Alan Pauls: «La distancia es la condición de posibilidad de todo lo que me (y creo que nos) interesa: amor, lenguaje, política»
De Alan Pauls dijo Ricardo Piglia que su surgimiento era «lo mejor que podía haberle pasado a la literatura argentina desde la estrella de Manuel Puig». Han pasado ya varios años desde entonces y todavía más desde que Pauls descubriera al autor de Respiración artificial, que muy pronto se convirtió en uno de sus principales referentes literarios.
Pauls es, hoy en día, uno de los narradores y ensayistas más destacados de las letras argentinas y, si atendemos a lo que dijera Roberto Bolaño, podríamos decir incluso que es «uno de los mejores escritores latinoamericanos vivos». Tras publicar Historia del dinero hace ocho años, Pauls vuelve a la novela con La mitad fantasma (@Literatura Random House) una historia de amor entre Savoy y Carla, cuyo encuentro representa la transición, por momentos abrupta, entre el siglo XX y sus modos y el tecnológico siglo XXI.
Al describir cómo había realizado la entrevista con César Aira usted definió el correo electrónico como «la sucursal del mundo virtual que más ha quedado pegada a los usos y costumbres de la vida arcaica». Pensando en La mitad fantasma, ¿una reflexión sobre el salto entre el siglo XX y el XXI y también el contraste entre esa «vida arcaica» y la vida a través de la pantalla?
Busco menos «contrastar» que trabajar con los cruces, las intersecciones, los solapamientos, toda esa zona de agitación, comedia y catástrofe donde esos dos mundos, el arcaico y el nuevo, se encuentran y no tienen más remedio que convivir. Es justamente la transición entre dos épocas lo que me interesa, no tanto las diferencias que las oponen.
¿De ahí que la relación de Savoy con Carla, a priori imposible tenga lugar de la misma manera que pervive la vida arcaica en este entorno tecnológico?
Claro, pero precisamente porque no hay «salto» sino una especie de continuidad equívoca. En el tránsito entre dos eras todos somos torpes: los viejos, porque nos movemos en el mundo digital como elefantes (viejos) en un bazar (de jóvenes); los jóvenes, porque si algo dura más de 30 segundos transpiran de ansiedad y se vuelven locos cuando en la pantalla aparece el anillito giratorio que no debería aparecer. El amor entre dos marcianos temporales como Carla y Savoy es el teatro de una negociación que siempre es cómica y sexy.
¿Es su anacronismo lo que le permite a Savoy percibir con distancia crítica el discurso en torno a la ideología?
Bueno, le permite no adherir, no estar adentro de manera ciega, lo que ya es bastante. Entrecomillar lo que el mundo repite de manera automática es una manera no sé si de criticarlo, pero sí, quizás, de empezar a pensarlo. Savoy es un neurótico muy entrenado, digamos. Ha perdido el tren y lo sabe, pero no todas las armas que juntan moho en su arsenal han quedado fuera de combate. Le cuesta un poco actuar, moverse, ir hacia las cosas. Pero lee las cosas —sobre todo las que no conoce— con paciencia y precisión, dos virtudes que tienden a perderse, me temo.
En Savoy, asimismo, hay una reivindicación de lo humano a través del error. ¿Es la posibilidad de equivocarse lo que nos distingue de las máquinas?
Puede ser. De errar, de salirse del programa, de abrazar (en vez de odiarla) la contingencia que lleva la mayoría de nuestros mejores planes al desastre.
Pensando en Trance y su reflexión sobre la lectura errónea, ¿Savoy es un «mal lector» del nuevo mundo en el que vive?
No, Savoy lee bien. Pero lee solo y muchas veces sus buenas lecturas no le interesan a nadie.
Uno de los temas centrales es el de la distancia…
No suena bien decirlo en épocas de corona, pero sin distancia no hay nada. La distancia es la condición de posibilidad de todo lo que me (y creo que nos) interesa: amor, lenguaje, política.
El concepto de la distancia permite establecer un diálogo entre La mitad fantasma y dos de sus novelas anteriores El pudor del pornógrafo y El pasado.
Todo lo que hago gira un poco alrededor de esa cuestión, y escribiendo La mitad pensé varias veces si no estaba «actualizando» de algún modo El pudor, mi primera novela, escrita hace 40 años, donde las cartas que llegan y las que no (todo lo cual ya estaba en el epistolario de Kafka) son precursoras del vértigo y el malestar del Skype.
Volviendo a la figura del loco, La mitad fantasma juega con el concepto de ambigüedad, con la idea de fantasma. A falta de materialidad… ¿todo son proyecciones?
Todo es real. Pero lo real está hecho de fantasmas y proyecciones y también de imaginarios ligeramente autistas como el de Savoy, que cuando se enamora, por otro lado, hace lo que hacemos todos: inventarse una causa para su amor y un mundo donde esa causa pueda ser todo lo poderosa que puede ser.
Esto me lleva a preguntarle sobre su concepción de la novela y, en concreto, sobre su desinterés por los hechos en sí.
Lo que sucede importa, por supuesto, pero se agota rápido y tiene una dimensión literal que me deja frío. Todo lo demás (los efectos de lo que sucede, el eco que encuentra en una mirada, una sensibilidad, una memoria) es infinito y se mueve y crece y es mi materia prima preferida.
En su Teoría de la prosa, Ricardo Piglia reflexiona sobre el concepto de ambigüedad y lo relaciona con la figura del fantasma y del secreto. Pensando también en su ensayo Trance, ¿es la ambigüedad lo que define su idea de escritura?
La ambigüedad está ahí siempre, es una fatalidad del lenguaje, no tengo que hacer mucho para que aparezca. Me interesa más bien la ambivalencia, eso que hace que podamos detestar lo que amamos y que lo que nos protege pueda aniquilarnos. O, como decía Hitchcock: filmar una escena de amor como una escena de crimen y viceversa. Me interesa lo siniestro, vieja categoría freudiana por la que el padre del psicoanálisis debería estar cobrando las regalías que se embolsan los Zuckerberg que siguen sueltos por ahí.
En una entrevista que le realizaron, definían La mitad fantasma como un elogio de lo anacrónico. Y como algo anacrónico define la lectura en Trance. ¿Es el anacronismo una forma de resistencia?
Es varias cosas a la vez, supongo: una condición, una sensibilidad, una desconfianza general hacia los efectos de sincro, una fe entusiasta y jovial en los frutos de lo que no encaja, el delay, la disonancia.