THE OBJECTIVE
Cultura

Enrique Redel (Impedimenta): «Cartarescu es el gran autor: le tengo un respeto religioso»

Hablamos con el editor de la impecable Impedimenta sobre el oficio y el gremio, el futuro del libro, la cultura de la cancelación y Cărtărescu. Eso, por una parte

A Enrique Redel le gustaría tener a Pynchon, leer por primera vez a Cărtărescu, ser dibujante o librero o artesano –si no fuera porque es editor–. Pero es editor y es lo suyo y tiene un sello que es una joya, que es la guarida de Maryse Condé y Tatiana Țîbuleac y que se llama Impedimenta, como aquello de las legiones romanas. En esta aventura más libresca que armada está acompañado de su esposa, la escritora Pilar Adón, y juntos han levantado un museo de valores seguros, más para el lector que para el editor-empresario (que acierta o no); una editorial de garantías, atrevida, elegante, bonita, acostumbrada al rescate de clásicos olvidados y al encumbramiento de inmensos talentos vivos, como es el caso del hombre que escribió El ruletista –quién sabe cómo–. En esta entrevista echamos la mirada hacia atrás y hacia delante, hablamos de los libros y del negocio de los libros, revisamos éxitos y fracasos y charlamos, sobre todo, de lo que toca: literatura.

¿Cómo recuerdas los comienzos?

Es una cosa muy curiosa: me pasa al revés de cómo me debiera suceder. En aquella época, cuando monté Impedimenta, era un hombre de seguridades solidísimas. Todo lo tenía muy claro. Ahora estoy lleno de incertezas, de indecisiones, con una sensación de que hay todo un mundo fuera mucho más gaseoso del que conocía. No sé si tendrá que ver con la irrupción de nuevas maneras de expresar los libros, que ahora mismo es apabullante –tanto el ebook como el audiolibro, aunque no le haga sombra a nivel económico al libro en papel–. Curiosamente, lo que hago al echar la vista atrás es ver que han pasado muchos años; pero para mí es como si fuera ayer. No tengo la sensación de un paso del tiempo: la vida de un editor es muy cíclica, llevamos todo muy pautado. Por eso no me ha dado sensación de paso del tiempo, sino de estar empezando cada día. Frente a aquella especie de muchacho entusiasta de treinta y pico que era yo en 2007 está el que tiene casi cincuenta y es más inseguro.

Con los años, ¿uno tiende a pensar más en cómo quiere ver el sello en una década o en ir apagando los fuegos del día?

Claro, tengo la sensación de que Impedimenta es una editorial que toda la ambición de crecimiento –no diré explosivo, sino rápido– se llevó a cabo los primeros cinco, seis, siete años. Es decir, a los siete años ya teníamos un equipo montado muy similar al que tenemos. Y ahora, básicamente, se trata de ampliar nuestro abanico de autores y nuestro alcance. Si bien al principio teníamos capacidad nada más que para un tipo de autor, un tipo de libros, ahora mismo el bagaje que tenemos nos permite ir a por autores de mucha más potencia, ir a por voces mucho más consagradas, y quizás quitarte esa espinita de autores que apetecía publicar y no podías, y ya sí. Tenemos este autor argentino, Liniers, que nos considera sus editores de libros infantiles –sacamos en primavera un nuevo libro–, y eso hace cinco años era impensable.

A lo que aspiramos es a seguir, o a que nos permitan seguir, manteniendo la línea. Frente a momentos de incertidumbre, nosotros reivindicamos la librería, el libro en papel, el libro bien hecho… y eso es un reto: todo se conjura para que eso pase a terrenos más audiovisuales. Mi interés es mantener el catálogo. No quiero una editorial que publique más de 25 títulos al año. Me conformo con hacer crecer autores como hicimos crecer a Cărtărescu, en su momento; como Tatiana Țîbuleac, Jon Bilbao o Maryse Condé, que, de repente, hemos convertido en autores de una cierta referencia. Me lo planteo todo más tranquilo; al principio piensas en comerte el mundo. Preferimos quedarnos en este modelo conservador, con un catálogo sólido, seguir así.

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‘La deseada’, de Maryse Condé. Llega a las librerías el 18 de enero.

