¿Hemos regresado a 1930? Otros cinco ensayos para (intentar) comprender la ola nacionalpopulista de nuestro tiempo
Cinco ensayos más que pretender arrojar luces sobre uno de los debates más virulentos de nuestros tiempos: ¿qué es realmente ser un ‘fascista’ y qué efectos puede tener a medio y largo plazo la alegría con la que se utiliza un adjetivo tan complejo?
El 26 de junio de 1991 el New York Post, el tabloide más leído de Estados Unidos, llevó en portada la noticia de que Donald Trump, por aquel entonces un excéntrico multimillonario de 45 años, había dejado a Marla Marples, una veinteañera rubia apodada “el melocotón de Georgia”, por una modelo italiana llamada Carla Bruni. Tras leer la noticia Sue Carswell, una reportera de la revista People, decidió contactar con la oficina de Trump para confirmar que la historia era cierta. Cinco minutos después Carswell recibió la llamada de un tal John Miller; un tipo que se identificó como el relaciones públicas de Trump y que dijo estar a disposición de la reportera para cualquier pregunta que tuviese.
Miller confirmó el romance de Trump con Carla Bruni diciendo que ésta había dejado “a Mick Jagger por Donald, y así es como están las cosas ahora mismo”. No obstante, el publicista quiso aclarar que por parte de Trump la cosa tampoco iba demasiado en serio antes de explicar a la periodista de People que “ahora mismo tiene otras tres novias” y que “cuando se decida, será un hombre muy afortunado”. El proceso de selección, añadió Miller, sería “duro” para Carla Bruni y las demás contendientes. Pero qué se le va a hacer; así es la vida. El representante del multimillonario también comentó que éste no podía ponerse al teléfono debido “a la cantidad de mujeres importantes y hermosas que le llaman constantemente”. Citó a Madonna y a Kim Basinger.
El artículo de Sue Carswell salió publicado dos semanas después. Se titulaba así: “Trump dice adiós a Marla, da la bienvenida a Carla y un misterioso relaciones públicas que suena igual que Donald se pone al teléfono para difundir la historia”.
John Miller era el mismísimo Donald Trump. Lo sospechó Carswell nada más descolgar el teléfono, lo confirmó la experimentada columnista de cotilleos Cindy Adams al escuchar la grabación y lo reconoció el propio Trump tras la publicación del artículo. Por descontado, la relación sentimental entre Carla Bruni y el multimillonario sólo sucedió en la cabeza de este último. “Evidentemente, Trump es un lunático. Es profundamente falso y estoy profundamente abochornada por todo esto”, declaró poco después la modelo al tabloide británico The Daily Mail.
John Miller no era el primer álter ego de Donald. Una década antes un tal John Baron había llamado al periódico The New York Times identificándose como “vicepresidente de Trump Organization” para aclarar la versión de Trump en la polémica demolición de los almacenes Bonwit Teller; una fachada de doce plantas situada en la Quinta Avenida adornada con un par de bajorrelieves gigantescos considerados ejemplos del periodo art déco de incalculable valor.
Trump tenía que demoler los almacenes para construir su Trump Tower y una parte de la ciudadanía, así como innumerables arquitectos, expertos y artistas, pidió que respetase los bajorrelieves; que los conservase y luego los donase a algún museo. El multimillonario hizo oídos sordos y arrasó con la fachada.
En su llamada a The New York Times el tal John Baron, “vicepresidente de Trump Organization”, explicó que su conservación habría costado a Trump medio millón de dólares y varias semanas de retraso en las obras. El periodista del Times jamás sospechó que Baron fuese el propio Trump y éste, satisfecho con lo bien que le había salido la jugada, se dedicó a partir de entonces, y durante buena parte de los años 80, a llamar a periodistas aquí y allá diciendo ser Baron. La mayoría de las informaciones que dejaba caer en aquellas conversaciones eran simples rumores o, en el mejor de los casos, globos sonda.
Un cuarto de siglo después de estas performances –y otras algo más siniestras– el Donald decidió presentarse a las elecciones presidenciales de Estados Unidos. En su opinión, la primera potencia del mundo estaba de capa caída y urgía inyectar unas cuantas dosis de patriotismo para traer de vuelta las glorias del pasado.
