Jesús Terrés: «La vida es una mezcla de trascendencia y ligereza, como toda obra de teatro»
Charlamos con Jesús Terrés sobre su nuevo libro y se escapa también alguna que otra divagación sobre el placer, el lujo, la lucidez o la belleza. La vida, en fin
«Este es un diario de vértigos y una celebración de lo cotidiano, la belleza como consuelo, el lado fresco de las sábanas y la única religión que ya profeso: la de la piel erizada».
Pensaba en cómo introducir esta charla con Jesús Terrés acerca de su libro Nada Importa –que publica Círculo de Tiza– y me encontré con esta frase, un saludo que precede a los relatos y que da en el centro de la diana. No se me ocurre mejor carta de presentación.
Agosto, sobremesa del verano. Tiempo de calibrar, de reflexionar, de hacer inventario vital para empezar el año –todos sabemos que comienza en septiembre– con la ligereza de quien tiene claro qué quiere y qué le estorba. Hablaba con Jesús sobre esto, y lo cierto es que Nada Importa, una recopilación de relatos escritos en la última década de su vida, es un buen complemento para esta reflexión. De las relaciones, la belleza que se esconde en el día a día, la lucidez, la conciencia, el placer, el lujo y, sobre todo, de saber separar el grano de la paja en todo ello, habla este libro y hablamos nosotros.
Lo recomiendan como un libro «de verano», para leer junto a la piscina. Yo creo que va más de tirarse a la piscina. ¿Cuál es un buen momento vital para leer Nada Importa?
Aunque me parece preciosa, la portada al principio me chocó un poco. Para mí, el tono que transmiten los textos recopilados es más otoñal que veraniego: recogen el testimonio de una persona que madura. Veo el libro como algo más crudo, profundo y melancólico, pero entiendo también ese enfoque. Son casi diez años de artículos y sí que es cierto que hay una parte que juega algo más a la ligereza. Estoy de acuerdo con eso de que es un libro para tirarse a la piscina, para mirar la vida sin filtros.
¿Esa transición de la melancolía a la ligereza en los textos se corresponde con un cambio de mentalidad a lo largo de esos diez años?
En los primeros años hay una capa de inocencia, una manera más salvaje y pura de soltar las cosas. Un fijarse menos en quién lee. Lo escrito recorre más o menos desde los 30 hasta los 40, una etapa muy complicada: la etapa en la que o maduras, o no; te estancas, o no. Son años clave. Por eso están las dos cosas, la capa más inocente y la más madura.
Todas las etapas tienen un poco de eso, ¿no? Ese momento de inflexión. A lo largo de esta década, una máxima que se haya mantenido y otra que ya no tenga mucho sentido.
Se mantiene la de que no basta con sobrevivir, hay que vivir. No hay que conformarse y ver cómo pasan las cosas, hay que exprimir y hacerlo con consciencia. En cuanto a lo que ha cambiado, creo que mi relación con el tiempo y con las elecciones. Es un poco como en La Gran Belleza [Paolo Sorrentino, 2013]. Antes era más tolerante con mi tiempo, lo malgastaba, lo no quiere decir que ahora no pueda pasarme tres días en el sofá sin hacer nada, pero ahora es elegido. Durante unos años tienes amigos que a lo mejor no quieres tener, estás en proyectos que no quieres estar… no aprecias tanto el tiempo. No quiero hacer cosas que no quiero hacer, vaya.
¿A eso te refieres con «vivir cortito»?
Sí. Es un concepto muy flamenco, lo cogí de un amigo, del cantaor Rancapino. Él siempre dice que hay que vivir cortito y cantar cortito. No hablar de más, no vivir de más. Es un concepto precioso. Recuerdo estar viendo con él un concierto de flamenco y preguntarle si le estaba gustando. Y me dijo: ‘No, no me gusta. No canta cortito, se está engalanando, haciendo muchos juegos artificiales’. Y me encantó el concepto, es aplicable a todo.
¿Lo aplicas también a la escritura?
Cada día más. Yo escribo empezando por una idea. Mi editora, Eva Serrano, siempre dice que los escritores, en realidad, sólo tenemos una idea que repetimos constantemente. Una vez que he transmitido la idea, me sobra el espacio. El tema es que la idea llegue a quien la está leyendo. El resto es ruido.
Das mucha importancia a saber «hilar fino». ¿Cómo lo persigues en tus artículos?