Claro, el lugar natural de los pies es el suelo. Y sacabas el nombre de Maryse Condé, que pronto publicáis un tercer libro…

 Sí, estoy muy contento. A Maryse Condé la hemos fidelizado. Es una autora que no tuvo suerte en absoluto en el mercado español; yo creo que no hubo un editor detrás que dijera: «Aquí hay una gran autora». Sacamos La deseada, este enero, y en 2021 saldrá Tituba, que es otra de sus novelas magníficas. Y seguiremos publicándola. Además, tendemos a publicar a los autores en el mismo mes; o sea, en enero tenemos como libro de comienzo a Maryse Condé; Dubravka Ugrešić saldrá en febrero. Tendremos libros policiacos en verano. Un nuevo Cărtărescu en otoño –su poesía completa–. Țîbuleac, en primavera. Me gusta repetir calendarios: son manías de paralelismos en el catálogo. Creo que es algo que nunca se ha estudiado en las editoriales, que se vea eso del mes de Mary Condé.

Pero no habéis hecho una continuación con Maryse Condé.

No, es curioso porque empezamos con Corazón que ríe, corazón que llora, y Martha Asunción Alonso, su traductora, nos dijo que la siguiente había de ser La deseada. Tuvo tal éxito Corazón que ríe… que le preguntamos por una continuación de sus memorias. Dijo que sí, que estaba Vida sin maquillaje. Entonces le comentamos que trasladaríamos a 2021 la publicación de La deseada y que meteríamos entremedio la continuación. Esta es una novela maravillosa, sobre madres e hijas también, sobre sentirte extranjero en tu país, y estoy enamorado de ella.

¿Sabes que creía que iba a ganar el Nobel?

 ¡Y yo! [Risas] Ella misma lo pensaba. Está muy enferma, actualmente. Es una autora descomunal y se lo merece. Lo que sabía es que Cărtărescu no lo iba a ganar porque le veía muy tranquilo. Por lo que sea, el año pasado llamaron a Tocarkzuk el día antes. Y estaba hablando con Cărtărescu por la mañana [el día del anuncio] y estaba dando un paseo por el parque. Me di cuenta de que este no lo había ganado…

Por cierto, algunos tenemos una idea muy romántica del editor. Pero ¿cómo es el día a día? ¿Qué has hecho hoy, por ejemplo?

Hacer libros es muy entretenido y es adictivo y todos los que estamos en una editorial estamos lanzadísimos: transformar un texto en un libro que sale tiene un montón de cosas. No es solamente revisar el texto, maquetarlo e imprimirlo. Tienes que hacer material de apoyo a la promoción, tienes que hablar con un periodista, tienes que programar las redes sociales, tienes que leer mucho para saber qué más publicar… La agenda de un editor comienza por la mañana de una manera muy ordenada. Tienes tu listado, hablas con tu equipo, y de repente algo pasa: a las diez de la mañana todo se ha desbaratado: una exportación que ha salido mal, un libro que tenía que llegar de imprenta y que no llega, nunca sabes. Luego, a las siete de la tarde tienes 300 correos que te han ido entrando y los tienes que ir respondiendo. Muchas veces, el editor empieza a trabajar a las seis de la tarde. Durante el día apagas fuegos y, a las seis de la tarde, te sientas tranquilamente y respondes correos y planificas tus cosas y haces tus textos y lo que teóricamente tendrías que hacer a lo largo del día. Hay una cosa que se echa de menos en la vida del editor: leer. Es lo que menos hacemos. Durante todo el día tengo muchas ganas de hincarle el diente a los libros que vamos recibiendo, para leer y valorar, y eso lo acabas haciendo los fines de semana, en vacaciones, cuando puedes. La vida de un editor es inesperada, siempre pasan cosas que tienes que solucionar.

¿Y qué hay del tiempo libre para leer cosas que no son estrictamente del trabajo?

Durante los fines de semana. Pilar, como sabes, mi mujer, es escritora y editora también y, cuando nos vamos de vacaciones, llevamos una maleta de libros cada uno –libros que tienes pendientes, encima de la mesa, para leer– y muchas veces dedicas una buena parte del día a leer y el resto a comentar lo que has leído. Yo le cuento a ella y ella me cuenta a mí. Recuerdo a mi madre, una de las persona junto a Lola [librera de la Alberti, en Madrid] que me ha metido la vena lectora, que me decía: «¡De vacaciones y sigues leyendo!». Bueno, es lo que más me gusta. El tiempo libre me apetece pasarlo leyendo. Me imprimo los libros que me mandan, los subrayo, los comento, y es quizá el mejor momento de la semana: cuando por fin puedo ponerme a leer. Es entretenido responder correos, hablar con un periodista, cerrar una creatividad para una revista, revisar el argumentario para un libro en redes sociales; pero cuando realmente te liberas y te pones a leer es maravilloso. Leo mucho. Me acuesto y, si me despierto, sigo leyendo. A las tres de la mañana puedo ponerme a leer hasta las siete. Duermo poco, como todos los editores.

¿Y escribes?