En muchos hogares estadounidenses –aquellos que no compraron su candidatura– costó comprender qué demonios estaba pasando. Por un lado, estaba la información que ya tenían de Trump: un magnate de la construcción conocido por sus claroscuros, algún que otro escándalo hábilmente silenciado y su apego a la industria del reality show. Un tipo que existía pues porque en este mundo tiene que haber de todo y al que nadie en la intelligentsia se tomaba demasiado en serio. Un tipo, en fin, que se hacía pasar por su propio publicista para airear romances inexistentes en la prensa rosa.
Por el otro lado, en cuanto presentó su candidatura esos hogares comenzaron a recibir historias cuando menos inquietantes. Por ejemplo: que los grupúsculos situados a la derecha de la derecha más carca de Estados Unidos, los white nationalists, normalmente indiferentes a los procesos electorales del país por entender que allí no se les ha perdido nada, habían decidido, en esta ocasión, apoyar a Donald Trump. O que el magnate reconvertido en candidato presidencial había acusado al movimiento Black Lives Matter, cuyo principal objetivo es advertir contra la violencia hacia las personas negras por parte de las autoridades, de animar a matar policías.
“It’s good to trust others but, not to do so is much better.” – @realDonaldTrump #MakeAmericaGreatAgain
— ilduce2016 (@ilduce2016) June 17, 2019
Durante la campaña presidencial muchos comenzaron a preguntarse si el candidato más polémico, comentado y atacado era, en realidad, un fascista. Decenas de expertos opinaron al respecto y aunque la mayoría se decantó por el “no” hubo quien sostuvo que “sí” o que, si bien no lo era del todo, lo sería con el tiempo.
El ya extinto blog Gawker decidió llevar este debate a otro nivel y realizó el siguiente experimento: crear una cuenta de Twitter llamada @ilduce2016 y tuitear frases de Benito Mussolini pero atribuyéndoselas a Trump y citando, de paso, la cuenta del magnate. Bingo: Trump terminó promocionando los tuits de esa cuenta pensando que eran frases suyas. ¿La conclusión de Gawker? “¿Es Donald Trump fascista? Expertos, historiadores y comentaristas políticos llevan discutiendo esta cuestión meses. De momento hay una cosa segura: tuitea como uno”.
Inmune a ésta y otras ofensivas procedentes del progresismo y del conservadurismo moderado, el 8 de noviembre de 2016 el Donald ganó las elecciones presidenciales. Mientras los progresistas y los moderados del mundo se echaban las manos a la cabeza, el recién elegido presidente de los Estados Unidos comenzó a recibir felicitaciones. Marine Le Pen, Viktor Orbán, Frauke Petry, Geert Wilders, Nigel Farage y Heinz-Christian Strache fueron de los primeros en hacerle llegar la enhorabuena. The Guardian tituló: “Los populistas de derechas son los primeros en felicitar a Trump tras su inesperada victoria”.
Félicitations au nouveau président des Etats-Unis Donald Trump et au peuple américain, libre ! MLP
— Marine Le Pen (@MLP_officiel) November 9, 2016
Algunos comentaristas políticos y un sinfín de estudiantes universitarios vieron en estos mensajes la prueba que necesitaban: si un puñado de fascistas se alegra tanto por la victoria de Trump eso significa que Trump es tan fascista como ellos.
Pero… ¿la ecuación funciona realmente así? Es más: ¿son todos esos líderes fascistas? ¿Lo son sólo algunos? ¿Ninguno? ¿Cómo saberlo? Y lo que es más importante: ¿qué efectos puede tener a medio y largo plazo la alegría con la que se utiliza un adjetivo tan complejo?
Es un debate abierto. También virulento. Conscientes de ello, las editoriales españolas se han puesto las pilas y llevan meses traduciendo, encargando o reeditando ensayos que abordan la cuestión. Hace unas semanas se publicó aquí, en The Objective, una primera selección de libros que pretenden arrojar luz al tema. A continuación, la segunda.
Cómo se hizo Donald Trump (Capitán Swing)
A diferencia de otros libros sobre Donald Trump –Fuego y Furia (Península) o Miedo. Trump en la Casa Blanca (Roca)– este ensayo no toca la trayectoria política del multimillonario neoyorquino. Lo que toca, en cambio, es su trayectoria empresarial. ¿De dónde salen los Trump? ¿Cómo amasó dinero su padre? ¿Cuál es su relación con Atlantic City y la industria del juego? ¿Ha hecho negocios con la mafia neoyorquina? (Spoiler: sí) ¿Qué pufos esconde la construcción de la Trump Tower? ¿Qué nos dicen del actual presidente los libros que ha escrito sobre el éxito y las charlas motivacionales que ha dado a lo largo y ancho del país? ¿Se cuenta la Hacienda estadounidense entre sus amistades? ¿En qué quedó su proyecto de universidad?
