distópicas pero con las consecuencias del presente: “Odio aun más el acopio de rutinas y algoritmos de aprendizaje que podrían ir soterrándose en mi vida” porque podrían «acabar tomando decisiones en mi nombre”.

McEwan termina la historia con un Charlie saturado, decepcionado de su admirado Turing y con un vacío existencial que se pierde en una falta de moralidad al acabar con la vida de su robot, Adam. Máquinas como yo desespera porque se parece a la ciencia ficción en sus suposiciones morales, ya que casi todos saben, y temen, que la inteligencia artificial o la robótica desencadenará cambios sociales y psicológicos radicales en la vida de los seres humanos. Entonces, ¿por qué deberíamos pedirle más a McEwan? Quizás la penumbra de la novela es, en última instancia, el resultado de la frustración del autor al no saber qué sucede en nuestro futuro virtual inmediato y, tal vez, su ansiedad de que ese futuro sea una pesadilla. Ese no entender hacia dónde se dirige el yo junto con ellos. El descontrol, el otro como amenaza.

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Despertar a Frankestein y convertirlo en máquina

La última novela de Jeanette Winterson se titula Frankissstein y se abre paso gracias a un compromiso con la hibridez que resopla la contemporaneidad: lo transgénero, lo transhumano y cómo la inteligencia artificial[contexto id=»381729″] puede tener implicaciones en ambas.

Frankissstein comienza evocando el romanticismo gótico, la creación del “monstruo original”, con Mary Shelley escribiendo Frankenstein en el Lago Lemán durante el siglo XIX. Desde ahí un ir y venir temporal cuenta la historia de Ry Shelley, un médico transgénero que se describe a sí mismo como híbrido y que conoce a Victor Stein, un famoso profesor que trabaja a la vanguardia de la llamada evolución acelerada a través del diseño propio de nuevas vidas.

La relación entre Ry y Victor es sexual y de interés transhumano. Las mismas preguntas que se hace Mary Shelley en Frankenstein las hace Winterson con sus personajes. ¿Qué es ser humano?, la autora regresa a esa pregunta que también hace McEwan a su vez. La creación de nuevos modelos y la irrupción de la inteligencia artificial revelan estas preguntas sobre la identidad en la trama. Sin embargo, Winterson va más allá: mezcla el trashumanismo y la hibridez del género para reanimar al Frankenstein de Shelley: “Cuando piensas que un humano es un conjunto de órganos y extremidades, entonces, ¿qué es ser humano? Mientras conserves la cabeza, lo demás es bastante prescindible, ¿no crees? Y aun así sigue sin gustarte la idea de una inteligencia desvinculada de un cuerpo”, le explica Ry a Victor.

Winterson recrea esa nueva visión de lo que podríamos ser los seres humamos, ese transhumanismo que podría estar liderado por las personas transgénero como pioneros de un futuro próximo. La premisa de la novela termina por asumir que podremos diseñar nuestros propios cuerpos y reformular la creación: ya la biología no nos definirá, solo seremos consciencia plena. Entender que si un buscador como Google llega a ser más complejo, podría crear seres humanos, transhumanos, igual de complejos. Una clausura de lo binario ante la naturaleza.

Nuevas identidades, nuevas reflexiones y formas de escribir 

Tanto Sudjic como McEwan y Winterson nos confrontan con las formas de identidad, de creación de nuevos personajes o de cómo nuestra propia humanidad se ve sumergida por otra identidad: la digital.

Desde la ansiedad producida por aparentar ser algo que no somos en una red social hasta la creación de un nuevo ser humano con base en las inteligencias artificiales, la concreción es la misma: crear nuevas ficciones dentro de un libro, un cuerpo, una red, una imagen. Crear un nuevo yo. Quizás las literaturas del yo llegaron a un punto que se acaba y llegan las nuevas literaturas del presente, de los nuevos yo como masa, eso que hacen los tres escritores.

Es así como la literatura que confronta estos fenómenos del presente se pone contra sí misma: ¿cómo se pueden construir las ficciones del futuro? ¿Las escribirá un robot o un software algorítmico con las variables que un escritor introduzca? ¿Seguiremos usando los mismos formatos? La literatura al final es como ese Frankenstein que escribió Shelley y que reanima Winterson, un mundo de posibilidades más amplio que la visión humana pueda contemplar.

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