A mí se me da bien redactar, pero no soy escritor: no tengo necesidad. Pilar, por ejemplo, si se tira una semana sin escribir, enloquece. A mí me da absolutamente igual tirarme una semana sin escribir. Bueno, tengo un diario, escribo cosas que voy viendo y van pasando. Pero lo hago sin ningún tipo de interés literario; si cae en manos de un biógrafo amigo mío, dirá que es una chapuza. Además, todo lo que he publicado, como buen editor que soy, está tan inspirado en otros que no es mío. Los escritores están para escribir; yo estoy para transformar lo que ellos hacen en lo mejor que pueda. Cuando me llega algo que me gusta, la energía es increíble para que eso funcione de cara a los lectores.

Cuando el lector instruido ve Impedimenta, Anagrama o Libros del Asteroide, por ejemplo, lo que ve es una selección de calidad. ¿Cuánto rechazas de todo lo que llega? 

La labor del editor es una labor de criba, igual que la labor del agente –o la labor del librero–. Lo que llega al lector está depuradísimo, es una especie de depuración de la depuración. Si vas a cualquier mesa de novedades de cualquier librería, encuentras la crème de la crème. Es todo lo que ha pasado por la criba del agente, que ha recomendado a un editor, que el editor lo ha valorado y al final ha decidido pujar fuerte por ello, el librero ha dicho que, entre los veinte títulos que entran al día –porque esa es la cifra: veinte títulos nuevos al día–, voy a decidir poner en la mesa de novedades estos cien títulos y los voy a mantener una semana o quince días.

En Impedimenta rechazamos todo. Es extremadamente raro que algo nos interese porque el nivel de exigencia es tan alto… Recibo todos los días libros que son publicables. Pero de ahí a sentir el entusiasmo que necesitas para apostar 10.000 euros a un libro va un trecho. Recibo una media de 20-25 títulos cada día. Para que te hagas un idea, trabajé como lector en una editorial grande durante años a la que iba los viernes, me encerraban en un cuarto y me daban originales. Hacía una criba previa. Si veía que me interesaba, me lo llevaba y me lo leía y hacía un informe y eso me lo pagaban. Pero mi tarea era cribar. En esos dos años yendo todos los viernes y manejando cincuenta, sesenta, setenta ejemplares a la semana, solamente me gustaron dos. Uno de ellos me gustó mucho, lo recomendé a la editorial y finalmente se fastidió porque el autor le dio una sobreescritura que no merecía la pena. Un autor bastante importante ahora mismo. El segundo, un libro que se llama El libro flotante de Caytran Dölphin, de Leonardo Valencia. Un autor ecuatoriano excelente, increíble, que cuando estuve de editor en Funambulista me llegó de nuevo porque, a pesar de que hice un informe positivo, no se publicó. Me entusiasmé, ya en Funambulista, y lo publicamos. Y, de los que me han llegado en frío en estos años de Impedimenta, solamente uno: Estabulario, de Sergi Puertas. Solamente ese. Las agencias me mandan muchísimo; algunos los leo y cinco, seis o siete títulos al año los publicamos. Me da la sensación de que hay más escritores que lectores. No sé si hay muchos lectores, pero escritores sí.

¿Qué suele tener una novela para que te interese? 

Fíjate: igual que cuando vas a una librería y, de repente, hay un libro que te llama la atención. A mí me pasa lo mismo. Nunca me dejo llevar por la moda del momento; si se lleva terrorismo, distopías feministas, pandemia, una película protagonizada por no sé quién: no me interesa lo más mínimo. Soy un lector muy ecléctico, pero me interesan mucho los libros que inciden en momentos críticos en la historia, en aquellas heridas en las que hay que hurgar para explicarnos a nosotros mismos, y ahora también los libros de género: policíaco, ciencia-ficción. Elijo los libros que a mí me gustaría leer y recomendar de manera sincera. Por ejemplo, el libro que hemos contratado de Anna Starobinets, que es una autora rusa que ya publicó libros de ciencia-ficción en Nevsky Prospects. De pronto me llegó uno con una historia sobre un embarazo que tuvo en Rusia en 2016, cómo le dijeron que el niño venía con un problema muy grave que iba a hacer que naciera muerto, y entonces ella tiene que recorrerse los servicios sanitarios rusos, ver cómo le cierran las puertas, irse a Alemania a abortar; ves todo ese proceso de pérdida de un hijo, un duelo delirante. El libro me transformó tanto, me tocó tanto… Un libro me tiene que romper, tocar por algún lado, me tiene que llamar la atención, me tiene que divertir. Si veo que el libro está simplemente bien, me da lo mismo. Igual que me da igual «la última sensación de la literatura moldava», «candidato al Nobel», etcétera. Si publicamos a Maryse Condé fue porque me emocionó. Que ganara el Nobel alternativo fue una ayuda, pero no determinante.

