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Olga Merino: “Es una vergüenza lo sucedido en algunas residencias de ancianos de la España rural. ¿España vaciada o vertedero?”

‘La Forastera’ de Olga Merino es una novela política en su voluntad de mostrar los márgenes, lo que se esconde bajo la alfombra. Conversamos con su autora.

Olga Merino: “Es una vergüenza lo sucedido en algunas residencias de ancianos de la España rural. ¿España vaciada o vertedero?”

“La literatura debe romper tabús, silencios, malentendidos y lo que haga falta” comenta la periodista y escritora Olga Merino, que firma una excelente novela, La forastera (ed. Alfaguara), que injustamente ha tenido que vérselas con el parón del coronavirus. La forastera cuenta la historia de Angie, una mujer de mediana edad que, tras varios viviendo en una Londres cosmopolita y de excesos, se retira a vivir en un pueblo rural del sur, rodeada por unos pocos vecinos que la miran con recelo y enfrentándose a su pasado.

 

Leyendo La forastera, recordaba el título del famoso ensayo de Raymond Williams, El campo y la ciudad, pues tu novela relata este viaje, que tú describes como un viaje de desarraigo.

Sí, en efecto. Sobrevuela en La forastera una mirada nostálgica sobre el pasado familiar, sobre el choque de culturas entre el campo y la ciudad, sobre la alienación que representa abandonar el uno por la otra, un proceso, de todas formas, inevitable en la transición hacia el capitalismo. Me atrevería a decir que el caso español fue aún más dramático que el británico.         

La idea de desarraigo está muy ligada a esa imagen del mundo rural del que, pese a depender de él, la ciudad reniega. ¿Por qué este desdén? ¿Cuál es su origen?

Tal vez porque veníamos de la larga noche del franquismo, y todo lo que olía a la España del botijo, a su atraso secular, resultaba tan descorazonador que apetecía enterrarlo. Hubo que modernizar el país a marcha forzada a partir de los años 60, y se cometieron errores de calado que todavía hoy estamos pagando. Aunque, de alguna manera, todos venimos de ahí: del azadón y la “pertinaz sequía”.

El debate sobre la España vacía o vaciada está en boga, pero, en relación con ese desdén, ¿no crees que resulta paradójico que se ponga el acento en el vaciamiento, pero no en sus causas? ¿Por qué no hablar de esa falta de infraestructuras, del cierre de centros médicos, de farmacias, de escuelas…?

Absolutamente de acuerdo. Se llenan la boca con la España vaciada y, sin embargo, no se han tomado medidas prácticas contra la despoblación. Si quieres trasladarte al campo y montarte, pongamos por caso, un pequeño negocio familiar de mermeladas ecológicas, difícilmente prosperarás sin internet de banda ancha, y si tienes que recorrer quince kilómetros para llevar a tus hijos a la escuela. Es una vergüenza lo sucedido con el coronavirus en algunas residencias de ancianos de la España rural. Algunas provincias ya partían en desventaja, como Soria y Teruel, con solo de seis y diez camas de UCI en todo el territorio. ¿España vaciada o vertedero?

Olga Merino: “Es una vergüenza lo sucedido en algunas residencias de ancianos de la España rural. ¿España vaciada o vertedero?”
Imagen vía Editorial Alfaguara.

Ese campo que retratas resulta bello en su dureza, resulta atractivo a pesar de lo difícil y duro que se hace vivir ahí.

La vida en el campo es durísima, y por eso los peones de hoy son inmigrantes o sin papeles. El agricultor malvende las naranjas que nosotros compramos en el supermercado con sobreprecio. Y, sin embargo, se esconde en ese esfuerzo, en ese apego a la tierra y al trabajo manual, algo muy noble que remite a la esencia de la vida, al ser humano, a lo que somos en verdad tras despojarnos de todas las capas. Supervivientes en un mundo sin certezas. Es hermoso contemplar cómo la vida rebrota en el campo cada primavera, con qué ansia. 

