Sara Mesa: “Asumimos con mucha facilidad los mismos valores que nos oprimen”
Conversamos con Sara Mesa por su última novela ‘Un amor’, editada por Anagrama.
Son pocas los autores que consiguen despertar el interés de los lectores más exigentes con cada nueva obra. Este es el caso de Sara Mesa, que, sobre todo, desde que publicara Cicatriz se ha consolidado como una de las escritoras más interesantes de las actuales letras españolas, gracias a una obra narrativa sólida donde la reflexión sobre la escritura y la poética de la ambigüedad son dos de sus ejes clave. Si Mala letra es uno de los mejores libros de relatos de los últimos años, Cara de pan es una novela inquietante en la que precisamente se cuestiona con el concepto de interpretación de lo que se cuenta. ¿Cuánto queda de indescifrable en todo relato, en todo acto de escritura? Una reflexión parecida nos encontramos en Un amor (ed. Anagrama), donde nos encontramos a Nat, una traductora que abandona la ciudad para ir a vivir a un pueblo y dedicarse a la traducción literaria.
El dinero juega un papel importante en la novela y suscrita dos preguntas: hasta qué punto no podemos entender las relaciones sin la mediación del dinero y hasta dónde es lícito llegar cuando el sustento material no es precario.
Absolutamente y me alegro de que pongas el acento en esa cuestión. Es evidente que muchas de las decisiones que toma Nat no las toma libremente, sino condicionada por distintos elementos entre los cuales su situación económica es central, el dinero o más bien la falta de dinero. Sale desde la primera página del libro: se muda donde se muda porque es el único sitio que podía pagar. ¿Crees que aguantaría, por ejemplo, las condiciones abusivas que le impone el casero si tuviese más recursos? Por eso, para juzgar las acciones de los personajes, por extrañas o inmorales que nos parezcan, hay que tener este tipo de condicionamientos en cuenta.
Y aquí aparece el sexo, al que se define como capital. ¿Es la sexualidad un capital? Pensando en la protagonista, ¿lo es de forma particular para las mujeres?
Así está organizada la cosa. Un capital que se vende barato, por cierto, la gran mayoría de las veces. Es algo que cualquier mujer ha sentido alguna vez en su vida: ese poder envenenado, peligroso, que se vuelve en tu contra. El problema es que asumimos con mucha facilidad los mismos valores que nos oprimen. Por eso, cuando Nat toma conciencia de que su poder sexual no es suficiente para atrapar a quien desea, pierde pie. De modo que tal vez no pierde pie por perder a un hombre (ese amor al que hay que poner doscientas mil comillas) sino por perder el control. De todos modos, no quisiera que la novela se redujera solo al asunto del sexo. Yo estoy hablando todo el tiempo del poder. También del dolor, de cómo hay un tipo de dolor íntimo, perturbado y difícil de explicar, pero real, que se sanciona como ridículo o intrascendente.
Hablando de sexo, ¿el título podemos leerlo como una mala lectura o una mala interpretación de lo que es el amor? Dicho de otra manera, ¿hablamos de amor cuando no lo es?
El título es totalmente irónico, pero no en el sentido de que la historia no sea una historia de amor, sino en el de que las palabras universalizadas, contundentes, manoseadas, pueden llegar a no significar nada o a significar tantas cosas distintas, y hasta contrapuestas, que se vuelven muy conflictivas. Ocurre igual con otras palabras que aparecen en la novela, fundamentales en la trama: comunidad, dignidad o justicia por ejemplo. El asunto de los nombres es importante: el del perro (Sieso), por ejemplo, que es un ser condenado por su origen, o el de la gata (Li), que aparentemente no significa nada pero que después lo significa todo.
Esto me lleva a hablar de la traducción. Nat, traductora, está dentro de esta grieta, perdida en la traducción. ¿Su dificultad en entender el libro que traduce es también su dificultad de interpretar la realidad que la envuelve?
Sí. No busqué conscientemente este simbolismo, pero cuando escribía la historia y daba forma al personaje se me presentó de manera natural. Es evidente: ella, Nat, es una mujer que trata de buscar sentido al mundo. Pero esa búsqueda de sentido también la implica a ella misma. Ha hecho cosas cuyas razones desconoce. Desconoce sus motivaciones. Se deja llevar por sentimientos de los que se creía a salvo, etc. Me gustaría que la novela se entendiera, en este sentido, como un viaje interior de la protagonista, una vía indirecta, casi poética, de autoconocimiento. Una epifanía a pesar del dolor.
La traducción plantea la cuestión de la literalidad. De la misma manera que la literatura -y la traducción literaria- escapa de la literalidad, ¿no podemos entender la realidad literalmente?
La literalidad es un gran peligro. Habla de rigidez mental, de falta de ironía y de humor, de univocidad. Además es mentira. Detrás de lo que hablamos, siempre hay otra cosa. Lo que ocurre es que cuando reaccionamos a esa otra cosa no dicha –contestamos, actuamos, sentimos en función de ella— se nos puede decir que esa reacción es ilógica, que no tiene valor, que nos la hemos inventado. Pasa todo el tiempo, desde el lenguaje íntimo y cotidiano al lenguaje político, administrativo, legal…
En un momento, se habla de la grieta que hay entre la lógica del lenguaje y la realidad. ¿Hasta qué punto tu interés por la escritura, que recorre toda tu narrativa, tiene que precisamente que ver con esta grieta?