Antes hablabas de los agentes: esa labor invisible para el lector. Te pregunto cómo es ese contacto, si existe fair play, si os usan mucho para las subastas.

Sí, sí. Cuando noto que me utilizan vilmente para subastas no me meto. Eso sirve para inflar cosas de manera artificial. Yo, afortunadamente, no formo parte de esta especie de establishment que entra en el juego de llenar mesas de novedades con cosas etéreas, gaseosas, con libros de los que sólo has leído la sinopsis. Mi relación con las agencias es muy buena. Existe un viejo lugar común que dice que los editores y las agencias nos llevamos muy mal; no es mi caso. En ningún momento he intentado que las agencias me vendan algo por debajo de su precio, ni puentearles; entiendo perfectamente a los escritores porque mi mujer es escritora y mis mejores amigos son escritores, y entiendo perfectamente que no solamente les interesa un adelanto, sino también una buena editorial, alguien que les cuide, les asesore, les acompañe. Entonces, el tipo de escritor que publicamos es un tipo de escritor al que le gusta ese trato. No alguien que te ponga un adelanto de 10.000 euros sobre la mesa, sino alguien que sea capaz de transformar tu libro en algo interesante. Los 10.000 euros desaparecen; la proyección como autor, no.

Yo prefiero incluso con amigos que son escritores, a la hora de publicarles, hablar con su agente. «Quédate ahí, luego nos vamos de cañas o a cenar, pero yo me pego con tu agente para el adelanto, las condiciones, porque me parece lo justo». Los agentes saben perfectamente en qué terreno se mueven y yo sé perfectamente el terreno en el que me muevo. Nunca hago tonterías. Es aquello que decías: tener los pies en el suelo. Además, me sirven muchos los agentes porque saben lo que hacemos nosotros y, si tienen algo que te puede interesar, te lo suelen ofrecer. Mi relación es buena, incluso personalmente.

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‘Solenoide’, de Mircea Cărtărescu. La obra ¿cumbre? del autor rumano.

¿Y la relación con los autores? Porque me consta que Jon Bilbao es como de la casa, Cărtărescu y tú sois amigos. Me imagino que es una parte esencial de tu trabajo.

Sí, la relación de los autores con los editores es una relación muy especial, de interdependencia. Es una relación en la que te están confiando algo en lo que llevan mucho tiempo trabajando y que es muy íntimo, y eres la persona que consigue hacer llegar esa cosa a los lectores. Creo que los buenos editores son aquellos que logran hacerlo de una manera natural y con cierta delicadeza. Tienes que ser capaz de decirle a un autor: «Oye, grandioso lo que has escrito». Pero también, y más importante: «Oye, hazme caso: por aquí no funciona». El nivel de confianza que se establece entre autores y editores es muy alto. Tengo un respeto exquisito hacia mis autores. Sé lo que me estoy jugando, sé que me estoy metiendo en el terreno de la creación, un terreno hiperíntimo. Y ellos tienen un cierto respeto porque saben que yo no les estoy tangando. Es verdad que se crean amistades muy poderosas, y de ahí que, cuando hay rupturas, sean como rupturas sentimentales. No es como un jefe y un trabajador, que pueden tener una relación meramente económica; aquí hay en juego algo más. Con Țîbuleac, con Condé, con Bilbao, con Berti, con Ugrešić, con Greenberg, con Cărtărescu.

¿Cómo surgió la posibilidad de Cărtărescu? Es verdad que gracias a vosotros ha tenido una proyección tremenda en español. Pero seguro que le han llamado de sellos gigantes, le han tentado, y ahí sigue.

En la editorial donde trabajaba antes, en Funambulista, mi socio, que vivía en Luxemburgo –y vive, digo yo–, me habló de un autor rumano y de ¿Por qué nos gustan las mujeres? Una especie de recopilación de artículos que publicó en Vogue o Marie Claire en Rumanía. Una vez fuera de Funambulista, cuando montaba Impedimenta en junio de 2007, me habló una mujer muy elegante, muy simpática, que se presentó como traductora. Era Marian Ochoa de Eribe. Me dijo que traducía el rumano, que le encantaría proponerme cosas, y que ya tenía a la crème de la crème, que es Cărtărescu. Yo le dije: «Bueno, he oído hablar de otras cosas que él ha escrito, que no es esta especie de libro misceláneo de retratos de mujeres, he oído hablar de El ruletista». Ella me dijo: «Eso es la maravilla». Nos pusimos en contacto con Cărtărescu, le dijimos que si le apetecía que le publicásemos El ruletista, él nos dijo que encantado, y ya empezamos a trabajar juntos esta especie de tridente.