El valor de este ensayo escrito en 2016 (cuando Trump ya era candidato pero todavía no había ganado las elecciones) no reside sólo en las respuestas a estas y otras preguntas. Reside, sobre todo, en el autor. Porque quién mejor que un periodista de investigación especializado en cuestiones fiscales –y Premio Pulitzer por una investigación sobre vacíos legales– que lleva décadas tras los pasos del magnate para contestarlas.
Otra garantía de credibilidad es el trato personal que existe entre ambos; desde que se conocieron, en 1988, el reportero ha recibido varias llamadas de Trump amenazando con denunciar si publica esto o aquello. Llamadas que, por cierto, siempre han terminado de la misma manera: con David Cay Johnston publicando lo que pretendía publicar y el actual mandatario envainándosela. Un ensayo, en fin, que ayuda a comprender de dónde sale el líder nacionalpopulista más influyente del momento y, sobre todo, su forma de actuar. Porque una de las críticas que Johnston desliza contra sus colegas de trinchera es que, todavía a estas alturas de la película, muchos siguen fijándose en lo que dice en lugar de fijarse en lo que hace. Y es que Trump no dice lo que dice por decir; Johnston sostiene, contra la creencia generalizada, que el Donald es un auténtico artista manejando la información y sus tiempos.
Quién es fascista (Alianza)
De un tiempo a esta parte Emilio Gentile se encuentra con las mismas preguntas allá donde va: ¿son fascistas Trump, Erdogan, Orbán, Bolsonaro, Salvini o Abascal? En otras palabras: ¿vuelve el fascismo? Un buen día, y en vista del interés general, Gentile, que es uno de los principales historiadores del fascismo italiano, decidió coger papel y boli e ir apuntando las preguntas que le iba haciendo el respetable. Unos meses después, y con un buen puñado de cuestiones en la libreta, se sentó, las ordenó por bloques y las contestó. El resultado: más de 200 páginas de diálogo con el ‘lector invisible’, que somos todos, intentando aclarar una serie de premisas.
Gentile no está para trucos, pirotécnica literaria o clickbaits; en la página diez ya aclara que no tiene “ningún sentido ni histórico ni político sostener que hoy se está produciendo una vuelta del fascismo en Italia, en Europa o en el resto del mundo”. Pero, claro, si despeja la gran incógnita en las primeras páginas… ¿vale la pena seguir leyendo? Sin duda. Una vez ha dado su opinión, Gentile se dedica a discutir con ese ‘lector invisible’, que mantiene la opinión contraria, por qué su afirmación está cargada de razón. Por el camino nuestro académico aprovecha para criticar la prostitución del adjetivo “fascista”, alertar del peligro que encierra repartirlo entre el personal sin un criterio claro, y regalar unas cuantas lecciones de historia italiana. Y por cierto: “Vox se inscribe en la extrema derecha católica tradicionalista”. Esa es su definición del partido de Santiago Abascal.
FBI. Fascismo de Baja Intensidad (LaVorágine)
Esta “especie de anti-libro” –como lo definió su propio autor, Antonio Méndez Rubio, en una entrevista– es una rareza: consta de 78 reflexiones, algunas propias y otras prestadas de pensadores como Guy Debord, Foucault, Zygmunt Bauman o Pasolini, aliñadas, al final, con un puñado de reseñas publicadas entre los años 2012 y 2015.
La tesis que sostiene Méndez Rubio es que “la sociedad de hoy, bajo el supuesto protocolo democrático, se entrega a sus verdugos sin (poder o querer) ver que éstos preparan y ejecutan cotidianamente un gaseado letal y legal”. En otras palabras: que mientras nadie asome en el horizonte marchando al paso de la oca la sociedad occidental seguirá tranquila con su existencia, desactivadas todas las alarmas, creyéndose a salvo del totalitarismo sin caer en la cuenta de que éste ya habita entre nosotros a través de resortes económicos o de tipo socio-cultural (las redes sociales, por ejemplo). Pero, aceptando la mayor, ¿por qué este ‘totalitarismo cultural’ o ‘tecnológico’ es necesariamente fascismo? En opinión de Méndez Rubio, sería un ‘fascismo ambiental’: “Que no tiene rostro, ni límites reconocibles objetivamente hablando, quizá tampoco una intención en el sentido convencional, aunque sí efectos aniquiladores, de crimen masivo, y es así no solamente por su manera brutal de acabar con vidas humanas, sino además por su nuevo modo de acabar con el horizonte de llevar en algún momento una vida humana”.
