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Hablemos de La Escuela Poética de Nueva York

Se trata de una traducción emocional, realizada en grupo por parte de unos escritores que comparten una cierta sensibilidad literaria y una enorme complicidad

Hablemos de La Escuela Poética de Nueva York

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Se trata de una excelente noticia el hecho de que el lector en español tenga a su abasto las voces reunidas de los cinco poetas originarios de la así conocida como Escuela de Nueva York. La Escuela Poética de Nueva York (Alba, 2020) es una antología que se quiere retrato de conjunto, una visión contemporánea que aporta luz sobre un grupo de poetas y amigos que hicieron del Nueva York de posguerra un espacio poético lúdico, divertido, estimulante y siempre asombroso. Una fiesta para el lector.

Una escuela que nunca existió

Publicado en 1961 (aunque originalmente ideado en 1952), en su desopilante ensayo escrito junto a Larry Rivers, How to Proceed in the Arts, Frank O´Hara afirmaba que las escuelas son para los tontos. Y ya dejó dicho el seminal poeta norteamericano John Ashbery en diferentes ocasiones que nunca existió algo así como la Escuela Poética de Nueva York. Que sucede, sin embargo, que en Nueva York se dio la circunstancia de que había un grupo de poetas que se conocían entre ellos y en cuyas obras hay enormes similitudes, pero también diferencias sustanciales. Y es en ese sin embargo en el que se fundamenta esta antología, con edición al cuidado del escritor y crítico Gonzalo Torné, donde se incluye una muestra representativa de la obra de cinco de los poetas neoyorkinos que conformaron el grupo original de lo que acabaría conociéndose como La Escuela Poética de Nueva York: Frank O´Hara, John Ashbery, Kenneth Koch, James Schuyler y Barbara Guest

No obstante, el nombre de Escuela Poética de Nueva York es, como ya hemos dicho, una invención. Surge de la antología de Donald Allen de 1960, The New American Poetry, y el término sería refrendado en 1962 por el galerista John Bernard Myers, que pretendía asimilar la efectividad como grupo de la que se había servido el núcleo de los primeros pintores expresionistas abstractos en el mundo del arte, pero aplicándolo esta vez a la poesía. Así, se trató de una estrategia organizativa (aunque realizada de manera casi arbitraria, como habrían de reconocer Allen y Myers), para dar publicidad a un nuevo grupo de poetas. En una célebre conferencia leída en 1968 en el St. Regis Hotel de Nueva York, John Ashbery dijo que sí que había una característica reconocible de la Escuela de Nueva York: “Su reticencia a plegarse a cualquier cosa parecida a un programa”. Sí les unían, no obstante, muchas más cosas: su interés por la poesía surrealista francesa y la literatura modernista europea, la música moderna y la pintura, además de su natural inclinación por un cierto tono cómico y juguetón y por desarrollar una poesía narrativa, siempre abierta y alerta, como reacción a la poesía academicista y a la poesía confesional. De cualquier forma, el propio Ashbery acabaría aceptando que la etiqueta era operativa.

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Una necesaria visión de grupo

Nos cuenta Gonzalo Torné, al teléfono desde San Sebastián, que su primer encuentro con la voz de Ashbery se produjo hace ya más de una década, gracias al Autorretrato en espejo convexo, que le fascinó enormemente. De ahí que, con posterioridad, fuera interesándose por el resto de autores neoyorquinos contemporáneos y amigos de Ashbery. Leyéndolos, se dio cuenta de que, a pesar de que algunos de ellos contaban con traducciones al castellano (especialmente Ashbery y O´Hara), faltaba una visión de conjunto, había un déficit.

Torné no quería una antología enciclopédica, sino aquella que pudiera reflejar la efervescencia intelectual surgida entre los cinco amigos. Por ello, la antología se extiende hasta una década después de la muerte de O´Hara (o sea hasta mediados de los 70´s). En total son unas casi 550 páginas que incluyen un prólogo de Torné más un epílogo de Juan F. Rivero, más todos los poemas de los poetas citados, en edición bilingüe.

Una traducción emocional

Dice José Francisco Ruiz Casanova en Traducir la traducción (Cátedra, 2020) que la labor de traducir un texto literario ni empieza ni acaba con la “translación verbal”, sino que es una actividad que participa “de las labores del editor de textos, del lector y del crítico”, a lo que en este caso se habría de añadir “y también de la labor del escritor”, porque esa misma idea del intercambio intelectual entre los poetas neoyorquinos es lo que quiso aplicar Gonzalo Torné a esta antología. Así, dejó al poeta Juan F. Rivero como comandante de la traducción colectiva del libro que se quería también exploración de lectura y exégesis grupal. Así, además de Rivero, conforman el resto del equipo de traductores Leonor Saro, Mónica Ojeda, Carlos Recamán y Alejandro Morellón, todos ellos amigos, pero también -y esto es fundamental para el resultado- narradores y poetas. Pues, tal como dice Alberto Manguel sobre el Rilke que tradujo los sonetos de Louise Labé: “Más allá del sentido literal y literario, el texto que leemos adquiere la proyección de nuestra propia experiencia, la sombra, por así decirlo, de quienes somos”. Y esto es precisamente la fortaleza mayor de esta antología, pues que se trata de una traducción emocional, realizada en grupo por parte de unos escritores que comparten una cierta sensibilidad literaria y una enorme complicidad.

