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Juan F. Rivero: “Me gusta pensar el arte como una celebración”

Juan F. Rivero: “Me gusta pensar el arte como una celebración”

Enrique Fuenteblanca | Foto cedida por el autor

Poeta, editor y traductor. Así se define Juan F. Rivero, que acaba de publicar en la editorial Candaya Las hogueras azules, un poemario fruto “de años de lectura y juegos”, en palabras del propio autor. La influencia de la poesía nipona, ya presente en su primer poemario, Canícula, se hace aquí más evidente si cabe. F. Rivero hace propia esa tradición no solo para ponerla en diálogo con otros autores, de Anne Carson hasta Federico García Lorca, pasando por Ezra Pound o T.S. Eliot, sino para reescribirla y dar forma a una obra poética única que nada tiene de manierismo. El tiempo y su relación con el lenguaje es uno de los temas centrales de Las hogueras azules, donde breves poemas dialogan con poesía narrativa, donde el yo se hace presente en la exploración de la experiencia que este tiene con el mundo que habita y que se hace inaprensible.

En 2016, publicabas Canícula, un poemario en cuya última parte, La coherencia del paisaje, ya podemos observar la influencia de la cultura oriental en tu escritura. Quería preguntarte por el desarrollo de dicha influencia en tu escritura, sobre cómo ha ido penetrando, sobre todo la poesía japonesa, en tus versos.

Mi relación con la literatura japonesa es bastante temprana. Tendría unos diecisiete años cuando leí un libro de haikus por primera vez, una recopilación de poemas de Ueshima Onitsura que Yoshihiko Uchida, Vicente Haya y Akiko Yamada habían titulado Palabras de luz. Recuerdo que me despertó emociones encontradas: por un lado, la aparente sencillez de las imágenes chocaba con la mayor parte de la poesía que me interesaba en aquel momento, mientras que, por otro, había en todos los textos algo misterioso, oscuro y cautivador —hoy sé que los japoneses llaman a eso yûgen—, como si las palabras escondieran mucho más de lo que yo era capaz de leer. Esa no fue, en cualquier caso, la primera vez que experimentaba una fascinación parecida en torno a la estética de la cultura japonesa; ya por aquel entonces llevaba tres años practicando aikido, era muy aficionado a la animación y a los tebeos japoneses, e incluso me planteaba estudiar un grado en Estudios de Asia Oriental, por lo que el salto a su poesía, en un periodo en que leía prácticamente todo lo que tenía a mano, me fue muy natural. Al final, en el campo de los estudios me decidí por Filología Hispánica, y después por la Traducción, pero nunca he perdido el interés por las culturas de Asia del Este.

Canícula fue mi primer poemario, y aunque estilísticamente puede estar alejado de Las hogueras azules, se vio muy influido, como dices, por la literatura china y japonesa. La serie titulada «El ruido del viento», por ejemplo, se llama así por un famoso poema de Bashô, y cada uno de los textos que la integran va precedido por un haiku. Otra influencia mayor en el libro, y muy especialmente en alguno de los poemas de «Coherencia del paisaje», como tú señalas, es Bei-Dao, un poeta chino contemporáneo que curiosamente ha reclamado entre sus propias influencias a García Lorca y a César Vallejo. Me gusta pensar que Canícula es un poemario en que tomé un puñado de influencias radicales y las hice chocar, dedicándome luego a reodenarlas y a reconstruirlas.

¿Y por lo que se refiere a Las hogueras azules?

Es un libro distinto, que nació como un medio de expresión alternativa mientras trataba de escribir otro poemario, uno que al final nunca pude acabar. Digamos que en Canícula había, larvadas, varias posibilidades de continuación, que yo intenté seguir la más difícil literaria y emocionalmente y que, en un momento dado, me di cuenta de que era incapaz de terminar el libro que me había propuesto. Mi propia poesía me dañaba. En los momentos más duros de aquella escritura comencé a escribir poemas muy breves sobre la naturaleza, las personas y las cosas con las que convivía a diario, en parte para oxigenarme y en parte como ejercicio para desbloquearme literariamente. Cuando quise darme cuenta, los ejercicios se habían vuelto un juego que, en lugar de dañarme, me apasionaba y me servía para respirar; así que abandoné el otro proyecto y me dediqué a este, tras lo cual Las hogueras se dieron a luz a sí mismas con toda naturalidad. Creo que es precisamente debido a la familiaridad de la que hablaba antes con las literaturas de China y Japón que este poemario ha resultado tan sencillo de escribir. Cuando escribía me sentía como en casa.

