Estaba yo comiendo tranquilamente un plato de cordero tikka masala pensando en mis cosas —que normalmente suelen ser si he cerrado bien la nevera o qué estará haciendo Machito Ponce— cuando decidí ponerle una cucharada de yogur natural a la salsa. La mezcla me supo a gloria, pero la experiencia no fue sobresaliente porque rápidamente imaginé la cara de sumo asco que pondría mi abuelo si me viese echarle al cordero yogur, que para él no podía ser otra cosa que un postre.
Este pensamiento, el de mi abuelo escandalizado porque como algo que a él le horrorizaría, me hizo acordarme de una escena que presencié semanas antes del confinamiento:
Me encontraba desayunando en una cafetería de estas de franquicia internacional donde puedes tomarte unos donuts, un café de litro o pedir algún sándwich, cuando a mi lado, en la terraza, se sentaron una mujer y su hija de unos 16 añitos. La niña fue a pedir y la madre observaba a través de la ventana. Ni corta ni perezosa, la chica pidió el donut más creativo que tenían. No quedaba ningún color en el sistema Pantone que no tuviera aquel bollito. La madre empezó a enloquecer haciéndole señas desde la calle, como si estuviese viendo a su hija abrir un paquete remitido por Unabomber:
—¡No, nonononononono! Pídete un mollete ahora mismo.
—Mama, no, que a mí me gusta esto.
—Que te pidas un mollete, que estás creciendo.
—Mama, no, que aquí no tienen molletes.
—Pero ¿cómo no van a tener molletes en un bar? Un mollete con jamón… tomate…
La empleada tuvo que intervenir para decirle a la madre que, efectivamente, ahí no vendían molletes, que es una franquicia y tienen lo que tienen.
—Pero ¿cómo no vais a tener molletes, si es pan, tomate y jamón?
—Ya, pero aquí no tenemos esto, lo siento. Si quiere algo salado, tenemos sándw…
—Pero un molletito, que la niña está creciendo…
La buena señora acababa de descubrir un nuevo modelo de restauración, los bares sin mollete, y no salía de su incredulidad. ¿Qué va a ser lo próximo, una discoteca sin música? ¿un Zara sin ropa? ¿Andy sin Lucas? Totalmente desmontada se puso a mirar alrededor buscando, supongo, algún cliente tomando un mollete con jamón que la sacase de ese mal sueño. Hizo una panorámica a todas las mesas que ni las películas de José Luis Garci. Cuando vi que sus ojos se iban a clavar en mí, atiné, no sin cierta dificultad, a meterme de golpe en la boca el medio donuts que me quedaba. Me aterró la posibilidad de que esa talibana del mollete recitase versos en sumerio contra mi desayuno o, aún peor, aparecer mencionada en su comentario negativo en TripAdvisor.
Imagino que la mujer cuando me vio comiendo donuts a dos carrillos y teniendo serias dificultades para respirar, lo único que se le pasó por la cabeza fue “la pobre no da pa más”. Pero a mí eso me dio igual porque pronto mi acción altruista se vio recompensada: esos segundos que invirtió la señora en confirmar que, a pesar de los mofletitos, no soy Chenoa, fueron aprovechados por su hija para conseguir que la camarera le pusiera el donut que quería.
Además del bollo, la chica se sintió fuerte y pidió un café de medio litro con bien de caramelo.
A la señora ya le estaban dando los diecisiete males. El crecimiento de su hija estaba en peligro. Así no iba a dar nunca el estirón que proporcionan las vitaminas de un mollete. Comenzó a abanicarse con lo que creo que era una caja de aspirinas y antes de que la camarera terminase de preparar el café, la mujer tuvo la última palabra:
—Noooo, con espuma sí que no.
La camarera miró a la chica, quien negó con la cabeza.
—Vale, no me pongas espuma.
La madre respiró tranquila. Que se entere su hija quién manda ahí.
Al fin salió la chica dispuesta a desayunar su donut de mil colores y un café con mucha nata y caramelo.
Pero sin espuma, que está creciendo.