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El coronavirus alcanza la región más rebelde de China

China mantiene a un millón de uigures en campos de re-educación y el coronavirus parece estar a las puertas de esos campos.

El coronavirus alcanza la región más rebelde de China

Xinjiang, la región que habitan los uigures y la que más quebraderos de cabeza suele dar en Pekín, se encuentra a 3.500 kilómetros de Wuhan. Sin embargo, y como era de esperar, el coronavirus[contexto id=»460724″] también se ha instalado en sus valles. Ya se habla de un muerto y cien infectados. Cifras que podrían multiplicarse hasta el infinito si la enfermedad alcanza los campos de re-educación en los que se hacinan, según los expertos, más de un millón de personas. Pero… ¿qué ha hecho toda esa gente para estar encerrada?

 

Hasta hace unos meses los expertos solían señalar a Xi Jinping como el líder chino más poderoso desde los tiempos de Mao. El más respetado por sus camaradas del Partido Comunista. El que no ha sufrido (apenas) oposición interna pese a las protestas en Hong Kong y el pulso comercial planteado por Donald Trump. Pero esa creencia perdió solidez en otoño, cuando el New York Times publicó 403 páginas de documentos harto sensibles que fueron remitidas al diario neoyorquino por una fuente anónima. “Alguien en las alturas del Partido ha roto con la omertà”, escribió poco después en Forbes el sociólogo Julio Aramberri, buen conocedor de las dinámicas internas del gigante asiático. “En China estas cosas no pasan por casualidad”.

La filtración ofrece detalles sobre la represión que el gobierno chino ejerce en la gigantesca región de Xinjiang, un territorio de 1.600 millones de kilómetros cuadrados (tres veces la superficie de España) situado en el extremo noroccidental del país y que está habitado por un grupo étnico que nunca ha mantenido buenas relaciones con Pekín: los uigures.

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Los uigures y los simpatizantes de su causa protestan en las afueras de la sede de las Naciones Unidas en Nueva York el 15 de marzo de 2018. | Foto: Seth Wenig | AP Photo.

“Ese lugar no está ligado a China ni por cultura ni por historia; las etnias que lo pueblan son musulmanes de origen turco, hablan un idioma completamente diferente y su pasado tiene muy poco que ver con el de los han”. La declaración pertenece a Ondřej Klimeš, un académico checo especializado en la historia de Xinjiang. Cuando dice que los uigures y otras minorías como los kazajos, los hui o los kirguises tienen poco que ver con los han se refiere a que tienen poco que ver con la etnia dominante. Porque son los han quienes controlan política y culturalmente el país gracias a su peso demográfico (un 92% de los chinos pertenecen a este grupo). Las diferencias entre los uigures y los han, y sobre todo las ganas que tienen los segundos de someter y asimilar a los primeros, han desembocado en agresiones, disturbios y, cuando la cuerda se tensa del todo, en ataques terroristas. 

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Imagen de una protesta el pasado 10 de diciembre de 2019 en Ankara, exigiendo la liberación de los uigures. En el cartel se puede leer «Hasta que terminen las masacres en Turkistán del Este. | Foto: Burhan Ozbilici | AP Photo.

La represión en Xinjiang se conocía antes de la filtración al New York Times. Sin ir más lejos, quien firma estas líneas ya escribió hace ahora un año sobre el asunto. No obstante, la opacidad que cubre todo lo que tenga que ver con China hacía muy difícil saber con exactitud el estado de las cosas. Al ser preguntados, los académicos especializados en la cuestión uigur –Klimeš, Adrian Zenz, Sean Roberts y muchos otros– te explicaban que llevaban años sin poder visitar lugar. Y qué decir de los periodistas: acceso prohibido no, lo siguiente. Los únicos observadores extranjeros que han podido visitar la región son los diplomáticos, pero muchos deciden ahorrarse el viaje porque saben de antemano que la visita guiada –no pueden ir por libre, claro– será puro teatro.

De modo que hasta el pasado mes de noviembre lo que se sabía de la represión en Xinjiang procedía, fundamentalmente, de lo que contaban los uigures que viven en el extranjero y de lo que los académicos, activistas y periodistas lograban sacar en claro leyendo muy entre líneas documentos más o menos públicos y prensa local.