Como señala Ana Gorría en el prólogo, tu poemario bebe de muchas influencias, aparentemente muy dispares y que, sin embargo, adquieren sentido en tu reelaboración. ¿De qué manera esta mezcla de referencias no está indicando tu propia concepción de la poesía y tu relación con distintas tradiciones?

Creo que aciertas plenamente al señalar que una de las claves de mi poesía está en el eclecticismo de su fondo. Cuando leo, y cuando escribo tras mucho leer, me gusta saltar de una tradición a otra y buscar nexos entre lo que se dice y lo que no se dice, y también entre géneros literarios y disciplinas artísticas. En Las hogueras azules hay mucho de Si Kongtu y de Gary Snyder —en especial de su prosa ensayística—, pero también hay mucho de Rothko y de Sakai Hôitsu, dos pintores, e incluso de la música tintinabular de Pärt. Creo que el origen de este eclecticismo de fondo, y lo llamo de fondo porque no siempre se refleja estilísticamente, como sucede en Las hogueras, proviene de aquella definición que Lorca dio en una de sus conferencias en Argentina y que yo debí de escuchar e interiorizar hace ya tiempo, no me acuerdo dónde: «poesía es la unión de dos palabras que uno nunca supuso que pudieran juntarse, y que forman algo así como un misterio».

Ana Gorría habla de tu voluntad de ruptura. ¿La escritura implica siempre romper, transgredir, es decir, nunca repetir y/o seguir los pasos ya dados?

Ana es una lectora excepcional, y en mi opinión lo demuestra afirmando justamente eso en el prólogo a un poemario que, ante otros ojos, podría haber pasado por conservador, o incluso por imitativo. Para mí, Las hogueras azules no es una colección de haikus ni de tankas (posiblemente no haya un solo poema mío que siga la ortodoxia japonesa original, lo cual, por otro lado, es imposible porque no los escribo en japonés), sino un espacio en el que he procurado usar la lengua de tal modo que me permitiera condensar en el mínimo espacio exactamente aquello que quería decir: ni más ni menos. Creo que cuando se expresa algo genuinamente, en la forma y el tiempo adecuados, resulta siempre transgresor. Lo que a menudo amamos del poema es justamente eso, como cuando Ungaretti, en un momento dado, dice: «me fui una noche / en el corazón perduraba el estridor de las cigarras». Esos versos son buenos, es decir, hay poesía en ellos, porque expresan maravillosamente lo que el poeta se propuso expresar. Por eso en mi poema «Haibun» digo aquello de nunca he creído en la inefabilidad; como poeta, mi vocación está precisamente en deshacer su mito, en demostrar que las cosas se pueden decir.

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Imagen vía Editorial Candaya.

Más allá de la captación del instante, el haiku representa también una forma de relacionarse con el mundo

Un tramo muy importante en la literatura japonesa, en el que creo que residen las bases tanto del haiku como de la mayoría de los poemas que componen la segunda parte de Las hogueras azules, es el de mono no aware, que viene a significar la sensibilidad por la cual toda persona se ve en un momento u otro conmovida por su experiencia del mundo. En Occidente, los románticos alemanes se refirieron a algo parecido cuando hablaron de la impresión que llega a causar lo sublime, aunque en su forma de entenderlo hay, por regla general, una grandilocuencia que no siempre está en la tradición japonesa. El aware puede experimentarse, como en mi caso, cuando uno camina por la calle y ve, en invierno, a un pájaro que busca cobijo entre las ramas peladas de un árbol, o cuando ve, tras un invierno largo y desagradable, que la higuera da yemas y el ciruelo florece, pero también cuando, en una noche de insomnio, después de haber renunciado a dormir, uno se vuelve y se encuentra a su lado el cuerpo de otra persona dormida. En todos estos momentos hay algo que no está exactamente en las cosas que se miran, sino en cómo nosotros nos sentimos cuando, al mirarlas, descubrimos en ellas algo que no esperábamos. La esencia del haiku, y también la de estos poemas míos de la segunda parte, está precisamente en aprovechar ese instante de lucidez —en realidad, de poesía— para crear un poema. Pero no todos los poemas del libro son así. La cuarta parte, por ejemplo, es distinta.

En tu poesía, hay mucho de la tradición clásica, de esa idea de la vita fugit y del arte como forma de detenerla.

