Iván de la Nuez: “La nostalgia no es un elemento del Estado socialista ni de la revolución, sino un estandarte del primer exilio cubano”
El escritor publica una nueva colección de ensayos donde utiliza a Cuba como escala para explicar el mundo
En la cuarentena, por el encierro, nos hemos alejado de los espacios, nos entristecemos, añoramos, odiamos y amamos; todo nos parece incierto porque nos quedamos solos, nos convertimos en isla.
El confinamiento es una isla que podría ser parecida a Cuba, con sus limitaciones, sus censuras, sus revoluciones internas y sus momentos de belleza, su arte y su caos; una coherencia dentro de lo incoherente. Así refleja Iván de la Nuez su propia vida como cubano nacido en revolución en su nuevo libro Cubantropía (Periférica, 2020), un libro de ensayo biográfico donde se aleja de lo que muchos piensan que es un exotismo caribeño para acercarse a esa mutación ideológica, fantástica y cultural llamada Cuba.
Estos ensayos tienen una visión que rompe con el estereotipo de la Cuba de los sesenta, sin vanagloriarla ni desacreditarla; es simplemente la visión en carne propia de un cubano en el exilio que no ha querido ser ni aprovecharse de la fama ideológica enraizada en el nombre de su país. De la Nuez camina a través de múltiples episodios y ciudades para contarnos a través de capítulos fragmentarios como no hay conceptos binarios alrededor de nada, ni siquiera de algo tan extremo como la historia de Cuba.
Posiblemente, Cubantropia es un libro que produce resquemores a la “cubanidad”, así como le puede causar curiosidad e iluminación a un europeo o curiosidad a un lector ruso o venezolano. El autor despliega episodios cubanos conocidos mundialmente, desde la generación de los marielitos en los años ochenta, pasando por el Buena Vista Social Club de Win Wenders hasta Obama o la Trumpada, con ese nuevo hombre previsto por el Che, que continuará la historia de Fidel.
Esta entrevista transcurre en varios días, correos y mensajes de Whatsapp, lo que me confirma ese estereotipo de que en el Caribe el tiempo va lento pero siempre se llega a puerto.
¿Es este un libro que puede verse como un viaje, un viaje personal para desmitificar el exotismo de “lo que es Cuba”?
El libro es un viaje personal y, en parte, la biografía intelectual de uno de esos hombres nuevos, nacidos con la Revolución y programados para el futuro según los criterios del Che Guevara. Aquí resumo treinta años de trabajo sobre temas cubanos, en los que me niego a actuar como un turoperador que se dedica a explicarle Cuba al mundo, así que elijo el camino contrario. Esto es, usar la isla como una escala apropiada para entender ese mundo y su repertorio de conflictos: postcomunismo, modelo chino, divorcio entre mercado y democracia, conflicto entre cultura y política, desajustes de la globalización, persistencias de la Guerra Fría, enfrentamiento con Estados Unidos, supervivencia de un modelo de partido único en Occidente. Todo eso desde la cultura, el arte, la música popular, las situaciones cotidianas, los eslóganes políticos, las campañas turísticas, la imaginación de la gente para sacarle punta a sus pequeñas conquistas de libertad y resistencia.
Sé perfectamente que el tema cubano es un campo minado. Pero lo mío no va de poner bombas o desactivarlas, sino de intentar abrirme paso entre estas sin la menor intención de actuar como héroe, víctima y mucho menos mártir. Como no estoy dispuesto a dar la sangre por ninguna causa política, no pido que otros se inmolen por lo que yo no soy capaz de hacer.
En ese recorrido trato de apartarme del exotismo, hasta donde eso es posible para un cubano, y sabiendo que ese exotismo puede ser musical, literario y también ideológico. Pero el libro también se posiciona contra la letanía binaria de la Guerra Fría: Patria o Muerte, Todo o Nada, Revolución o Exilio, Placer o Sacrificio, Habana o Miami; toda esa situación bipolar que nos ha atosigado durante décadas. Por eso exploro cómo la cultura cubana, durante estos últimos treinta años posteriores al derribo del Muro de Berlín, ha venido quebrando esos absolutos.
Algunos artistas usan la cubanidad como exotismo para atraer y otros reniegan de ella pero ¿cuál es la verdadera identidad cubana? ¿Existe más allá de la identidad creada por el discurso nacionalista del Estado vs. la globalización de la diáspora?