La relación con Cărtărescu es muy buena, de un mutuo respeto muy exquisito, hemos viajado mucho juntos. Él, créeme, es el gran autor. Le tengo un respeto religioso. Lo considero el mejor escritor, o uno de los mejores, del mundo. Sin duda. Él tiene una relación conmigo de mucha confianza. Sabe que hacemos un buen trabajo con él en el ámbito hispánico. A la vez, eso trasciende porque conozco a su hijo, a su mujer; él conoce a Pilar. Es una relación en la que muchas veces no hablamos de libros, sino de la vida. Yo creo que Cărtărescu es de los autores que no valora tanto los adelantos como el cuidado. Eso demuestra también la elección de las editoriales en Francia, en Reino Unido, en Estados Unidos, en Italia, en Alemania: son editoriales independientes potentes, pero no grandes conglomerados donde eres un simple nombre: vas a ser un autor donde se le va a leer y el editor va a trabajar con él codo con codo. Hemos tenido esa suerte porque Cărtărescu es un tipo verdaderamente realista, no se lo tiene creído, y lo considero muy buena persona.

El otro día le pregunté a Guillermo Arriaga por un escritor actual que considere que será recordado, igual que recordamos a Fitzgerald o García Márquez. Me dijo: Mircea Cărtărescu, el rumano.

Sí, sin duda. Alguien me había dicho que Arriaga estaba muy loco con él.

Me dijo: «Son mundos propios. Lo que yo valoro son los mundos propios y él tiene eso: te absorbe, te introduce ahí». Y eso muy complicado, es único. 

Sí, y además está concitando la atención de escritores que son geniales. Yo recuerdo que a Andrés Ibáñez, del que soy muy amigo desde hace muchos años, que es uno de esos escritores superdotados, absolutamente increíbles, le envié Solenoide porque pensé que le iba a gustar. Andrés me dijo que no sólo le había gustado, sino que le había roto en pedazos porque se había dado cuenta de que es lo que él habría querido hacer. Una novela así. Hay muchos escritores muy potentes que están fascinados con él por eso: Cărtărescu escribe muy fácil, no rehace nunca las frases, todo lo que escribe es un primer borrador, y no se preocupa en hacer, en planear. No. Él escribe. Es como la araña que hace su tela: la hace sin querer. He visto sus cuadernos negros, escritos a mano, todos los días dos horas, y luego se va a hacer sus cosas. Y al día siguiente sigue. Así durante años. Y es como las termitas, que son capaces de hacer unos nidos absolutamente perfectos e increíbles.

David Foster Wallace decía algo parecido sobre Federer: él no sabe cómo golpea en el momento que golpea, pero golpea y el golpe es perfecto. Y muchos otros lo han hecho antes, pero ninguno lo ha hecho tan bien.

Tiene que ver con eso. Esa facilidad aparente hace que muchos escritores se pregunten cómo lo ha hecho. Él es así.

¿Tienes algún autor de tu catálogo que pienses que es una lástima que no esté mejor valorado, que te parezca inexplicable?

Poco a poco vamos consiguiéndolo, pero nosotros tenemos la vocación de que Iris Murdoch sea una autora importante. Pilar es la máxima experta en Murdoch y le gustaba desde hace mucho tiempo. Es una autora que concita el interés de muy buenos escritores: Rodrigo Fresán, Ignacio Echevarría… Y no logro llegar al público general. Tal vez porque sus libros son muy gordos, porque no son fácilmente resumibles. Poco a poco estamos logrando que sus libros lleguen a un público cada vez más amplio. Es una autora que merece mucho más de lo que tiene. Ha estado publicada por Alfaguara, por Alianza, por Austral, y sin embargo nunca ha tenido la suerte que merece. A nosotros nos da lo mismo: seguimos publicando libros suyos. Y otro caso es Ugrešić, que es una autora absolutamente increíble; pero no hemos logrado todavía que explote. Yo confío en que el libro que sacamos ahora, La edad de la piel, logre llegar un poco mejor al público. Además, es un tipo de público muy determinado. Es difícil, pero lo intentamos, y tenemos libros de Ugrešić contratados para la tira de tiempo.

Me llamó la atención algo que dijo Lídia Jorge y que tengo apuntado: «Tenía dudas sobre si el futuro rescataría la literatura como la disciplina fundamental para todas las artes; pero ahora, con la pandemia, he dejado de tenerlas». Pero, bueno, ¿no estamos descargando demasiada responsabilidad sobre la literatura?