Cenizas rojas, tu primera novela, nació de tu experiencia como corresponsal en Rusia. Aquí vuelve a pasar algo parecido: Frente ese campo del sur de España, encontramos la Londres de la Thatcher y que tu conociste de primera mano como corresponsal. ¿Qué papel juega el periodismo en tu literatura, tanto en su concepción como a la hora de crear historias?

En realidad, ahí se esconde un pequeño malentendido. En Londres viví porque me concedieron una beca (La Caixa/British Council) para estudiar un máster en Historia y Literatura Latinoamericanas, y sucedió que durante mi estancia se produjo la caída de Margaret Thatcher, cuando su propio partido le hizo la cama. Con suma pasión escribí algunas crónicas sobre el proceso, pero, en puridad, no trabajé como corresponsal, pues los estudios eran demasiado exigentes para compaginarlos. Mi vocación literaria es previa al periodismo, al que llegué como una fórmula cercana para ganarme la vida. No reniego de él, al contrario: el ejercicio del periodismo me ha permitido vivir situaciones límite, conocer a gente interesantísima, de la más humilde a la más encopetada. De no ser periodista, ni en sueños habría pisado la guerra de Chechenia, con un chaleco antibalas prestado que pesaba doce kilos. Nunca habría visitado la central nuclear de Chernóbil, diez años después del accidente. Nunca habría entrevistado a Felipe González ni a António Lobo Antunes. Todas esas experiencias representan maná en el laboratorio de un escritor.      

Lo interesante es que hablamos del Londres de la Thatcher que, a su vez, se contraponía con los pueblos mineros ingleses, en años de huelgas, represión y altos índices de paro.

El thatcherismo fue un fenómeno global, que atacó tanto al campo como a las grandes ciudades. Bien es cierto que la ofensiva comenzó contra los pueblos mineros del carbón, desde Gales y Yorkshire hasta Escocia, quienes le respondieron con una huelga, la mayor en la historia de Gran Bretaña. En este sentido, es interesantísima la novela GB84 (Hoja de Lata), de David Peace. Margaret Thatcher llamaba a los mineros “el enemigo en casa”. Después, su ofensiva conservadora, su laminación del paradigma keynesiano, se extendió a las trade unions, la industria y las capas más desfavorecidas de las ciudades. Curiosamente, lo que acabó con ella fue el poll tax, un tributo local que obligaba a los ciudadanos a contribuir por igual, independientemente de su nivel de ingresos y de la zona en que residieran. Ahora empezamos a pagar las consecuencias de aquella revolución neoliberal, para desmantelar el Estado del bienestar, que empezó con ella y con Ronald Reagan. 

Desde el éxito de Intemperie de Jesús Carrasco, se ha hablado mucho de un supuesto resurgir de una narrativa que presta atención al mundo rural. ¿Crees realmente que ha habido un auge de esta narrativa?

Cierto es que en los últimos tiempos la España rural ha despertado mucho interés —muy loable al respecto la labor de la editorial riojana Pepitas de Calabaza—, pero la tradición, la mirada sobre ese mundo agonizante, lleva décadas goteando, desde El disputado voto del señor Cayo (1978) y la espléndida La lluvia amarilla (1988), de Llamazares. Confío en que no se trate de una moda pasajera. Él problema está ahí.

Una de las cosas más destacables del libro es el lenguaje, sobre todo porque subrayas la riqueza lingüística del mundo rural.

Ciertamente, hay una voluntad deliberada en La forastera de rescatar ese castellano del mundo rural, muy apegado a la tierra y las labores del campo. Creo que no suena impostado. Me viene natural, por apego al idioma y porque mi familia proviene del sur y como tantos otros emigrantes trabajaron en las faenas agrícolas. Abuelos, tíos, mis padres usaban esos términos con absoluta normalidad en las conversaciones cotidianas. Trebejos, trébedes, támara, escamondar… Expresiones como “por el sendero, va siempre la soga detrás del caldero”. Me empapé de ellas desde niña.

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Foto: Marta Calvo | Cedida por la editorial.

El libro puede leerse también como un elogio de la oralidad, del relato en tanto relato oral y no necesariamente escrito.

