Los uigures: una historia de disidencia en los confines de China
Los uigures son musulmanes de origen turco que habitan en el noroeste de China. Hoy en día más de un millón se hacinan en campos de ‘re-educación’.
El 29 de marzo de 2017 alguien entró en una casa de la remota ciudad china de Urumchi, situada a menos de 500 kilómetros de la frontera con Kazajistán y a más de 3.000 de Pekín, para llevarse a una joven embarazada llamada Buzainafu Abudourexiti. La muchacha fue inmediatamente trasladada a un centro de detención, juzgada en secreto y después nunca más se supo. Amnistía Internacional, que ha seguido el caso de cerca, asegura que nadie ha visto documento alguno justificando la detención. Da igual. Todos en Urumchi saben lo que hizo: pasar dos años estudiando el Corán en Egipto.
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Urumchi es la capital de una región enorme llamada Xinjiang que se encuentra en el extremo occidental de China –hace frontera con Mongolia, Rusia, Kazajistán, Kirguistán, Tayikistán, Afganistán, Pakistán e India– y en la que vive un grupo étnico de religión musulmana, lengua turquina y alfabeto árabe: los uigures.
Los uigures empezaron a figurar como ‘pueblo’ hacia el siglo VII, tras la unión de varias tribus nómadas que decidieron asentarse en una zona de gran trajín comercial. La famosa Ruta de la Seda. Poco después abrazaron el islam, que con el paso de los siglos se ha convertido en su gran seña de identidad; el rasgo del que parte su tradición, su nacionalismo y su rechazo frontal a la asimilación cultural que intenta llevar a cabo el Partido Comunista chino desde 1949. Se lo explicó muy bien el corresponsal Rafael Poch, de La Vanguardia, a sus lectores: “Si se divide a las 55 minorías étnicas oficialmente reconocidas en China en dos grupos, según su mayor o menor nivel de parentesco y afinidad con la mayoría Han, los uigures son la mayor minoría del grupo de los más diferentes”. El académico checo Ondřej Klimeš es todavía más claro: “Ese lugar no está ligado a China ni por cultura ni por historia; las etnias que lo pueblan son musulmanes de origen turco, hablan un idioma completamente diferente y su pasado tiene muy poco que ver con el de los Han”.
Es decir: cuando el Partido Comunista de China llegó al poder, hace 70 años, se encontró con varios millones de uigures viviendo en una región remota pero estratégicamente vital que no tenían la menor intención de abrazar las enseñanzas de Mao.
¿Y qué hizo el Partido Comunista de China al respecto? Pues combinar la represión política típica de un régimen totalitario con una cosa que se llama presión demográfica. Las autoridades fomentaron la llegada de chinos de la etnia Han a Xinjiang. En otras palabras: buscaron la manera de diluir la cultura uigur con emigrantes culturalmente leales al régimen. La eficiencia de la medida queda reflejada en las cifras: en el año 2000 los Han ya eran el 50% de la población de Xinjiang y una mayoría aplastante en las principales ciudades del lugar.
Esta combinación de represión política y represión cultural generó fuertes tensiones que finalmente desembocaron en actos terroristas durante los años 90 y en disturbios graves en la década siguiente, la primera del nuevo siglo, que se saldaron con centenares de muertos.
Para cuando Xi Jinping alcanzó la presidencia de China, en 2013, los uigures se habían convertido en el principal problema nacional. Por delante –muy por delante– del Tíbet.
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A diferencia de otros totalitarismos, el régimen comunista chino nunca ha sentido especial interés por exterminar a nadie. Lo que busca, sobre todo, es ejercer un control absoluto sobre sus ciudadanos. No basta con que se porten bien y no den problemas; tienen que estar totalmente convencidos de que los valores impulsados desde Pekín, sean cuales sean, son la única forma de pensamiento válida. De ahí su apuesta por los programas de ‘re-educación’.
El primer programa de ‘re-educación’ se implantó en los años 50 y pasó a ser conocido como Re-Educación a Través del Trabajo (Re-Education Through Labour). La diferencia con el proceso penal ordinario era que no se requería ni acusación formal, ni pruebas, ni juicio, ni nada de nada. Bastaba con que una de las agencias de seguridad chinas considerase a alguien sospechoso –un ciudadano díscolo, errático– para que ese alguien fuese apresado y pasase a engrosar las listas de los ‘inscritos’ al programa en cuestión.
Con la llegada del nuevo siglo el Partido Comunista de China decidió inaugurar un segundo programa de ‘re-educación’. Lo llamó Transformación a Través de la Educación (Transformation Through Education) y estaba especialmente pensado para lidiar con un movimiento espiritual que combinaba elementos budistas y taoístas llamado Falun Gong. De nuevo, su principal diferencia con el proceso penal normal residía en que era un programa extrajudicial; alguien te denunciaba, o una agencia de seguridad te apuntaba en su lista negra, y para dentro.
