'Why We Fight': la ciencia que se esconde detrás de la guerra
El académico y ex militar británico Mike Martin sostiene que el enfrentamiento entre hombres no puede entenderse sin meter en la ecuación un componente genético
De un tiempo a esta parte, pongamos una década, la academia estadounidense, la más influyente del mundo, vive sumida en un encarnizado debate en torno a una de las áreas de estudio más sensibles de nuestro tiempo: la llamada «genética del comportamiento». Es decir: hasta qué punto somos lo que somos no por culpa del entorno sino por ‘decisión’ –nótese la comilla– de la madre naturaleza.
A decir verdad, la controversia no es nueva. Muchos ven en la genética del comportamiento reminiscencias de los experimentos eugenésicos –la depuración de la raza– llevados a cabo en Estados Unidos y Alemania a comienzos del siglo pasado. Reminiscencias que han sido avivadas a lo largo de las décadas por gente como Arthur Jensen, afamado psicólogo de la Universidad de Berkeley, o Richard J. Herrnstein y Charles Murray, autores del famoso ensayo noventero La curva de la campana. A raíz de su publicación, Herrnstein y sobre todo Murray fueron acusados de fomentar el darwinismo social.
El debate actual, sin embargo, resulta particularmente encarnizado porque uno de los nuevos paladines de la genética del comportamiento se encuentra muy lejos del conservadurismo esgrimido por colegas como Murray. Ese paladín es, en realidad, una profesora de Psicología de la Universidad de Texas comprometida con reducir las desigualdades sociales llamada Kathryn Paige Harden. Su misión es sencilla de enunciar, pero harto compleja de conseguir: lograr que la izquierda asuma que los genes son parcialmente –y subraya ese «parcialmente» ochocientas veces– importantes a la hora de explicar cómo somos y nuestro rumbo vital. Es más: cree que si la izquierda no lo asume estará regalando a la derecha y, sobre todo, a la derecha radical un argumento científico que podrán manosear como les venga en gana, sin oposición.
Como era de esperar, Harden, que publicará este otoño un libro titulado The Genetic Lottery: Why DNA Matters for Social Equality (La lotería genética: por qué el ADN importa para la igualdad social), ha sido muy criticada por académicos de su misma cuerda ideológica. William Darity, un reconocido experto que investiga las consecuencias económicas de la desigualdad racial, contestó a un correo electrónico suyo con otro sosteniendo que no hay manera de separar las influencias ambientales de las biológicas a la hora de determinar quiénes somos y que, por tanto, «no hay razón para llevar a cabo unos estudios que pueden ser depositados allá donde se encuentran los que niegan el Holocausto». En un email posterior, Darity comparó la genética del comportamiento con la negación del cambio climático. Quien sienta curiosidad puede leer el intercambio completo en un reportaje publicado recientemente en la revista The New Yorker titulado Can Progressives Be Convinced That Genetics Matters? (¿Pueden los progresistas ser convencidos de que la genética importa?).
Sin embargo, pese a la caricaturización sufrida a manos de una parte de la izquierda y pese al titular escogido por la revista norteamericana, cada vez hay más investigadores que se identifican como progresistas de su parte. Es el caso de Mike Martin, un académico bastante sui géneris que, tras estudiar Biología en Oxford y pasar por Afganistán embutido en el uniforme del ejército británico, se ha especializado en el análisis de conflictos. Le interesa, concretamente, aquello que mueve a los hombres a empuñar un arma y tratar de apiolar a otros con ella.
La tesis de Martin, cuyo tercer libro se titula Why We Fight y va precisamente de esto, es la siguiente: los hombres se dicen a sí mismos que pelean por una causa noble, ya sea una ideología deseable o la religión verdadera, porque es su manera de racionalizar un impulso difícil de explicar dado que es, en definitiva, un impulso de naturaleza genética.
