Ventilar las escuelas con temperaturas gélidas: «Los sensores de CO2 son clave»
Juan Antonio Ortega (Asociación Española de Pediatría) nos explica cómo ventilar las aulas para combatir la ola de frío y mantener el coronavirus a raya
Filomena –y la ola de frío polar que ha dejado a su paso– han complicado la vuelta a las aulas en las regiones más afectadas. En Madrid, los alumnos no volverán hasta el miércoles que viene; en algunas zonas de Castilla-La Mancha, el lunes; en Cataluña, Aragón, la Comunidad Valenciana y Castilla y León tardaron unos días más de lo previsto, pero ya están de vuelta sus pupitres.
El fin de las vacaciones de Navidad llega con un desafío doble: por un lado, el aumento de contagios obliga a extremar las precauciones y a mantener estrictamente los protocolos, incluido el de ventilación. Lo que nos lleva a la otra complicación: las temperaturas ahí afuera bajan de los 0ºC. Si ya hacía frío en las aulas en diciembre, imagínense ahora. Juan Antonio Ortega, coordinador del Comité de Salud Medioambiental de la Asociación Española de Pediatría, ha trabajado mano a mano con las escuelas durante la pandemia para conseguir que fuesen los que son: uno de los entornos sociales con menos riesgo de contagio. Diseñó en su momento los protocolos y, a pesar del frío, se mantiene firme: «Es posible conseguir una buena ventilación a pesar de las bajadas de temperatura» y sostiene que el método natural –que el aire entre por las ventanas– es preferible a cualquier tipo de ventilación mecanizada. Hablamos con él para saber cómo.
Empecemos por lo principal: abrir las ventanas de par en par no es necesario. «Una apertura parcial de las ventanas, de unos 15 o 20 centímetros, es suficiente», apunta Ortega. Además, no es necesario dejarlas abiertas durante todo el día. Aquí entran en juego los sensores de CO2, que miden la concentración de este gas en el aire. «Hay que intentar que no suba de los 700 ppm». Lo suyo es abrir y cerrar las ventanas según lo que marquen estos aparatos, que cuestan entre 120 y 140€. «Se habla de uno por clase, pero tener uno por escuela es más que suficiente», añade.
La ropa es otro factor aliado. Más que el tipo, lo que importa son las capas. «Lo importante es el número de capas porque hace ese efecto barrera y es mucho más eficiente que el grosor de las mismas», explica Ortega. En las zonas más frías, especialmente durante esta ola, la calefacción deberá estar encendida durante todo el día. «Es una oportunidad extraordinaria para que los centros educativos se planteen contratos de energía verde con suministradores de energía renovable».
El objetivo no es caldear la clase, sino conseguir el confort térmico, «esa temperatura a la que no tienes frío ni calor, estás a gustito, te encuentras apto para hacer lo que estés haciendo». Los niños alcanzan esta temperatura neutra a menos grados que los adultos porque tienen una tasa metabólica mayor. «A partir de los 15 o 16ºC los niños se encuentran bien». Esta sensación, además, varía entre individuos y regiones –depende del clima al que el organismo se haya acostumbrado–.
Ortega también recomienda que, cuando el frío extremo pase, pero persistan las bajas temperaturas, los profesores aprovechen la cara sur y este de los colegios –donde da más el sol– para dar clase al aire libre. «A partir de las 11 de la mañana, y aunque la temperatura sea de 8 o 9 ºC, el confort térmico es mayor fuera que dentro. Pasa lo mismo en las zonas árticas del planeta».
En la Comunidad Valenciana –una de las más azotadas por el frío– han querido probar una alternativa a la ventilación natural y se han hecho con 8.000 filtros HEPA que, como explica el virólogo Estanislao Nistal, no renuevan el aire, si no que pueden atrapar partículas ultrafinas –incluso virus– que estén en el aire.
Aunque Ortega opina que pueden ser útiles en situaciones específicas –zonas con altos índices de contaminación, por ejemplo–, no las tiene todas consigo: «Colocar un filtro sin haber hecho un estudio y sin llegar a comprender las necesidades reales manda un mensaje que da a entender que, con eso, cierras las ventanas y está todo arreglado. Eso no es justo ni es real», sostiene.
Durante el confinamiento, las consecuencias de la educación telemática quedaron patentes: los alumnos con menos recursos tienen así aún menos posibilidades. Por eso Ortega considera ir a la escuela como «el trabajo esencial» de los niños, que, como el de los adultos, debe mantenerse incluso aunque las circunstancias no jueguen a favor. «Hay que adaptarse, ser resilientes», anima.
Sin embargo, es consciente de que para conseguir esta adaptabilidad hay todavía un largo camino por recorrer. Los niños, a diferencia de los adultos, no tienen una ley de salud laboral y un marco regulador que protege su entorno de trabajo. «Los niños están yendo a la escuela en edificios que tienen 70, 80 o 100 años, pueden estar al lado de avenidas o ramblas, de zonas contaminadas o grandes autovías con presión de tráfico. Estos días estamos hablando de frío, pero el problema en España es que tenemos a niños durante meses con más de 30 grados en el aula, y eso sí que es insoportable», expone. Por eso, Juan Antonio ha dedicado su carrera a mejorar esta realidad a través de lo que se conoce como salud ambiental escolar –«uno de los grandes desafíos de esta década»–.