Reflexiones bajo el volcán de La Palma. ¿Es posible encontrar belleza en la destrucción?
De Plinio el Viejo ante el Vesubio a Humboldt en el Teide, el hombre ha interpretado la inmensidad y el terror de la naturaleza y sus catástrofes dividido entre el humanitarismo y el goce sublime
Cuenta Pedro Álvarez-Quiñones (Dandis, príncipes de la elegancia) que, cuando su teatro en Drury Lane fue pasto de las llamas, Richard Sheridan se colocó frente a la hecatombe y encendió un buen cigarro para exprimir el espectáculo de su propia ruina. Es lo que Barbey d’Aurevilly llamaría una «cruel fascinación».
La erupción del volcán Cumbre Vieja en La Palma ha vuelto a poner de relieve la distancia que media entre la estética y el humanitarismo, provocando a veces agrias polémicas en redes entre quienes valoran el ‘magnífico espectáculo’ de la naturaleza y quienes consideran ofensivo solazarse en ello ante la catástrofe para los vecinos de la isla. ¿Es posible entonces encontrar belleza en la destrucción?
La fascinación estética por la catástrofe puede rastrearse desde antiguo, prácticamente desde que la mujer de Lot se girara para contemplar la destrucción de Sodoma, pero, sobre todo, volviendo al terreno de la vulcanología, en la actitud de Plinio el Viejo ante la erupción del Vesubio. En sus Epístolas a Tácito, Plinio el Joven narra cómo su tío se aprestó a buscar los orígenes de aquel desastre que amenazaba a Pompeya y hacía huir en dirección contraria a sus habitantes: «Como hombre muy sabio, le pareció que aquel portento debía ser visto desde más cerca (…) Directamente se dirige ahí donde los demás huían, mantiene el timón en dirección al peligro, y tan ajeno al miedo que tomaba nota de los movimientos de aquella calamidad y de cuanto se ofrecía ante sus ojos. Cuanto más se aproximaba, la ceniza caía en las naves cada vez más caliente y más densa, y también pedruscos y piedras ennegrecidas quemadas y rajadas por el fuego, al paso que el mar se abría como un vado y las playas se veían obstaculizadas por los cascotes».
La de Plinio el Viejo es una actitud moderna en tanto en cuanto su interés científico por el fenómeno se sitúa por encima del terror mitológico. Pero es muchos siglos después, a finales del s.XVIII, cuando la estética da un paso decisivo para explicar el interés y la atracción contra la lógica del hombre hacia los espectáculos más catastróficos de la naturaleza: surge así la separación entre lo bello y lo sublime. En 1757, Edmund Burke publica la Indagación filosófica sobre el origen de nuestras ideas acerca de lo sublime y lo bello en la que declara:
«Todo lo que resulta adecuado para excitar las ideas de dolor y peligro, es decir, todo lo que es de algún modo terrible, o se relaciona con objetos terribles, o actúa de manera análoga al terror, es una fuente de lo sublime; esto es, produce la emoción más fuerte que la mente es capaz de sentir. Digo la emoción más fuerte, porque estoy convencido de que las ideas de dolor son mucho más poderosas que aquellas que proceden del placer».
Añade Burke que «la pasión causada por lo grande y lo sublime en la naturaleza, cuando aquellas causas operan más poderosamente, es el asombro; y el asombro es aquel estado del alma, en el que todos sus movimientos se suspenden con cierto grado de horror. En este caso, la mente está tan llena de su objeto, que no puede reparar en ninguno más, ni en consecuencia razonar sobre el objeto que la absorbe. De ahí nace el gran poder de lo sublime, que, lejos de ser producido por nuestros razonamientos, los anticipa y nos arrebata mediante una fuerza irresistible. El asombro, como he dicho, es el efecto de lo sublime en su grado más alto; los efectos inferiores son admiración, reverencia y respeto».
Pero incluso el propio pensador de lo sublime entiende que el goce estético reverencial de la catástrofe es cuestión de lejanía, un principio que podría aplicarse a nuestra relación estética/humanitaria con el volcán de La Palma: «Cuando el peligro o el dolor acosan demasiado, no pueden dar ningún deleite, y son sencillamente terribles; pero, a ciertas distancias y con ligeras modificaciones, pueden ser y son deliciosos, como experimentamos todos los días». La propia tragedia griega o los poemas fundacionales se basan en esa dinámica, de modo que es posible disfrutar como lectores de las desdichas concatenadas de Odiseo o la fatalidad de Edipo. Inmanuel Kant ya notaba que «la vista de una montaña cuyas nevadas cimas se alzan sobre las nubes, la descripción de una tempestad furiosa o la pintura del infierno por Milton, producen agrado, pero unido a terror». Así lo expresa al inicio de sus Observaciones sobre el sentimiento de lo bello y lo sublime (1764), con el que apuntaló la estética prerromántica y el nuevo modo del hombre de relacionarse con la naturaleza.
«Lo sublime ha de ser siempre grande; lo bello puede ser también pequeño. Lo sublime ha de ser sencillo; lo bello puede estar engalanado. Una gran altura es tan sublime como una profundidad; pero a ésta acompaña una sensación de estremecimiento, y a aquélla una de asombro; la primera sensación es sublime, terrorífica, y la segunda, noble».
El romanticismo recogió las enseñanzas de Kant y labró un canon fundado en lo sublime que va desde la atracción por la naturaleza ‘no bella’ de las pinturas de Friedrich a la exaltación mórbida de los ruinoso que encontramos ya en 1791 con Las ruinas de Palmira del conde de Volney: «¿Qué prodigio nuevo es éste?», escribe, conmovido y exaltado, ante el espectáculo de destrucción del tiempo. Los poetas de finales del s.XVIII y principios del s.XIX se alinean con una rama de la retórica que, echando la vista atrás, puede rastrearse hasta el siglo primero de nuestra era, en el Sobre lo sublime de Longinos:
«La naturaleza no ha elegido al hombre para un género de vida bajo e innoble, sino que introduciéndonos en la vida y en el universo entero como en un gran festival, para que seamos espectadores de todas sus pruebas y ardientes competidores, hizo nacer en nuestras almas desde un principio un amor invencible por lo que es siempre grande y, en relación con nosotros sobrenatural».
Esta nueva estética coincidiría a principios del s.XIX con lo que algunos autores consideran «la invención de la naturaleza» iniciada por Alexander von Humboldt, capaz de aunar atracción estética y curiosidad científica y que, precisamente, tendría en las islas canarias uno de sus escenarios principales. En 1799, el naturalista pasó una semana en Tenerife y logró ascender al Teide, volcán que durante siglos fue considerada la montaña más alta del mundo. «¡Regresé del Pico ayer en la noche! ¡Qué espectáculo! ¡Qué gozo! Me voy casi en lágrimas; me hubiera gustado establecerme aquí», escribió.
En esa historia interseccional entre las ideas estéticas y la naturaleza, la ascensión de Humboldt al Teide sería equiparable al ascenso por mera curiosidad de Petrarca al Mont Ventoux. Un admirador incondicional del naturalista alemán, el británico Charles Darwin, intentó replicar en 1832 los pasos de Humboldt. Se lo prohibió otra ‘catástrofe natural’, en este caso el brote de cólera en las islas que los obligó a fondear lejos y seguir ruta hacia Cabo Verde. Siglos después, el impacto mediático de la erupción del volcán de La Palma vuelve a apelarnos como espectadores cuya recepción ética y estética depende del lugar que ocupamos frente a la naturaleza y la sensibilidad que adoptamos ante lo bello y lo sublime.