Ninguno de estos programas sustituía al sistema carcelario estándar, que seguía su propio curso, aunque diversas ONG han hecho notar que las personas ‘inscritas’ en ellos también sufrían torturas y malos tratos.
La llegada de Xi Jinping trajo cambios al entramado ‘re-educacional’ del régimen chino. El nuevo presidente abolió los dos programas anteriores e inauguró uno llamado Re-Educación Política (Political Re-Education) especialmente pensado para terminar con la disidencia uigur. En paralelo, y aprovechando la mala fama cosechada por el islam en Occidente, comenzó a pregonar que había iniciado una campaña de “des-radicalización” en la región de Xinjiang. Era su forma de justificar ante las sociedades occidentales la aplicación de la Re-Educación Política sobre todo aquel que acudiese a una mezquita.
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Adrian Zenz, un antropólogo especializado en las relaciones entre el Partido Comunista de China y los uigures, publicó el pasado otoño un minucioso artículo académico analizando el programa Re-Educación Política y sus efectos sobre la población uigur.
Zenz explica, por ejemplo, que las autoridades chinas utilizan una jerga médica para referirse a los uigures y así justificar su inserción en los centros de ‘re-educación’ sin juicio de por medio. “En lugar de mostrar castigos penales sancionados por un juez, los documentos oficiales presentan la ‘re-educación’ como un tratamiento médico gratuito costeado por el Estado para curar una peligrosa adicción a una ideología religiosa”. En la misma línea Sean Roberts, otro antropólogo especializado en Asia Central, argumenta que Pekín presenta a la etnia uigur como “un peligro biológico para el resto de la sociedad que debe ser contenido mediante la vigilancia y la detención”.
En un primer momento –explica Zenz– los uigures apresados y enviados a los “centros de educación y transformación” construidos para la ocasión no eran muchos. Las autoridades chinas comenzaron apuntando a los elementos más desobedientes; aquellos que insistían en argumentar públicamente las bondades del islam.
Pero algo cambió en 2017. El Partido Comunista de China decidió dejar la finura de lado y agarró la brocha gorda. “Desde entonces la campaña de ‘re-educación’ ha puesto en el punto de mira a muchas personas que no habían hecho absolutamente nada. Antes el programa se aplicaba en retrospectiva, como una medida correctiva. Ahora no; ahora es una medida preventiva y como tal se aplica indiscriminadamente”, señala Zenz. ¿Cómo? Pues mezclando medidas tradicionales –informantes, controles policiales– con el uso de nuevas tecnologías. Cualquier uigur que no sea miembro del Partido y se comporte como corresponde a un miembro del Partido es un elemento que conviene ‘re-educar’. Además, si antes del 2017 los apresados reaparecían a las pocas semanas hoy en día aquellos que son arrestados rara vez reaparecen. Reaparecerán, probablemente, en un futuro. Pero de momento no se sabe nada.
Zenz y otros expertos calculan que en los “centros de educación y transformación” se hacinan, a día de hoy, más de un millón de uigures.
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Pese a la opacidad con la que se conducen las autoridades chinas, hay un elemento que ayuda a entender por qué en 2017 deciden subir de nivel la campaña contra la comunidad uigur. Ese elemento se llama Iniciativa del Cinturón y Nueva Ruta de la Seda (BRI, o Belt and Road Initiative, en argot internacional). También conocido como “el Plan Marshall chino”. Es, en resumen, el plan de infraestructuras más costoso de la historia de la humanidad. Un megaproyecto que aspira a reconstruir la vieja Ruta de la Seda y a crear una ruta marítima paralela que incluirá, cuando esté terminado, a 60 países y el 75% de las reservas energéticas del planeta. Un corredor comercial pensado, según Augusto Zamora, profesor de Relaciones Internacionales en la Universidad Autónoma de Madrid, para convertir a China en la nueva superpotencia mundial por delante de los Estados Unidos. Es, además, el gran proyecto personal de Xi Jinping.
¿Y qué tendrá que ver la ambición faraónica de Xi Jinping con los uigures? Lo cierto es que mucho porque… este corredor comercial de proporciones épicas pasa por Xinjiang.
De modo que ya no sólo se trata de asimilar culturalmente a la etnia uigur y que ésta cambie el islam por los valores del Partido. Ahora también se trata de que nada interfiera en la construcción y puesta en marcha de la Iniciativa del Cinturón y Nueva Ruta de la Seda. Si un foco de rebeldía ya era intolerable en cualquier caso, con “el Plan Marshall chino” sobre la mesa la idea pasa a ser completamente demencial.