Puesto así, en abstracto, resulta difícil de entender. Sobre todo si tenemos en cuenta que la guerra, a escala individual, es contraria al principio evolutivo, basado en la supervivencia y la reproducción. La Primera Guerra Mundial ejemplifica bien esta paradoja: las posibilidades de morir en una trinchera francesa eran apabullantes. Tomando por buena la tesis de Martin, ¿qué clase de proceso evolutivo te lleva a estar ahí?
Son dos las motivaciones inconscientes que compensarían el riesgo evidente de espicharla atrapado en un alambre del Somme: la búsqueda de estatus y el sentimiento de pertenencia.
En términos evolutivos, un buen estatus conlleva muchas mujeres. Es decir: mayor capacidad de reproducción. Esto no quiere decir que François Dubois, de 19 años, acudiese al Somme pensando en triunfar a su regreso. O sí. Pero no es eso lo que plantea Martin. La motivación –repite– es inconsciente. El impulso es inconsciente. Serían los genes, miles de años de evolución, lo que encontraríamos detrás de la aparición de mesié Dubois en el Somme.
En cuanto al sentimiento de pertenencia, es una pulsión inconsciente que bebe de tiempos pretéritos, mucho antes de que apareciesen repartidas por Mesopotamia las primeras civilizaciones, cuando los seres humanos se movían en grupos de dos o tres decenas por la sabana africana. En aquel entonces más te valía pertenecer a uno de esos grupos porque quedar al margen era un billete seguro al otro barrio. Y de esos polvos, estos lodos. De nuevo en términos evolutivos y siempre según la tesis que presenta Martin, el inconsciente nos invita constantemente a formar parte de la tribu que consideremos nuestra. Y ya se sabe cómo se definen las tribus: comparándose y rivalizando con otras tribus.
Martin, por cierto, pudo comprobar esto de primera mano durante su periplo bélico en Afganistán. Buen conocedor de la cultura y la lengua pastún, fue nombrado enlace entre los suyos y las tribus de la provincia de Helmand. En ese rol, pudo observar cómo muchos afganos no guerreaban realmente en nombre de una versión concreta del islam sino que lo hacían (con frecuencia entre ellos) por el acceso a un trozo de tierra, a un pozo de agua, a una carretera por la que traficar con droga o buscando acceder a una silla en el consejo de sabios de no sé dónde. O sea, y una vez más: guerreaban movidos por la búsqueda de estatus y un sentimiento de pertenencia.
(El Somme y Afganistán, aclara Martin, son escenarios extremos de una dinámica que también puede encontrarse detrás de una bronca de bar o de la clásica pelea entre los jóvenes de pueblos colindantes.)
Dicho así, y más en los tiempos que corren, Why We Fight puede sonar simplista y contrario a toda una serie de valores occidentales. Sin embargo, Martin apoya su tesis en 225 páginas repletas de psicología evolutiva, neurociencia, historia, sociología, antropología y relaciones internacionales que, a su vez, se apoyan en cien páginas adicionales de notas y bibliografía. Puesto de otro modo: estamos ante un análisis bien armado, lejos de los cuatro chascarrillos con los que algunos montan su decimoquinto ensayo a ver si suena la flauta. En ese sentido, Martin ha hecho los deberes.
Con todo, es una tesis polémica. Y el académico advierte, en la introducción, de la posibilidad de que investigaciones futuras desmientan partes de su argumento. «Así funciona la ciencia», cuenta. «Y todos los científicos aceptan que su investigación pueda quedar obsoleta ante el surgimiento de nuevas evidencias». Pero no le importa. Al contrario. Si sucede, dice, bienvenidas serán esas nuevas evidencias porque de lo que se trata es de comprendernos mejor de lo que nos comprendemos. De no vendernos tantas motos. En ese sentido, Why We Fight no es muy diferente del libro que va a publicar Harden: granos de arena que tratan de avanzar en el estudio del quiénes somos y, sobre todo, en el estudio de por qué hacemos lo que hacemos. Bienvenidos sean. A ver si así, poco a poco, algún día, podemos ahorrarnos las monsergas del tal Santandreu.