El Estado cubano tiene un proyecto nacionalista muy fuerte, aunque muchas veces ha tenido que hacer malabares para conciliarlo con su modelo de internacionalismo. Esa contradicción le ha colocado en aprietos geopolíticos muy graves y también en paradojas internas insalvables. Quizá, salvo Israel, es difícil encontrar un Estado tan pequeño metido en líos globales tan grandes como guerras en África, revoluciones en América Latina, decenas de miles de estudiantes en Europa del Este, millones de cubanos en diáspora por el mundo, liderazgos de la Tricontinental o los No Alineados, procesos varios de descolonización, médicos actuando en medio mundo… En cualquier caso, el nacionalismo no es exclusivo del Estado socialista. Ha existido antes que este -afianzado desde las dos guerras de independencia contra la corona española- y también fuera de este -como es el caso de una franja importante del exilio con una agenda de lo más patriótica-. Entre unos y otros han venido retroalimentando una identidad cubana vertical e inmutable, que deja escaso lugar para las zonas ambivalentes de esta cultura. Cada uno con sus respectivos manuales de buen revolucionario y de buen exiliado, a menudo disolviendo las fronteras culturales entre el “comecandela” comunista de la isla y el “cubanazo” anticomunista del exilio, por más que se encuentren en las antípodas ideológicas. (Y todos con José Martí se usa como comodín para rematar la jugada).
En el libro cuento el efecto que me produjeron unas gafas de sol que encontré en Miami y que tenían la bandera cubana en sus lentes. Mientras más te protegían con el manto de la patria, más te nublaban la vista. También me detengo en una pieza del artista Tonel, que es un mapamundi compuesto de islitas de Cuba. Creo que esta define muy bien lo que empieza a significar para muchos la diáspora a partir de los años noventa del siglo pasado, y que no funciona exclusivamente como un sinónimo del éxodo, sino como una multiplicación de la isla y del exilio, el afianzamiento de una ubicuidad que desborda cualquier pertenencia binaria.
Visto así, no es muy interesante encontrar el arcano de la “verdadera” identidad cubana. Si me he inventado la palabra “cubantropía” es, justamente, para lidiar con un país que, más que un Estado, una ideología o un territorio, se ha convertido para mí en una energía. Decía Lezama Lima que “el hombre no sólo germina sino también elige”. Y este es el libro de alguien que quiere parecerse a ese hombre y que ha puesto la elección por encima de la determinación.
Pareciera que las editoriales apuestan por los escritores cubanos que juegan a la literatura de la nostalgia. ¿No es jugar a favor del discurso del Estado? ¿Si un escritor cubano en el exilio hace lo mismo no es incoherente en la ideología de la contrarrevolución?
Durante los años noventa y la primera década del siglo XXI se puso de moda un tipo de literatura cubana que podías identificar fácilmente con el turismo. Una especie de realismo mágico del socialismo tardío, que puso en órbita una versión cubana y anacrónica del boom, que hasta hace muy poco fue el principal paradigma literario de los editores españoles que se acercaban a la literatura latinoamericana. En cualquier caso, la nostalgia no es un elemento del Estado socialista ni de la revolución, sino un estandarte del primer exilio cubano, que desplegó todo un ecosistema cultural, institucional y popular: bibliotecas, restaurantes, nombres de calles y lugares, revistas, galerías, editoriales, festivales, etc. Esta nostalgia es, básicamente, anticastrista, pues está fundada en la añoranza de lo que fue Cuba antes de 1959, aunque ha ido otras capas propias de las generaciones posteriores. De todos modos, los términos de revolución o contrarrevolución son algo desfasados. En Cuba no hay una revolución, propiamente dicha, sino un Estado comunista que en parte deviene de esa Revolución y en parte la traiciona. Lo que sí es perceptible es un proceso de reforma y contrarreforma que sacude todos los estamentos políticos del país y de la diáspora. Esa complejidad no ha sido muy asumida por el mundo editorial, que, cada vez más, preferirá al turista más o menos ilustre “de la casa” para describir, muy por arriba, lo que allí está pasando.
En cuanto al tema ideológico, que una novela sea castrista o anticastrista (o chavista o antichavista, o comunista o anticomunista) puede que sea una noticia importante para el periodismo, pero no debería serlo para la crítica. El “qué” es un asunto de las noticias, pero el arte reside en el “cómo” y eso pasa, necesariamente, por el juicio estético de la crítica. Que todo eso esté confundido, creo que es algo muy acendrado actualmente en la prensa española, tan obsesionada por el click, el tráfico de visitantes y todos esos mecanismos de respiración asistida que está alargando la vida de la mayoría de los suplementos culturales, pero que no va a salvarlos.
¿Desconolonizarnos de los otros y de nosotros mismos como latinoamericanos pasa por sacrificar privilegios que nos brinda capitalizar el exotismo? ¿No es lo mismo de Sartre, Wenders, Ry Cooder o Santiago Auserón? Al final, ¿no es una colonización?