¿Y la expresión baja intensidad? “Oigo que se discute o más bien se afirma que entonces el FBI ya no es propiamente fascismo. Sin embargo, ¿no se puede responder a esta objeción con una nueva pregunta, en el sentido de si no sería lo propio del fascismo justamente su modulación gradual y su capacidad de adaptación a transformaciones sociales de largo alcance?”. Un ensayo que es, además, una ventana desde la cual asomarse a las reflexiones que mantiene una parte de la intelectualidad antisistema y entender, así, de dónde proceden sus críticas al poder establecido.
El príncipe moderno (Debate)
La crisis económica –la Gran Recesión– que comenzó en la segunda mitad de la década pasada fue de tal calado que pronto se convirtió, también, en una crisis institucional y política. Las protestas ciudadanas no tardaron en inundar las calles de las principales ciudades de Europa; unas protestas que desembocaron, muchas veces, en la creación de nuevos partidos críticos con el statu quo. Y en esas nos encontramos ahora.
¿Qué propone Pablo Simón, uno de los politólogos más buscados del momento, en este ensayo? En sus propias palabras: cubrir desde la ciencia política buena parte de los debates que ocupan, hoy, la esfera pública. A saber: la crisis de los partidos, la brecha de representación, el comportamiento electoral, el uso del referéndum, la crisis de la socialdemocracia y los modelos de bienestar –fundamental para entender la ola nacionalpopulista que nos ocupa– y cómo se gobierna en sistemas parlamentarios y presidenciales, entre otros. En otras palabras: nos propone distanciarnos un poco, apenas nada, de la actualidad más rabiosa para coger algo de perspectiva y así entender mejor cómo hemos llegado hasta aquí, qué retos nos esperan y cómo funcionan algunos aspectos de nuestro entramado político que por norma general se despachan soltando cuatro prejuicios al aire.
Antifa (Capitán Swing)
Mark Bray, un historiador especializado en radicalismo político y organizador del movimiento Occupy Wall Street, no quería escribir este libro. Si lo ha hecho es –dice– porque no le ha quedado más remedio. Porque siguen sucediéndose las agresiones fascistas a ambos lados del Atlántico: ataques a centros islámicos, el veto migratorio de Trump a los musulmanes, agresiones a homosexuales aquí y allá, la profanación de cementerios judíos por parte de grupos neonazis, los tiroteos que de cuando en cuando protagonizan los llamados ‘ciudadanos soberanos’ en Estados Unidos, etcétera.
¿Y qué es este libro? Pues una crónica del movimiento antifascista desde comienzos del siglo XX –cuando los Arditi del Popolo se partían la cara con los squadristi fascistas de Mussolini– hasta nuestros días salpicada por unas cuantas reflexiones sobre cómo debe comportarse un antifa hoy en día. ¿Qué es lo más efectivo? ¿Y lo ético? A la hora de enfrentarse a un grupúsculo fascista: ¿violencia sí, violencia no… o violencia depende de cuándo, dónde y contra quién? Bray, que para poder escribir el ensayo ha tenido que entrevistarse con docenas de militantes antifascistas en varios países, ofrece, a través de sus fuentes, puntos de vista de lo más interesante. Destaca, por ejemplo, la impotencia de algunos militantes franceses al relatar cómo el Frente Nacional de Marine Le Pen se ha convertido en un partido mainstream –respetable, escuchado– alejado de las bandas de matones que empleaba su padre décadas antes. Estas mismas fuentes explican cómo dicha evolución ha afectado negativamente a unas organizaciones antifascistas acostumbradas a plantar cara en la calle.
Si ahora el enemigo está en un plató de televisión, ¿qué puedes hacer al respecto? ¿Y si tu adversario niega ser lo que tú dices que es… qué haces? Un libro, en fin, que muestra cómo entiende el antifascismo de calle a sus rivales y los retos que tendrá que asumir en el futuro.
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Portada: Una de las imágenes de la «Donald J. Trump Presidential Twitter Library,» una instalación en Washington que, en clave de comedia, muestra la historia de Trump en Twitter. | Foto: Carlos Barria | Reuters.