Quizá sí. Es una cosa que, por una lado, está bien. En esta pandemia ha habido una vuelta al libro como valor seguro a la hora de no solamente calmar nuestro alma, sino también buscar respuestas. Es cierto que se pone demasiada esperanza, pero creo que la literatura acaba explicando las cosas: la literatura es una especia de impronta de lo que somos. Hace unos días me preguntaban en un programa de radio si pensaba que iba a pegar mucho la literatura de la pandemia. Yo creo que no. Está demasiado reciente y todos lo hemos pasado. Qué te van a contar a ti de una pandemia. Sin embargo, cuando alguien dentro de un tiempo haga esa especie de destilado de estos tiempos, seguro que salen obras literarias increíbles porque, desgraciadamente, estamos pasando por un momento clave en la historia de la humanidad. Esto no había pasado desde las grandes pestes medievales. Todo un planeta paralizado por un enemigo invisible que no solamente está cambiando nuestra manera de ser, sino nuestros valores; está haciendo que la tecnología se dispare. Así que, en contra de Lídia Jorge, yo creo que hay que buscar en la literatura las soluciones y las respuestas.

Enrique Redel (Impedimenta): «Cartarescu es el gran autor: le tengo un respeto religioso»
‘La edad de la piel’, de Dubravka Ugrešić. Llega a las librerías el 8 de febrero.

Hay algo muy interesante que te he leído decir antes: la disputa por el tiempo del ocio. Saber que Impedimenta no compite sólo con otros sellos, sino también con el Candy Crash o Netflix. Pero ¿es posible aumentar sustancialmente el número de lectores?

No es que lo crea: en cierto modo se ha producido. Nosotros lo vemos en las cifras de ventas. Hay un 20% más de lectores que en el mismo momento del año pasado. A nivel lectores, se ha crecido. En España y en todo el mundo. En esta especie de economía de la atención, que es básicamente a qué dedicamos nuestro tiempo y saber monetizarlo, el libro, partiendo teóricamente de una posición más débil, demuestra que es una tecnología robusta. El libro es un objeto al que tú puedes recurrir, que siempre va a estar ahí, que puedes dosificar, que no aliena –porque el streaming, las redes sociales, los juegos, te alienan; los libros pasan a formar parte de ti–, que son fiables.

Antes de la pandemia, pensaba que se acababa. O, al menos, que íbamos a pasarlo mal. Pensaba: «La oferta va a ser tan grande a nivel audiovisual que nos va a cambiar los valores». En absoluto. La gente ha vuelto con ganas a las librerías. Hay librerías que hace un mes no lo veían claro y ahora lo empiezan a ver. Y el libro está como una opción de ocio muy fuerte. Los cantos de sirena de que el libro va a desaparecer son mentira. Se constatan: incluso con este ataque a nuestra línea de flotación, el libro sigue vivo. Soy muy optimista.

Me he acordado de algo que le preguntaron a Franzen: por qué prefiere el libro físico. Cogió uno, lo tiró al suelo y dijo: «No se rompe».

[Risas] Y así es. Hay una anécdota muy buena de Umberto Eco. La cito con equivocaciones, pero el espíritu está ahí. Viene en un libro llamado Nadie acabará con los libros. Unas conversaciones con Jean Claude Carrière, que fue guionista de Buñuel. Eco cuenta que era bibliotecario en una universidad y, a partir de los años 60, le empezaron a meter caña para que digitalizara el fondo, la biblioteca, y conforme pasaron los años tenían que adaptar esa tecnología a una nueva y así hasta la actualidad. Él dice que en el paso de esos superordenadores a la nube se gastaron el PIB de un país africano pequeño. Un día estaba en casa de su familia, abrió un armario y vio un libro de Emilio Salgari que le había regalado su padre cuando él tenía ocho años. Venía algo como «Para Umbertito, de tu papá». Él decía: «Esto lleva aquí 70 años, no se ha gastado; está la letra de mi padre, probablemente el ADN de mi padre; esto significó mucho cuando lo leí. Ninguna tecnología puede hacer eso». Un libro tiene algo que no tiene nada en el mundo: es tan sencillo como hojas encuadernadas y lo que tiene dentro… se puede prestar, se puede olvidar, se puede anotar encima, se puede dibujar encima, se puede regalar. El libro tiene tantas cosas. Y, efectivamente, le puedes pegar un patadón y lo puedes seguir leyendo. Eso no lo puede decir tu Kindle, que, por cierto, en diez años no va a servir para nada. Luego está la cosa de que a mí, por ejemplo, me gusta leer en papel. Me han llamado troglodita y cavernícola, sí. Pero ¿sabes qué? Creo que nos hemos salido con la nuestra.

