Hace ya 33 años que se llevó al cine El festín de Babette, aquel encantador relato de Karen Blixen que ganaría el Oscar a la Mejor película de lengua no inglesa y que narraba la historia de una cocinera francesa, la jefa de un gran restaurante de París, el Café Anglais, que huía de los horrores de la Comuna en 1870 y se refugiaba en una severa y austera comunidad luterana danesa como sirvienta de dos ancianas hermanas. Su espíritu meridional, católico, aficionado al placer más que a la severa línea de vida nórdica y protestante, chocaba con aquella comunidad, pero era bien recibida. Y cuando por fin le llegaba -ganando la lotería al cabo de 15 años- dinero para regresar a Francia, decidía gastarlo en cocinar un fabuloso y refinadísimo festín que sus anfitriones no podían ni imaginar, y que les dejaba maravillados.
Curiosamente, el relato de Blixen y la película de Gabriel Axel contenían un error histórico que los convertía en imposibles y falsos: en 1870 ni una sola mujer era ‘chef’ (o ‘cheffe’, como se ha feminizado su ortografía en el francés moderno) en un gran restaurante de París, cuyos fogones dirigían exclusivamente hombres. Allí y en otras grandes ciudades del mundo, seguía siendo una profesión totalmente masculina, con la justificación de su dureza física.
Blixen podría haber cambiado la ciudad de origen de Babette y mantenido así la credibilidad histórica de su novela: bastaba acercarse a Lyon, ciudad fabril y obrera donde las mujeres estaban acostumbradas a trabajar fuera de casa, generalmente en la industria de la seda. Algunas, buenas cocineras autodidactas, abrían pequeñas tascas llamadas ‘bouchons’ y servían su repertorio, nunca más de tres o cuatro platos aprendidos de sus madres o vecinas. Cosas sencillas pero sabrosas, como una ‘matelote’ de anguilas del Ródano. Desde luego, nada parecido a la alta cocina, a esa sopa de tortuga que Babette incluiría en su imaginario festín.
Las ‘mères’ ya funcionaban en Lyon desde el siglo XVIII, antes de la Revolución, que fue cuando el concepto moderno de restaurante apareció por primera vez en París. Con el tiempo, la fama de algunas trascendió los límites de su barrio e incluso de la ciudad de la seda, y el fenómeno creció a partir de 1900: ese momento crucial en que aparece el automóvil, se construye la carretera París-Costa Azul y se edita la guía Michelin, que recomienda etapas culinarias lujosas o sencillas.
Fue entonces cuando apareció una ‘mère’ de talento superior y con un repertorio más amplio: la ‘mère’ Brazier. Llegó a tener dos restaurantes, uno en Lyon y otro en el campo, en el puerto de montaña de la Luère. Y fue la primera persona de la historia gastronómica con seis estrellas Michelin, tres en cada establecimiento.
Las ‘mères’ fueron, pues, quienes de verdad dieron paso, ya en el siglo XX, a la profesionalización de la mujer en la cocina pública, tras siglos dedicada a la cocina familiar. Y también en otros países tendríamos pronto nuestras ‘mères’, como la Nicolasa o doña María Aroca en España.