Una parte fundamental de mi vida lectora ha transcurrido entre Grecia y Japón, y me gusta pensar que al menos una parte de sus tradiciones acaba confluyendo en mi manera de escribir y de entender lo que escribo. Por lo que respecta a los posicionamientos vitales, me considero un ateo epicúreo y feliz. Nuestra herencia cultural europea hace imposible que ideas como las que sostienen esa vita fugit no nos toquen de lleno, pero prefiero evitar esa concepción agónica del arte como intento de retener la belleza que escapa. Más bien, me gusta pensar el arte como una celebración. (Mi arte, digo.)

“Raras veces el tiempo / se ha dejado tocar el corazón. / Somos la mano que intenta tocarlo”. Estos versos permiten preguntarse: ¿Cómo nombrar aquello que se desvanece? ¿Cómo nombrar lo inasible?

Como he dicho, los poemas que componen la cuarta parte del libro, los «Poemas para ser pintados», son diferentes a los de las partes primera y segunda, aunque guardan una fuerte relación con la tercera parte, el ensayo-poema «Haibun». En general, son textos que se vuelven por completo hacia la vida humana y sus intimidades, y que por tanto se detienen en problemas y momentos conflictivos, con respecto a los que, en lugar de ese aware que antes mencionaba, hubo una reflexión profunda. Es por ello por lo que las imágenes y los motivos de los textos son distintos de los anteriores, aunque, como señalas, hay una continua preocupación por el concepto de inefabilidad, y también una rebeldía contra él. Ese poema que mencionas forma parte de una serie titulada «Poemas para un biombo sobre la tristeza» y, en ausencia de una única definición capaz de abarcar la complejidad de la naturaleza humana ante un fenómeno tan vasto como es este, se va repitiendo anafóricamente una misma estructura: «Somos lo que más miedo nos da ser», «Somos lo que el cerebro oculta entre sus ramas», «Somos tangibles, tiernos», etc. Elegí la forma de un tríptico (biombo de tres paneles) justamente porque quería reflejar la necesidad de expresar ciertas realidades de manera poliédrica, a fin de representar su verdadero grado de complejidad… ¿Cómo nombrar lo inasible? Sinceramente, no lo sé; sé que a veces se logra, pero siempre se hace de una forma distinta, tal vez precisamente porque todo es distinto y requiere una forma a la altura de sus singularidades. Como poeta, creo que me posiciono abiertamente en el «Haibun» cuando digo que la vida me ha enseñado a ser paciente, ya que siempre hay cosas cuya expresión exige de distancias y tiempos mayores.

En cuanto a la reflexión sobre el tiempo, su relación con el espacio y con el lenguaje, y también en la referencia al paso de las estaciones, es inevitable no pensar en un poeta como T. S. Eliot.

Sí. Toda la obra de Eliot, en especial Miércoles de ceniza y La tierra baldía, fueron muy influyentes para mí, aunque los leí hace ya mucho. También, en este sentido tan concreto, destacaría la poesía de John Ashbery y, más recientemente, la de Anne Carson.

Comenzaba la entrevista mencionándote Canícula, donde había una voluntad de deconstruir o, incluso, destrucción del yo. Aquí, sin embargo, ¿podemos decir que, en cierta manera, el yo reaparece?

Una idea muy temprana en mi poética, y que sigo manteniendo plenamente hoy, es que el yo de la voz poética es tan ficticio como el del narrador de una novela. Sí, por supuesto hay un ser humano detrás de mis poemas, y por supuesto muchos de ellos se basan en mi propia experiencia, pero no siempre es así ni tiene por qué serlo. Por regla general, un poema es una forma de ficción articulada sobre el personaje que llamamos voz poética; eso fue lo que quise expresar en mi primer poemario.

Te preguntaba a raíz de la reaparición del yo sobre todo teniendo presente las partes más narrativas del poemario. ¿La poesía está más allá de los versos?

La poesía, en efecto, está más allá del poema, pero es que la poesía —antes de ser poema como tal— está siempre por escribir, el poema en sí no es la poesía. En fin, el yo de Las hogueras azules reaparece con fuerza porque así lo requiere este libro; porque toda su propuesta estética se sostiene en él.