Yo escribo en papel cuando soy incapaz de hacerlo ante la pantalla. Es una manera de encontrar el ritmo.

Sí, las tecnologías son medios. Pero, fíjate, La vida es sueño se escribió a mano. El Gigamesh. Y tiene su ritmo. La comedia humana, de Balzac, se escribió a mano. Los episodios nacionales de Galdós, a mano. Sin buscar cómo se llamaba aquel tío del pelo gris. Eso sí que tenía mérito.

No nos despidamos sin hablar del precio fijo. ¿Por qué es tan importante?

Quizá si en España o Francia hemos soportado perfectamente el covid, y en México no, es porque el precio fijo garantiza que muchos agentes culturales, editores, libreros, distribuidores, sean capaces de jugar en un terreno en el que no van a ser comidos por gigantes para los que los libros son lo último que les interesa, que utilizan el libro como anzuelo para vender otras cosas. El hecho de que en todas las librerías de España el máximo descuento que puedas hacer sea un 5% garantiza que la librería independiente o de barrio sea capaz de vender tus libros y, además, los libros de Planeta, de Random, etcétera. Permite que esa oferta que ellos hacen sea la misma que pueda hacer una grandísima corporación o incluso una página web a nivel mundial, que es capaz de regalar el libro a cambio de que compres cachivaches, trajes o zapatos.

El valor del precio fijo es increíble. Mucha gente cree que la liberalización del precio mejoraría las cosas, que las tiendas podrían competir más entre ellas. Nos estamos equivocando. Reino Unido quitó el precio fijo y la red de libreros, que era vastísima, se fue al carajo en un año. Sólo quedan tiendas donde están los mismos 600 títulos y todo el mundo ofrece lo mismo. Cada vez en calidades peores, pues tienes que abaratar el precio del libro para que te siga saliendo rentable, sin apostar por nada que sea mínimamente diferente de lo que espera el público, o lo que crees que espera, y se produce un empobrecimiento. En Francia, en cambio, en cada ciudad hay muchísimas librerías en los barrios; en España, tienes una librería cerquísima casi siempre. El precio fijo es esencial. Impedimenta no existiría sin el precio fijo: no podría competir con las grandes corporaciones, que son capaces de bajar el precio hasta niveles casi de dumping.

Y si un gran sello fuera a ti para comprar Impedimenta, ¿cuál sería el precio de vuestra independencia?

Yo soy realista. Creo que, cuando llegue el día de mi jubilación, sólo habrá dos salidas: que pase la editorial a alguien o que desaparezca. Yo creo que no es malo que, llegado el momento en que no pueda –por edad, por capacidad, etcétera–, venga alguien y diga que tu bagaje vale tanto. De hecho, la mayor parte de las editoriales que admiro han pasado por ese proceso. Incluso Chatto & Windus, que es la editorial de toda la vida de Iris Murdoch en Inglaterra, fue comprada por Random. O la compra de Anagrama por Feltrinelli. Siempre que se respete el legado, me parece razonable.

No quiero que esto suene como crítica, pero una cosa que diferencia a las editoriales españolas de toda la vida que han sido compradas por otros grupos y las editoriales extranjeras que han pasado por lo mismo es el respeto al legado. Si uno se mete en Wikipedia y pone Destino, Seix Barral o Alfaguara, es complicado que pase de las cinco líneas diciendo que es una editorial del grupo tal, con sede en la Diagonal o en Travessera, o no sé dónde. Sin embargo, si uno se va a Gallimard, Chatto & Windus o Scribner, te viene un largo listado de quién fue su editor, quién lo creó. Ese respeto al legado de una editorial se mantiene muy bien fuera de España. Aquí tenemos la tendencia a olvidar el pasado, a deshacernos de la documentación histórica, a olvidar las cartas que un editor envió a un autor.

Ahora mismo, por mucho que me ofrezcan, no voy a venderlo. Esto es lo que más me divierte, no irme a la Costa Azul. Pero si en un momento dado llega un gran editor y me ofrece tanto por un bagaje y por un catálogo, diré que perfecto. La vida de una editorial no debería acabar con la vida de sus editores. Eso sí, me gustaría seleccionar a alguien que pudiese llevar a cabo el proyecto de una manera honesta, que no mandase el legado a freír morcillas.

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‘Stanley y las mujeres’, de Kingsley Amis. La china en el zapato de la familia Amis.

Hay otro tema que me interesa mucho, que hablé con Valeria Ciompi a propósito de las memorias de Woody Allen: cómo trataron de cancelar el libro en América. ¿Te preocupa que esas persecuciones lleguen con la misma fuerza a Europa?