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Cartel en una protesta organizada en Washington DC el 24 de febrero de 2019 por familiares de uigures desaparecidos. | Foto: Christina Larson | AP Photo.

¿Y qué se sabía? Que el Partido Comunista tiene desplegados varios “campos de re-educación” a lo largo y ancho de la provincia. Que los internos, que se cuentan por cientos de miles, son obligados diariamente a proclamar su fidelidad al Partido. Y que el gobierno chino niega la mayor. Pekín ha reconocido que existen “centros de trabajo” en Xinjiang, pero ha matizado que son lugares destinados a rehabilitar a través de la enseñanza a elementos díscolos de la sociedad; pequeños criminales, chavales que van demasiado a la mezquita y gente así. Nada que ver con cantar las bondades de Mao y recibir tundas si no se pasa por el aro. Una versión que nunca ha terminado de convencer a quienes se preguntan por qué, entonces, los académicos y los periodistas no pueden acceder al lugar.

*

Los documentos filtrados al New York Times no sólo han confirmado la magnitud de la represión; también han aclarado el proceso seguido por las élites del Partido para implantarla.

Por lo visto, la orden partió del mismísimo Xi Jinping.

Corría la primavera del 2014 cuando el líder chino, que llevaba un año en el cargo, visitó la región. Durante su visita dos uigures decidieron explotarse en una estación de tren de Urumchi, la capital, llevándose por delante la vida de una persona que se sumó, así, a los 31 cadáveres registrados unas semanas antes en un ataque cometido por separatistas uigures en el sureste del país. Al regresar de su viaje, Xi Jinping organizó varias reuniones a puerta cerrada con altos cargos del Partido para planear una contraofensiva.

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Al fondo un poster de propaganda muestra al presidente Xi Jinping tomado de la mano de un grupo de ancianos uigures en Hotan, Xinjiang . | Foto: Andy Wong | AP Photo.

“Los métodos de nuestros camaradas son demasiado primitivos”, comentó en uno de los encuentros refiriéndose a la falta de medios de la policía de Xinjiang. “Ninguna de sus armas puede hacer frente al fanatismo de quien esgrime machetes o hachas”, añadió en referencia a los uigures que habían atentado en el sureste del país. “Tenemos que ser tan duros como ellos y no mostrar piedad”. Utilizar, dijo, todas las herramientas al servicio de la “dictadura del pueblo” para erradicar el “radicalismo islámico” del lugar. En varias reuniones con oficiales del Partido llegó a describir el separatismo uigur como “un virus” al que urgía combatir con un “tratamiento doloroso”.

Como si quisieran darle la razón, en el marco de esas reuniones los separatistas uigures perpetraron un tercer ataque –en un mercado de verduras en Urumchi– que agregó 39 muertos a la balanza.

La contraofensiva de Xi Jinping coincidió con el miedo al yihadismo desarrollado por unas democracias occidentales que sufrían atentados con una periodicidad pasmosa; a los ataques del 2014 perpetrados en Ottawa y Sídney hay que añadir, ya en 2015, los atentados contra el Charlie Hebdo y la sala de conciertos Bataclán. Más los que vinieron después, claro. Sin embargo, los documentos filtrados no aclaran si las autoridades chinas decidieron superponer la etiqueta de “islamistas” a la de “separatistas” (bastante más acertada) por conveniencia o si realmente creían que lo que estaba sucediendo en Xinjiang formaba parte de la ofensiva yihadista global.

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Chen Quanguo en el Congreso en Beijing en marzo de 2019. China afirma que los centros de trabajo de alta seguridad para musulmanes «gradualmente desaparecerán», si llega el día en el que «la sociedad no los necesite más». | Foto: Mark Schiefelbein | AP Photo.

Sea como fuere, la contraofensiva se puso a velocidad de crucero en 2016, con la llegada del siniestro Chen Quanguo, autor de la ‘pacificación’ del Tíbet, a la provincia rebelde. Nada más llegar a Urumchi, el nuevo jefe regional animó a los oficiales de policía a convertir determinadas prácticas religiosas hasta entonces toleradas en delitos de terrorismo. Fue entonces, dicen los documentos filtrados, cuando empezaron a proliferar los ya famosos “campos de re-educación”. Hubo oficiales que se resistieron a cumplir las órdenes por temor a desatar una guerra étnica de proporciones catastróficas. Quanguo los purgó. También hubo representantes políticos menores –de ciudades o distritos– que dieron con sus huesos en la cárcel por ser demasiado escrupulosos a la hora de ordenar redadas.