En el Anteriormente Conocido Como Primer Mundo habita una fracción de la izquierda que es colonialista. Que mira a Latinoamérica desde el filtro de los estudios culturales, el multiculturalismo, varios paradigmas cocinados en los campus de Estados Unidos. Que es ideológicamente antimperialista, pero culturalmente pro norteamericana. Y que ha avalado con sus eufemismos la continuación del colonialismo por otras jergas. A este tipo de izquierda ya le va bien el famoso mantra de Sartre y consolarse pensando que “el colonialismo son los otros”, sin apenas detenerse en la inteligencia del colonizado para devolver el timo o profundizar en el secuestro mental del que este es objeto y que, en definitiva, es la meta final del colonialismo: meterse en tu cerebro. Hace medio siglo, esto último le preocupaba muchísimo a Franz Fannon, como puede leerse en Los condenados de la tierra, libro que, por cierto, fue prologado por Sartre.
En Cubantropía, mantengo esa vieja preocupación y sigo prefiriendo, con las reservas que hagan falta, el término transculturación, que puso a circular Fernando Ortiz en la Cuba de 1949, al de multiculturalismo, que me parece un paso atrás, al menos para unas culturas antillanas que suelen ser mucho más pródigas en su mezcla que en la identidad parcelada que les reserva, mira qué palabra más apropiada, la academia. Esa transculturación de Ortiz fue aplaudida por el propio Malinowski como un gran aporte a la antropología, la cual entendía como la ciencia del sentido del humor. Por desgracia, lo que se ha impuesto es esa fórmula de parcelación cultural que arrastra una mezcla de reserva indígena, base militar, plantación, resort turístico e incluso el zoológico. Y donde la periferia sigue encargada de poner el sabor para que el primer mundo ponga el saber.
Nada de esto es ajeno a la llamada World Music, ese término colonialista donde los haya, pues indica que, sólo si pasa por el filtro de las estrellas de Occidente, una música puede pertenecer al “mundo”.
Cuando Ry Cooder concibe Buena Vista Social Club atraviesa esos equívocos, conflictos e ilusiones que, por otra parte, han sido abundantes en la historia de Cuba y su conexión con los otros. ¿Qué cree encontrar Ry Cooder? Pues una música pura y rural, opuesta a un rock del que se ha desencantado. Antes que él, ya Santiago Auserón había armado su Semilla del son, que es una antología en la que se limita a recuperar varias cajas de antiguas grabaciones. Auserón entiende las cosas de manera diferente a Cooder, asumiendo el apogeo del son como un fenómeno urbano, que dispone de los pertrechos necesarios para iluminar el rock cantado en español. Si el primero proponía manejarse con unas raíces impolutas guardadas bajo tierra, el segundo proponía echarlas al viento.
Antes que ellos, entre otros, ya Pablo Milanés había editado la trilogía Años, donde recuperaba el son primigenio y en la que contaba con viejos maestros, como el mismo Compay Segundo. Pero nada de eso tuvo, ni de lejos, el éxito comercial de Buena Vista Social Club, por su impacto económico, porque consiguió sacar de la precariedad y el olvido a esos músicos y también por la manera en que marcó todas las operaciones comerciales desplegadas después alrededor de la música cubana. Hasta el punto de que, si escuchas la banda sonora del documental que Oliver Stone le dedica a Fidel Castro, no encontrarás música hecha después de la revolución ni nada que te hable de la evolución moderna de esa música. Ni Nueva Trova, ni Irakere, ni rap, ni timba ni Leo Brouwer, ni nada. Sólo la música “de antes” marca el ritmo del Comandante en la pantalla.
Si Sartre fue a Cuba fascinado por el paisaje político de la incipiente revolución, Ry Cooder va allí fascinado por el paisaje sonoro anterior a esta. Para el primero, el futuro está a la vuelta de la esquina; para el segundo, lo que está a la vuelta de la esquina es el pasado.
Si pensamos en el reguetón, ese género que no se adentra en la hemeroteca ni en el antecedente histórico como tú mismo dices, ¿podríamos pensar que es el nuevo bastión para hallar la convivencia entre el modelo cultural y el modelo económico?
El reguetón es la banda sonora de gran parte de los millennials cubanos y de las contradicciones en las que está inmerso ese país. La demostración del fin de la importancia de las élites y la rebelión de una música autodidacta en una isla en la que los músicos de todos los géneros estudian en las academias. El modelo ideológico y cultural del oficialismo deplora estética o moralmente al reguetón, pero el nuevo modelo económico no está en condiciones de desdeñar el dinero que mueve, ni de reprimir a unos jóvenes que lo llevan puesto consigo en sus iPhones, echando por tierra cualquier filosofía del sacrificio, y abanderando el sampleado del barrio o la crónica que no encontrarás en los periódicos. No es necesariamente una crítica del socialismo, sino un paso más allá, una apología del consumo, el dinero, las piscinas, la joyería, los coches, la fiesta y la lisergia. Una conexión caribeña que se expande casi exclusivamente en el mundo de la economía privada y un fenómeno que ya es intrínseco al capitalismo de Estado que se está ensayando allí.