Sí, me preocupa mucho. Enormemente. Muchas veces tenemos discusiones en la editorial, y pasa mucho, en cuanto al enfoque de determinadas cuestiones que pueden sonar desagradables o poco políticamente correctas. Por ejemplo, sobre si un determinado autor debería ser en cierto modo censurado de nuestro catálogo por opiniones que ahora mismo pueden sonar atrabiliarias. La posición de la editorial siempre ha sido obviar eso y ponerlo en contexto. Te cuento el caso de Kingsley Amis, que es padre de Martin Amis. Y te cuento una anécdota. Tengo guardado como oro en paño un libro de Martin Amis que alguien le dio por mí y le dijo: «Esto es de parte de Enrique Redel, que es el editor de tu padre». Ya sabes de la pelea edípica que tienen ellos dos. Si lees Experiencia, es una especie de venganza por querer ser su padre y nunca lograrlo. Superpsicoanalítico. Bueno, le dieron el libro y puso: «A Enrique, de Kingsley Amis». Y tachó Kingsley y puso Martin.

A Kingsley Amis le publicamos un libro, Stanley y las mujeres, una novela superácida donde un hombre se separa de su mujer, la mujer le deja como tirado. Kingsley se acababa de separar de Elizabeth Jane Howard y estaba un tanto cabreado. Cuando acaba la novela, mete un par de páginas donde dice que todas las mujeres son unas zorras, que lo único que quieren es el dinero de los hombres. Carga con todo lo que tiene en contra de las mujeres… ¡como género! No sólo contra Elizabeth. No sabía qué hacer, si publicarlo o no. Le preguntamos a Martin Amis, le comentamos que teníamos un problema con eso, y dijo: «Stanley y las mujeres es, probablemente, la china en el zapato de la familia Amis desde hace años. Mi padre fue consciente, una vez lo había acabado, de que se había pasado tres pueblos». Nosotros nos pusimos a pensar si soltarlo tal cual; encima era la época del #MeToo. Así que le pedimos a Kiko Amat que nos hiciera un prólogo, lo pusiera en contexto, explicara que este tío estaba muy enfadado. Si no lo hiciéramos así, ¿qué ocurriría? Estamos diciéndole a Kingsley que no lo vamos a publicar por misógino, por machista. Ostras. Es que era el momento de Kingsley Amis. Estaba enfadado con el mundo y luego, probablemente, se la tuvo que envainar. Pero fue eso lo que publicamos. De hecho, luego se lo publicó Penguin en Modern classics. Es un libro que está en circulación. Me preocupa enormemente que esto llegue a España y haya una negación a publicar determinados títulos porque el autor, en su momento, se manifestó de una manera u otra.

Mira, recuerdo cuando publicamos en 2008 a Wyndham Lewis: una correctora me dijo que se negaba a trabajar con ese libro porque Lewis no condenó en su momento la ocupación franquista de Barcelona. Le dije: «Tú puedes hacer lo que te dé la gana, pero hay que hilar muy fino para eso…». Era un libro del 31. ¿Que hizo veinte años después una biografía de Hitler? Todo el mundo sabe que la hizo irónicamente. Churchill defendió a Hitler. Te metes en unas discusiones… Y no puedes publicar libros o no hacerlo en función de a quién molesta. Tienes que sacar el libro. Me preocupa porque muchas veces nos planteamos si un autor va a herir sensibilidades. Pues lo explicaremos, pero no dejaremos de publicar un libro que nos emocione porque pensemos que va a haber alguien que levante la voz y diga que, en su pasado, perteneció a la Falange, por ejemplo. Sánchez Mazas también.

Alianza se lo tuvo que pensar por miedo a la reacción de la gente. Sin embargo, ahí está: su libro más vendido en veinte años. 

Sin duda. Pero hay un dilema que tú te planteas a la hora de publicar un libro, y no es que el libro funcione mal. Más bien que te pueda llegar a perjudicar por parte de gente que sea muy atrabiliaria. Recuerdo una autora que, hace años, publicó una traducción antológica de un libro de En busca del tiempo perdido, que me dijo: «A mí no me preocupa el lector, a mí me preocupa el catedrático de la Universidad de Segovia que te dice que en realidad esto o lo otro…».

Los quisquillosos.

A veces te lo planteas, pero no puedes caer en eso: de lo contrario, no publicarías nada. No publicaría a Cărtărescu porque hace un retrato de los rumanos que es un poco ácido. Ni a Maryse Condé, que pone a parir la metrópolis francesa. Hay cosas más políticamente correctas que otras, pero el autor se tiene que mojar. Tiene que escribir lo que considere que tiene que escribir. El mundo de la edición es parecido.

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