El comodín de la Biblia frente al caos
Una condena, una foto con la Biblia, un tuit culpando a los antifas del caos imperante y una ración de espray pimienta que se podía haber ahorrado.
El 4 de abril de 1968 decenas de ciudades estadounidenses, entre ellas la capital, registraron unos disturbios de aúpa tras conocerse que Martin Luther King, el mítico líder negro, había sido asesinado. La insurrección duró dos meses y dejó más de 40 muertos. Cuatro décadas antes Estados Unidos había atravesado la Gran Depresión, que llegaba pocos años después de una pandemia –la Gripe Española– que se llevó por delante a más de 100.000 personas.
Aquellas tres desgracias nacionales sacudieron los cimientos de la sociedad estadounidense y son muchos los historiadores que se han preguntado qué hubiese ocurrido si en lugar de registrarse en diferentes momentos a lo largo de 50 años hubiesen sucedido al mismo tiempo. Es una gran pregunta. Y quién sabe. Igual estamos cerca de la respuesta.
Frente republicano
A estas alturas de la película todo el mundo sabe quién era George Floyd: un gigantón negro que hace semana y media murió en Mineápolis después de que un agente de policía (blanco) le inmovilizara poniendo la rodilla sobre su cuello durante casi diez minutos. Como la secuencia fue grabada en vídeo por varios viandantes, el arresto no tardó en viralizarse.
Al principio los grandes medios no prestaron demasiada atención (tanto el New York Times como el Washington Post seguían centrados en la guerra entre Donald Trump y Twitter). Tampoco prestó atención el entramado político. Y qué decir de la élite empresarial. Con una pandemia suelta por el país y la consiguiente crisis económica a las puertas nadie estaba por la labor de echarle demasiada cuenta a un incidente que suele repetirse cada pocos meses.
Las cosas cambiaron el fin de semana. Habían pasado cinco días desde la muerte de Floyd y el enfado ya no se circunscribía a los vecinos de Mineápolis. Barrios enteros en ciudades como Los Ángeles, Oakland, Portland, Seattle, Filadelfia, Houston, Dallas o Des Moines se echaron a la calle. También salieron a protestar muchos vecinos en Nueva York, Washington e incluso Toronto. Las marchas, en su mayoría pacíficas, pronto derivaron en pitote; al caer la noche centenares de personas se dedicaron a escaramucear con una policía desbordada que también tuvo sus momentos de gloria golpeando y gaseando a manifestantes pacíficos. Hubo incendios, saqueos y disparos. La dinámica se ha mantenido hasta hoy. A la hora de escribir estas líneas se conocen ocho muertos (dos de ellos policías).
Dada la magnitud del pollo, ahora mismo este es el único asunto en la agenda de los mandamases. Trump ha condenado la actuación policial que terminó con la muerte de Floyd (“los estadounidenses están, lógicamente, asqueados”) pero ha dejado muy claro que no piensa quedarse de brazos cruzados frente a la violencia registrada en el marco de las protestas.
Esta declaración, sobria y propia de cualquier presidente democrático en sus cabales, choca con declaraciones posteriores como una polémica mención a proteger el “derecho a la Segunda Enmienda” del que gozan los “ciudadanos respetuosos con la ley”. La Segunda Enmienda es la que permite a los estadounidenses poseer y portar armas. Por eso algunos comentaristas –progresistas, todo sea dicho– han interpretado sus palabras como un guiño a los partidarios de dicha enmienda, cuyo perfil se puede resumir en “hombre blanco, conservador y escéptico con los forasteros”. Según esta interpretación, el presidente habría querido decir que si se les llena el pueblo de manifestantes con malas intenciones, y lo consideran oportuno, pueden tirar de cacharra.
Pero interpretaciones al margen, la declaración sobria y propia de cualquier presidente democrático en sus cabales también ha chocado con la performance del lunes, cuando el Donald decidió pasear desde la Casa Blanca hasta la vecina iglesia de Saint John, dañada durante las protestas del fin de semana. ¿El problema? Que antes de llegar hasta ella su equipo ordenó a la policía dispersar una concentración pacífica que se encontraba en las inmediaciones. Dicho y hecho: unas cuantas dosis de espray pimienta, unas cuantas cargas a caballo… et voilà. Camino despejado. Mientras tanto, docenas de manifestantes corrían en busca del seto más cercano para echar la papilla y curarse los ojos con agua. Una vez en la iglesia Trump se regaló una sesión de fotos sosteniendo la Biblia.
The United States of America will be designating ANTIFA as a Terrorist Organization.
— Donald J. Trump (@realDonaldTrump) May 31, 2020
La declaración sobria, etcétera, también ha chocado con algunos tuits recientes. En uno de ellos, por ejemplo, culpaba de los disturbios a “Antifa”, una organización (sic) a la que, dijo, quería meter en la lista de grupos terroristas. Cualquier persona mínimamente informada y honesta sabe que en Estados Unidos los “antifas” son chavales con ciertas ideas sobre la podredumbre del sistema convencidos de que las instituciones están plagadas de fascistas y cuyas actividades suelen limitarse a los escraches y las contramanifestaciones. Que han participado en las protestas queda fuera de toda duda. Que han participado en la deriva violenta de las mismas es más que probable. Ahora bien: insinuar que están detrás del caos que se ha desatado en más de 30 ciudades es como chutar a gol desde tu propia portería. Si cuela, cuela.
Frente demócrata
¿Y Joe Biden? ¿Dónde está? ¿Qué dice?
Pues sigue en Delaware, que es donde vive, pero está diciendo algunas cosas. El lunes, mientras Trump dispersaba a la banda para plantarse en Saint John a posar con la Biblia, Biden se presentó en una iglesia de la comunidad negra que le queda no muy lejos de casa. Allí estuvo hablando con líderes vecinales y tomando notas. Horas después mantuvo una videoconferencia con los alcaldes de cuatro ciudades especialmente afectadas por las protestas –Atlanta, Chicago, Los Ángeles y Saint Paul– en la cual, según medios locales, mostró su simpatía por los manifestantes.
Biden cree, como cree tanta gente en la órbita del Partido Demócrata y más a la izquierda, que la muerte de Floyd ha sido la gota que ha colmado un vaso lleno de injusticias, desigualdades y polarización. Que ha sido, en fin, la llama que ha incendiado una sociedad francamente desestructurada a la que urge meterle el bisturí.
Ahora queda ver qué dicen las encuestas y qué se vota en noviembre. Los partidarios de Biden esperaban escuchar lo que ha dicho. Los simpatizantes de Trump esperaban, y esperan, un líder que reestablezca el orden y que no se ande con tonterías. De momento ambos cumplen el papel.