No heredé una biblioteca familiar, pero sí, a cambio, la pasión por el relato oral, por las historias contadas de viva voz que se perpetúan de generación en generación. Las mujeres de mi familia —ellas son las grandes transmisoras— contaban historias de aparecidos, fantasmas, de pequeños milagros, de curanderos, contrabandistas y de gitanas que sabían descifrar misterios en la superficie del agua que contenía una palangana. Historias de enamorados a contracorriente, del niño que se ahogó en el río y lo buscaban por la noche con antorchas siguiendo el curso arriba, historias de los maquis, de cómo se las ingeniaban para bajar al pueblo y conseguir pan y tabaco. Todo eso es un tesoro para la imaginación.    

El tema del suicidio sobrevuela a lo largo de toda la novela y me gustaría preguntarte en concreto sobre la relación del suicidio con el entorno, con la tierra.

En realidad, el detonante de La forastera fue la perplejidad que me suscitaba el suicidio recurrente en determinadas familias, como los Hemingway. Ese interés me llevó a un paisaje que conozco bien: el sur, las sierras subbéticas, en el centro de Andalucía, entre Córdoba y parte de Jaén. En la zona, el índice de suicidios se dispara. ¿Por qué? He leído el trabajo de psiquiatras y conversado con algunos de ellos, quienes explican que el suicidio no se transmite genéticamente; lo que se hereda son patrones de conducta en determinadas situaciones, en encrucijadas por reveses de la vida. Se trata de una zona de relieve montañoso, donde en tiempos la población se distribuía en cortijadas dispersas, separadas de un mar de olivos. Una tierra pobre, agreste y de gran belleza. ¡Ya tenía el paisaje para mi novela! Rafael Alberti hablaba así de esa zona en La arboleda perdida: “…pueblo, como tantos otros escondidos de aquellas serranías, saturado de terror religioso, entrecruzado de viejas supersticiones populares, solivianto aún más por una represión en todos los sentidos […] Hay algo oscuro y fuerte por estas serranías  […] ¡Cuánta angustiosa soledad la de los pueblos de esta serranía”.             

El cuerpo femenino tiene un papel protagonista. Leyéndote pensaba en Clavícula de Marta Sanz, por la descripción de una mujer que está dejando atrás la juventud y que, a nivel físico, se encuentra a las puertas de la menopausia.

Tengo repleto de subrayados mi ejemplar de Clavícula, de Marta Sanz, con frases como: “Se cristaliza mi pecho y, bajo la transparencia de las costillas, veo latir un corazón azul. Las cicatrices cristalizadas parecen chorros de agua en una fotografía…”. Me encantó esa sinceridad brutal (¿impúdica?) de mostrar el cuerpo femenino, en sus servidumbres y deterioro. ¡Bravo por la Sanz! Creo que la menopausia es la verdadera “edad bisagra” de la mujer, en la también se encuentra Angie, mi protagonista, que ya no es objeto de deseo, liberada al fin de juicios y miradas, de agradar, del qué dirán. No tiene nada y nada espera. Su lengua y su cerebro se desatan. Tiene (y tenemos) derecho a contarse.      

¿El gesto político de tu novela no está tanto en la reivindicación, cuanto en el mostrar, en el narrar lo que no suele narrarse?

Es una novela política, desde luego, en su voluntad de mostrar los márgenes, lo que se esconde bajo la alfombra. Angie vive en el campo, en una aldea recóndita del sur, pero bien podría vivir en la gran ciudad, acosada por la subida de los alquileres, a punto del desahucio. Hay voluntad política también al sugerir que esa España olvidada no se vació porque sí, sino por lo que Sergio del Molino llama el Gran Trauma, una emigración masiva desde los años 50 a las grandes ciudades para suministrar mano de obra barata, gente que se acomodó en barriadas de aluvión y rehizo su camino a costa de muchos sacrificios. Sus hijos, los hijos de los campesinos trasplantados en los bloques de hormigón, expresaban su rabia a través del heavy metal o la rumba. A veces, la droga.

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