La preocupación de Xi Jinping por el futuro de su proyecto lleva al nombramiento, a finales de 2016, de Chen Quanguo como el máximo representante de Pekín en la zona. Chen es un viejo conocido de todos aquellos que estudian los conflictos internos de China dado que es uno de los responsables de la ‘pacificación’ del Tíbet y también es la persona que introduce la nueva ola represiva en Xinjiang.
“Con la llegada de Chen Quanguo comienza un proceso masivo, tanto tecnológico como humano, de monitorización de la población que ha convertido la región en uno de los lugares más herméticos, vigilados y policialmente controlados del mundo”, dice Zenz. “En el Tíbet puso en práctica medidas que luego ha perfeccionado en Xinjiang, como montar, en las ciudades, mini-comisarías cada pocos metros que hacen la labor de check-points, o llenar los barrios de cámaras de vídeo”, comenta Klimeš. Y añade: “Xinjiang se ha convertido en una enorme cárcel de máxima seguridad a cielo abierto”.
Por supuesto, las autoridades chinas niegan la mayor. Han llegado a admitir que existen campos de trabajo en Xinjiang, pero desmienten que sean centros de ‘re-educación’ en los que se obliga a los uigures a cantar canciones de propaganda comunista, confesar crímenes ficticios o dar las gracias al líder del Partido una y otra vez bajo amenaza de ser torturados si no lo hacen. Según la narrativa oficial estos campos son “centros de trabajo” destinados a formar a criminales con delitos menores para que puedan rehabilitarse y, en otra versión, “centros de trabajo vocacional” que tendrían como objetivo enseñar a los campesinos el buen uso de un ordenador o cómo manejar una nueva máquina que facilite su labor. Y en el caso de que hubiese cierta fijación con los más musulmanes de entre los uigures, la preocupación –argumentan desde Pekín– es que puedan ser extremistas dispuestos a llevar a cabo atentados terroristas.
No obstante, el hecho de que los expertos en la región ya no puedan investigar la realidad uigur sobre el terreno arroja dudas razonables sobre cuánto de cierto hay en la narrativa oficial. También las arroja que Amnistía Internacional tenga vetado el acceso a China –su oficina regional está en Hong Kong–; o que al 73% de los periodistas extranjeros que el año pasado intentaron visitar el lugar se les dijese que tenían prohibido hacerlo; o que el prestigioso fotoperiodista Lu Guang fuese detenido mientras trabajaba allí.
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El pasado 9 de enero la agencia Associated Press publicó una nota titulada de la siguiente manera: “China permite a 2.000 kazajos abandonar la región de Xinjiang”. En ella se explicaba que las autoridades kazajas habían conseguido que el Partido Comunista de China diese luz verde a dos millares de kazajos –otro pueblo túrquico de religión musulmana– con pasaporte chino a cambiar de nacionalidad y mudarse a Kazajistán.
La noticia supone un win-win-win. Win para Kazajistán, que lleva años fomentando que los kazajos de otras nacionalidades se establezcan en el país. Win para China, que así se desprende de 2.000 musulmanes con la misma tendencia a resistir los envites culturales de Pekín que la demostrada por los uigures. Y win para los propios kazajos afectados por la medida, ya que el programa de ‘re-educación’ también está pensado para ellos y quitándose de en medio evitan terminar encerrados.
Sin embargo, la nota de Associated Press contrasta con los artículos que han aparecido en el último año explicando el estado de desesperación en el que se encuentra el marido de Buzainafu Abudourexiti, la muchacha detenida el 29 de marzo de 2017 en su casa de Urumchi. Hablamos de un hombre llamado Almas Nizamidin que emigró a Australia en 2009 y que lleva desde la desaparición de su mujer pidiendo a las autoridades de su país de acogida que intercedan. De momento no lo han hecho. Es el problema de pertenecer a un pueblo sin Estado.
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Post Scríptum: Horas después de enviar este artículo a la redacción de The Objective la agencia France-Presse publicó un tuit informando de que el Gobierno turco había hecho un llamamiento al orden por lo que está ocurriendo en Xinjiang. “Es una vergüenza para la humanidad”, declaró. Esta no es la primera vez que turcos y chinos se encaran por el tema; los primeros consideran a los uigures parientes lejanos y los segundos mantienen que no están haciendo nada malo y que a qué viene tanta agresividad.
Las declaraciones turcas se toparon con muchas reacciones críticas. No procedían de China sino de Occidente. Preguntaban, no sin cierto recochineo, por los kurdos. Era de esperar.