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Mónica Ojeda, Juan F. Rivero, Leonor Saro, Alejandro Morellón y Carlos Recamán

Nos cuenta, desde Madrid, Juan F. Rivero que, lo primero que hicieron nada más aceptar el encargo fue reunirse los cinco traductores y decidir unos criterios: “Cada uno iba a tener una voz traduciendo e iba a ser libre de determinarla hasta el grado que considerase conveniente, pero también teníamos claro que había ciertos aspectos lingüísticos que había que intentar cohesionar en la medida de lo posible, siendo que además tenemos cada uno de nosotros registros lingüísticos muy diferentes”, nos cuenta Rivero. Se acordó desde el principio plantear las dudas y resolverlas en común. Para ello crearon un grupo de Whatsapp y una serie de carpetas compartidas donde se iban discutiendo prácticamente en directo las dudas, algunas de las cuales eran muy complicadas, precisa Rivero.

Y es que aquí está el quid de la cuestión. Dice Rivero, quizá también aventurando el porqué del hecho de que La Escuela Poética de Nueva York no sea una escuela tan extendida -en tanto que grupo poético- en el ámbito hispánico: “Estamos frente a un grupo de poetas que a veces no se deja traducir, hay poemas francamente complicados y hay fragmentos que solo pueden quedar abiertos a la interpretación”. 

¿Cómo se traduce lo intraducible? 

Ya apuntamos antes que quizá una de las razones que explique el dispar conocimiento que, como grupo, se tiene en el ámbito hispánico sobre los poetas de la escuela de Nueva York sea el hecho de que trabajan en la superficie del lenguaje, jugando libremente con las posibilidades expresivas de la lengua y la forma, lo que provoca que en ocasiones sus poemas sean complejos y sus poéticas elusivas. Estos poetas de vanguardia se caracterizaron también por el uso poético de la ironía y por su vinculación expresiva con la pintura abstracta y el action painting, incorporando elementos de la cultura popular y de la vida urbana en sus creaciones. Así hay en ellos instancias más oscuras que se contraponen a fogonazos de claridad prístina, llenos de optimismo vital. 

La poesía de Frank O’Hara es muy vívida, hedonista, abanderada de los placeres sensuales y quizá la más accesible de todas (y de ahí que sea todo un acierto que aparezca en esta antología en primer lugar), la de Ashbery es espontánea, más meditativa y lírica, con ciertos efectos elegíacos. Por su parte, Kenneth Koch trata de captar en su completitud la riqueza de la vida y todas sus posibilidades, pues como escribe en su poema El arte de la poesía: Tus sentimientos cambian cada instante, / y el lenguaje tiene millones de palabras y permite una infinitud de combinaciones”. 

James Schuyler y Barbara Guest son los autores menos conocidos del grupo. En la obra del primero destaca su capacidad para rescatar la grandeza de las cosas ordinarias, celebrando lo cotidiano. Dos versos de su poema 28 de diciembre, 1974 pueden reflejar esto muy bien: “Quiero escuchar la música / pendiendo del aire y beber de mi / coca cola. Ya no me da el sol, / el cielo empieza a colorearse, el aire /está lleno de notas aéreas y salvaje”. Y de los cinco, Barbara Guest, la única mujer del grupo y la más desconocida para el gran público fue sin embargo ampliamente admirada por sus colegas. Se la consideraba una poeta de poetas y, como reconoce Juan F. Rivero, sus poemas están llenos de dobles sentidos, de ambigüedades. Incluso en muchas ocasiones cuesta determinar los sujetos de los verbos. De ahí que “las posibilidades de traducción eran tantas que a menudo no estábamos de acuerdo en una posible solución”, nos dice.

Rivero ilustra esas dificultades de la traducción con un ejemplo, cuando les tocó revisar la traducción de El cristal de litio, de James Schuyler. Se trata de un poema tremendamente difícil y muy largo. Para  llevar a  cabo la revisión del poema estaban Carlos Recamán y Juan F. Rivero juntos en la casa del segundo y pusieron a Alejandro Morellón al teléfono, en manos libres. Mantuvieron una conversación durante cuatro horas. Repasaron prácticamente el poema verso a verso, discutiendo todas las posibilidades, las distintas opciones que había. Acabaron exhaustos. Sin embargo, la clave fue la risa. “Nos estuvimos riendo toda la tarde -nos dice Rivero- porque ya al final cuando encontrábamos dificultades que sobre las que no conseguíamos ponernos de acuerdo, pues surgía el humor”. Esto resume cabalmente lo que encontrará el lector en esta antología: un fascinante mundo lleno de posibilidades expresivas, con tramos a veces livianos y otras más complejos, pero que siempre acaban con una risa cómplice, con un detalle juguetón y divertido, con un destello optimista que ilumina cualquier túnel oscuro por el que hayamos transitado. 

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