En una entrevista comentabas que no compartías la idea de Vicente Monroy de equiparar ciencia y poesía. Algo que también sostiene en parte Fernández Mallo. Sin embargo, en tu deambular por Madrid encontramos una fórmula matemática…

Bueno, aquella entrevista se dio en un contexto muy concreto: el poeta Rodrigo García Marina me entrevistaba, y yo, unas semanas antes, había entrevistado a Vicente, y en esta especie de matrioska de declaraciones literarias yo aludía a una idea que Vicente había defendido con respecto a su poemario Las estaciones trágicas. Lo que en aquel momento yo quería decir es que la poesía no me parece una ciencia, porque carece, como tal, de un objeto de estudio definido. Vicente es un amigo y un fantástico escritor, y comparto con él muchas cosas, entre las que destaca un interés creciente en el lenguaje de la ciencia, sus metáforas y, también, sus campos de desarrollo expresivo. Como él, y también como Fernández Mallo, el propio García Marina o las poetas María Sánchez o Berta García Faet, utilizo ese lenguaje de la ciencia para ensanchar el poético, como trato de hacer citando la fórmula de la fotosíntesis en el poema que mencionas.

Tu primer poemario era abiertamente reivindicativo… ¿Quizás Las hogueras azules lo es menos?

Canícula, en efecto, es un poemario con una carga política muy fuerte. En Las hogueras, esa carga política queda diluida al volverse la mirada hacia aspectos más íntimos de la vida diaria, pero eso no significa que no esté. Hay, por ejemplo, política en la reivindicación del espacio natural que es absorbido por la ciudad y se reintegra en ella, y al que habitualmente no prestamos ninguna atención. Hay política en el tratamiento de temas como la tristeza, la ansiedad o el miedo, que nos atenazan en un mundo lleno de incertidumbres y se han convertido en tristemente representativos de mi generación (aunque no solo de ella). Hay política en la vindicación social de la felicidad, o en el último poema del libro, en que se celebra un amor sin descendencia, válido por sí mismo y no como vehículo de la reproducción.

Apareciste en un reportaje titulado “La nueva generación de escritores que no quiere ser una generación”. En España, la historia literaria se ha construido en base a la identificación de generaciones, pero ¿crees que esto se ha acabado?

Creo que ya desde la generación del 50, en España la crítica se ha empeñado en meter con calzador a autores muy distintos en los mismos cajones, y lo cierto es que entiendo que los escritores se hayan rebelado contra etiquetas a menudo perezosas, reduccionistas y torpes. Últimamente, los escritores y escritoras de mi edad hemos sufrido, por ejemplo, la imposición mediática de la etiqueta millennial, cuando este es un término importado de Estados Unidos que a nosotros no nos toca más que tangencialmente. Con independencia de esto, creo que existen en España razones para sostener que se está conformando algo parecido a una generación, pero está sucediendo al margen de cualquier etiqueta impuesta por terceros, y se está haciendo sobre un eclecticismo formal y temático que debería leerse en clave de riqueza. Los nacidos a finales de los ochenta y principios de los noventa crecimos en un entorno editorial dominado por una poesía imperante —mal llamada de la experiencia— que hoy ha desaparecido del panorama poético y que muchos de nosotros hemos rechazado hasta la saciedad, a pesar de lo cual desde ciertos sectores se nos impone un patronazgo por su parte que nunca ha existido. Muchos de los nacidos a partir de la segunda mitad de los noventa, sin embargo, se han encontrado con un clima distinto, más abierto por la caída de la poesía hegemónica y más fértil por el saneamiento de algunos concursos literarios. Curiosamente, ahora mismo esos dos polos de lo que, como digo, me parece una sola generación se están mirando entre sí, y están hablando. Creo que de este clima de conversación están surgiendo obras importantes y que, probablemente, si continúa en los años que vienen, asistiremos a una verdadera floración literaria.

Por tanto, te resultaría difícil decir dónde inscribes dentro un hipotético campo poético.

Sinceramente, no lo sé. Y tampoco sé si quiero señalarme en uno u otro punto. El panorama es complejo y cambiante, aunque la presencia en Internet de muchas escritoras y escritores nos permite intercambiar ideas y establecer entre nosotros relaciones que antes no hubieran sido posibles. Eso, en cierta manera, también requiebra la idea de una generación entendida a la clásica, pues el debate público se intensifica y diverge y, además, se abre a la posibilidad de conversaciones transversales, mantenidas por personas que nacieron en momentos muy distintos y que sin embargo encuentran afinidades estéticas y políticas entre sí. Y la misma circunstancia contribuye a deslocalizar en cierto grado los centros de actividad intelectual y literaria. En este sentido, al menos por lo que respecta a la poesía, Internet parece haberse convertido en la nueva capital absurda, brillante y hambrienta, y en medio de su eclecticismo y su voracidad no siempre es fácil —ni tampoco necesario, en mi opinión— inscribirse en un solo lugar.

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