Xi Jinping había hablado claro: la cuestión debía ser tratada como si fuera una epidemia. Sin remilgos. Y Quanguo no podía estar más de acuerdo.

*

Más de un millón de personas. Esa es la cifra que ofrecen los expertos cuando se les pregunta cuánta gente se encuentra encerrada en los “campos de re-educación” de Xinjiang. Dicen que en esas macro cárceles también hay algún kazajo y algún que otro hui, otra etnia china de tradición musulmana, pero que la mayoría de los presos son uigures. Y si en China viven once millones de uigures, eso quiere decir que en torno al 10% de la etnia se encuentra entre rejas.

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Protesta a favor de los uigures en Indonesia el 27 de diciembre de 2019. | Foto: Dita Alangkara | AP Photo.

Hasta hace un par de meses la misión de los activistas era conseguir su liberación. Sin embargo, ahora la prioridad es otra: evitar que el COVID-19 –el coronavirus– alcance los campos.

Han sido los uigures en el exilio quienes han dado la voz de alarma. Xinjiang está a 3.500 kilómetros de Wuhan –la ciudad donde surgió la epidemia– pero la región ya ha registrado 65 casos de coronavirus, uno de los cuales ha terminado en fallecimiento. Es más: Radio Free Asia, una emisora sin ánimo de lucro financiada por el gobierno de los Estados Unidos, ha dicho que un estudiante uigur llamado Miradil Nurahmat es uno de los afectados por la enfermedad. El problema, más allá del drama personal de Nurahmat, es que según las fuentes que maneja Radio Free Asia el muchacho habría caído enfermo en Artux, la prefectura que alberga uno de los campos.

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Cartel del grupo Falun Gong afuera del Congreso Internacional de la Sociedad de Trasplantes en Hong Kong en agosto de 2016. Los representantes de Falun Gong aseguran que los uigures también son víctimas de la extracción forzosa de órganos. | Foto: Bobby Yip | Reuters.

El temor es evidente. “Celdas sucias y superpobladas, desnutrición, abusos físicos, psicológicos y sexuales, extracción de plasma y de órganos, trabajos forzados… en fin, no hace falta ser virólogo para saber que el COVID-19 se extendería rápidamente en un sitio así”, ha dicho Munawwar Abdulla, un uigur que investiga neurociencia evolutiva en la Universidad de Harvard, en unas declaraciones recogidas por la revista Slate. “Dado el sistema inmunológico de las víctimas, la tasa de mortalidad sería muy alta”.

Abdulla no habla por hablar sino que parece tener en mente los documentos secretos publicados por el Consorcio Internacional de Periodistas de Investigación (ICIJ) en noviembre. El coronavirus todavía no había asomado la cabeza, pero uno de los papeles hacía referencia al riesgo de epidemia que existe en los campos y animaba a las autoridades pertinentes a “centrarse en la prevención de la gripe, la fiebre tifoidea y la tuberculosis”. También sugería una mejora del sistema sanitario y el aislamiento de las personas enfermas.

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Trabajadores fabricando mascarillas en una fábrica de equipamiento médico en Urumqi, Xinjiang. | Foto: Stringer vía Reuters.

“La gente ha empezado a entrar en pánico porque nuestras familias están allí y no sabemos cuál es la situación, no sabemos si la cuarentena está permitiendo a los que no están encerrados comprar alimentos o si les están dando máscaras”, dijo hace unos días Dilnur Reyhan, un sociólogo francés de origen uigur, al diario The Guardian.

Por su parte, la prensa oficial ha despreciado la angustia de los exiliados. Dice que no hay motivos para preocuparse. Sin embargo, teniendo en cuenta la (falta de) transparencia esgrimida por las autoridades chinas a la hora de gestionar el brote del COVID-19, es difícil cuestionar el fundamento que sostiene la preocupación imperante.

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