Mira, yo creo que aquí hay que hablar del silencio, que muchas veces es un disfraz para decir, pero de otra manera. En un momento dado de la novela, la protagonista se siente atacada precisamente por el silencio, pero esto es más difícil de explicar que un insulto. El silencio es central en el libro. Hay montones de cosas que no se dicen, que no se explicitan. ¿Qué saben los vecinos y qué no? ¿Por qué callan? ¿Qué esperan? Esta grieta que mencionas se ve muy clara en el personaje de Roberta, la anciana con demencia… Quizá su discurso ilógico atina mucho más de lo que parece.
Bueno, una de las figuras clásicas de la literatura es el loco que, sin embargo, dice la verdad. En otras palabras, el loco que termina siendo el más cuerdo de todos.
Sí, porque se salta el discurso de la convención, incluido el de la buena educación. Y ahora que lo comentas veo paralelismos con el Viejo de Cara de pan, que no es un loco exactamente pero sí alguien excéntrico, desconocedor de la norma.
El tema del silencio está relacionado con la no representación de la violencia, pero en presencia latente.
La tensión en la representación de la violencia es la esencia dramática de esta novela. El clima de presentimiento, de maldición, lo que está por venir y vemos acercarse y ante lo que no hacemos nada. Da igual cómo se resuelva luego eso. Esa tensión psicológica ya es en sí misma relevante, es también violencia.
Tanto aquí como en Cara de pan se juega con la ambigüedad: lo que aparenta narrarse no es lo que sucede. ¿Esta búsqueda de la ambigüedad responde a una huida de la literalidad o también a una constatación de que en la escritura siempre hay algo de irresoluble, algo que queda oculto?
Cuando yo hablo de ambigüedad me refiero sobre todo a complejidad. En este sentido creo que este es uno de mis libros más difíciles, mucho más desde luego que Cara de pan. No difícil de leer, por supuesto, porque el lenguaje es sencillísimo, sino difícil de interpretar. Quizá no debería interpretarse, como no deben interpretarse los sueños, que, si acaso, nos indican algo de manera muy aproximativa. Cuando me preguntan qué significa esto o aquello, suelo quedarme en blanco. Imagino que los elementos de la narración están ahí por algo, no son arbitrarios, pero quiero pensar que tienen valor por sí mismos, que no necesariamente han de remitir a otra cosa superior ni a una abstracción. Si no, dime cuál sería el poder del texto: ¿solo el de sustituir a otra cosa?
Estoy de acuerdo contigo, pero ¿no crees que, sobre todo desde la literatura comercial, se fomentan textos que se entiendan? Quiero decir, que la complejidad o la dificultad interpretativa parece ser algo que gusta solo a unos pocos.
Claro, claro, en términos generales la gente prefiere leer textos simples, no solo que entiendan, sino cuyo mensaje no altere su percepción del mundo. Pero también creo que otro grupo de lectores se siente atraído justo por lo contrario. No son, o somos, tan pocos, afortunadamente.
Cuando te entrevisté por Mala letra, defendías lo incorrecto, lo inadecuado y lo insolente en a literatura.
Entonces me refería más bien al lenguaje, no entendido solo como la parte formal: el lenguaje lo es todo. Me refería sobre todo a mi desconfianza hacia la escritura primorosa, bella. Esos libros que cierran cada párrafo como con un brochecito de joyero. A menudo detrás de eso no hay nada. Ojo, no digo que los estilos recargados, hiperbólicos, excesivos no me interesen: sí, y mucho. Me atrae la desmesura, por eso me gustan Elfriede Jelinek, Marta Sanz y Cristina Morales, pero es que la contención también es una forma de desmesura, como un reverso. A mí lo que me espanta es la mesura. La buena caligrafía, siguiendo la imagen que usé en Mala letra.
De ahí eso que me comentabas en una ocasión de que te gustan los libros “mal escritos”.
Es que la noción esta de escribir bien, tan propia de la escuela, tan didáctica en el mal sentido del término, es terrible. Mira, lo explicó muy bien Alberto Olmos en la serie de artículos que escribió para Zenda bajo el título “¿Qué es escribir bien?”. Pero vamos, leyendo a Camus o a Kafka o a Hebe Uhart (cito autores desordenadamente) se entiende clarísimo lo que significa escribir bien: justo lo contrario de la afectación.
De hecho, decía Olmos: “Si tengo una buena idea, la prosa se vuelve humilde; si no tengo nada que decir, escribo pomposamente”. Al final, ¿detrás de un lenguaje afectado puede no haber nada?
Pasa muchas veces. Es una percepción de la literatura como artificio, como juego de malabares. Ya digo que muy propia de la escuela, y lo sé por experiencia: a los niños de 12 años se les enseña una lista de figuras retóricas o de tipos de estrofas, por ejemplo, pero se dejan pasar los componentes expresivos y orales de los textos corrientes o se desdeña la riqueza del lenguaje cotidiano, que es el que ellos usan. De ahí bebe esa falsa idea de la buena escritura como “muy trabajada”.