Viendo el presente y observando cómo los estados democráticos y sus ciudadanos se alarman ante la vigilancia digital. ¿Cómo vería un cubano esta alarma desde su vida bajo un Estado “cuyos mecanismos de control son predigitales”?
La Revolución cubana triunfa en 1959 y aprovecha el despegue de la televisión, la efervescencia del pop y la impronta de la fotografía, implantando una iconocracia que le dio réditos comunicativos indiscutibles. Seis décadas más tarde, su relación con el mundo de internet es diferente y dista mucho de reportarle los éxitos de propaganda que tuvo en los sesenta. En Cuba ahora mismo hay más de seis millones de teléfonos celulares y decenas de medios de comunicación que van pivotando por las redes un nuevo periodismo en el que se recogen los acontecimientos sin filtro. Yo recuerdo que mi generación vivió una historia que la diferenciaba de su contemporáneos del resto del mundo. Pero los millennials de ahora, por el contrario, se parecen demasiado a cualquier otro joven de Occidente.
En mi opinión, el modo en que el gobierno cubano se está adaptando a ese cambio es nefasto, siempre a la riposta y usando los nuevos medios para repetir viejas consignas, clamar por la unanimidad y abanderar una continuidad que resulta de ciencia ficción para cualquiera que camine por la calle.
Yo te diría que allí las redes funcionan más por lo que pueden liberar que por el control del que aquí nos quejamos con razón. Pero esta es la única manera por la que la gente puede informarse, conectar con la vida real, romper las fronteras de la isla con el mundo y hasta responderle al presidente de la República en directo, manifestándole su desacuerdo y su ira, sin esperar por la apertura de una política que continúa reacia a transformarse o, al menos, a actualizarse.
En las primeras páginas del libro citas esta frase de un Think Tank de Ronald Reagan sobre el capitalismo: “el problema no consistía en el fracaso del sistema sino en su ‘éxito avasallador’”. Pienso ahora en esa frase dentro del contexto actual y post Covid-19, ¿Hacia dónde va Cuba y hacia dónde irá el mundo? ¿Vuelve el comunismo o se afianza el capitalismo?
El libro arranca en 1989, conmigo celebrando el derrumbe del Muro de Berlín y, al mismo tiempo, alertando de que el liberalismo también se vendría abajo, aunque sólo fuera por mera energía coreográfica. Capitalismo y comunismo habían establecido su danza por la primacía del mundo en todo el siglo XX, y cuando un miembro de la pareja de baile se cae suele arrastrar al otro con ella. A algunos comunistas les molestó entonces mi celebración y a algunos anticomunistas les disgustó que estuviera aguándoles la fiesta. A los primeros les jodía que comulgara con la felicidad del desplome, y a los segundos que no comulgara con su fantasía del triunfo de ese mundo unipolar y aburrido sin apenas conflictos que nos prometieron entonces.
Treinta años más tarde, estamos viviendo una simbiosis de lo peor de los dos sistemas, con un divorcio creciente entre mercado y democracia, con el triunfo del primero sobre la segunda, incluido en este cogollito llamado Occidente. Si en aquel 1989 Cuba hubiera seguido el destino de los países socialistas de Europa del Este con los que compartía galaxia y sistema, su destino hubiera sido parecido al de estos. Pero en Cuba no se cayó el socialismo y ahora las posibilidades que se le plantean no son las de aquellos tiempos unidireccionales. ¿Qué nos espera hoy? ¿Una franquicia caribeña del modelo chino? ¿Un emirato antillano con riqueza y derechos para una casta y precariedad y represión para el resto de la sociedad?, ¿Una isla abonada a la terapia de choque neoliberal? Como tampoco hay una opción plausible que permita pensar en una mezcla de socialismo y democracia (que sería lo más imaginativo que podría hacer la izquierda), tengo que decirte que no soy optimista. Ni con el mundo ni con Cuba.
Hace treinta años, cuando yo leí aquella frase del “éxito avasallador”, también vi en los autobuses de Miami unos carteles que ponían No Castro no Problem, y escuché a varios gurús repetir que si abrías la economía de mercado todo lo demás vendría rodado… Y ahora estamos aquí tú y yo, chateando en medio de esta pandemia que amenaza con reventar todo el sistema por un parón de dos meses. Así que mi opinión no ha hecho más que radicalizarse, lo que me lleva a responderte que el comunismo no volverá y que el capitalismo no se salvará.