No quedándome en lo obvio, supongo. Escribir, igual que entrevistar, conversar, tener una reunión… es un ejercicio de empatía. A la hora de escribir, hilar fino sería respetar mucho a quien lo va a leer. Que haya un pacto de honestidad y confianza. No subestimar su inteligencia, que es algo que hoy en día se hace demasiado: en los medios, con titulares facilones; en la literatura y el cine; en la publicidad.
Cada vez hay menos espacio para la sutileza y se impone lo facilón. ¿Cómo te las arreglas para escribir sobre la vida sin caer en el aforismo o en el optimismo tonto?
«Escribir es desangrarse», lo decía Luís Antonio de Villena. Hay pocos escritores que realmente se vacíen sobre el papel, siempre hay filtros. A mí me gustaría vaciarme más. Creo que sería mejor escritor si lo hiciese, si no pensase en que me va a leer este o en qué va a pensar el otro. Ese es el camino, creo. Cuando estoy sobre el folio en blanco intento que no haya nadie en mi cabeza, no quiero que haya nadie. Escribimos con demasiados parapetos y así sale algo facilón. Sale una cosa correcta, pero sin emoción.
Tus textos son una apología al hedonismo. De hecho, tienes un proyecto paralelo de crítica gastronómica al que has llamado ‘Guía Hedonista’ ¿Qué significa este concepto para ti?
La Guía Hedonista fue un proyecto muy reflexionado, no quería hacer otra guía de restaurantes ni ser otro medio de comunicación gastronómico. Por un lado valoramos el nivel de placer gastronómico y todo lo que es extrae de ello. Según la Guía Hedonista, La Ardosa [un bar en la calle Colón famoso por su vermut y sus pinchos de tortilla] podría tener tres Estrellas Michelin, porque la cantidad de placer es muy alta. No tiene que ver con el precio. Para mí, ese baremo que se ha establecido en la gastronomía no tiene sentido. Es como si, de repente, vas al cine y las diez mejores películas de ese año son las que ha costado más de 100 millones de dólares hacer. Las otras ramas de la cultura han madurado es este aspecto, mientras que la gastronomía sigue un poco enclaustrada en ese premio a lo más apabullante. El hedonismo no tiene nada que ver con eso. El hedonismo es placer, y el placer puede estar de la misma forma en unas bravas que en DiverXo.
Es eso que también aparece mucho en tus textos: la relatividad de lo que podemos considerar ‘lujo’. En tu vida, ¿qué es lujo y qué no lo es?
El tiempo es el gran lujo, y también la consciencia. De nada te sirve estar con la persona con la que quieres estar tomándote un café, o en un contexto teóricamente lujoso, si no eres consciente y estás con la cabeza en otros sitios. Ese impulso de consciencia es lo que te hace disfrutar y se consigue con la experiencia, con la madurez.
Tu libro está repleto de referencias literarias, cinematográficas, musicales… como una bodega con una botella perfecta para cada ocasión. ¿Qué canción, película y libro definen este momento de tu vida?
La película, Tierras de Penumbra, de Richard Attenborough, con Anthony Hopkins. Es muy otoñal, eso sí. Pero bueno, tiene que ver con mi etapa vital. La canción, una de Cat Power que es muy nocturna, muy de conducir. Me gusta mucho. En cuanto al libro, uno que aún no he terminado, que me recomendó Laura de la librería Amapolas [Amapolas en Octubre, en el número 60 de la calle Pelayo]. Se llama El verano en el que mi madre tuvo los ojos verdes y está maravillosamente escrito, aunque es muy duro.
Hemos hablado mucho sobre la vida, un tema abstracto en el que todos nos reconocemos. Para terminar te pregunto: ¿consideras que es un juego?
Sí. La respuesta corta sería sí. Pero casi diría un vodevil. Un día te levantas aquí, tienes 12 o 14 años y consciencia de quién eres por primera vez, y esto es como una obra de teatro. Las cartas que te han tocado influyen, el lugar dónde has nacido, la familia que te ha tocado. Es un juego, pero eso no le resta importancia ni la desvalora. Estás aquí, te tocan esas cartas y, si quieres, las juegas: puedes avanzar o no hacerlo, puedes usar el comodín del público, pensar mucho cada jugada o jugar un poco a lo loco. Tengo la certeza –a pesar de que sea una frase un poco de azucarillo– de que no estamos ensayando para la obra. Estamos aquí y es el estreno. Es una mezcla de trascendencia y ligereza, como en toda obra de teatro.