La violencia obstétrica podría ser legislada como violencia de género
Muchas mujeres sufren diariamente humillaciones, maltrato verbal y graves faltas de respeto en la atención obstétrica. También son sometidas a prácticas físicas peligrosas, como la maniobra de Kristeller o las inducciones o cesáreas innecesarias. Una iniciativa popular podría lograr que la llamada violencia obstétrica sea legislada como otra forma de violencia de género
«La violencia obstétrica es un tipo de violencia machista que las mujeres llevamos viviendo décadas pero que se lleva denunciando solo en los últimos veinte años». Con esta frase comienza mi conversación con Virginia Murialdo, doctora en Antropología y Sociología y vicepresidenta de El Parto es Nuestro, una asociación que vela por los derechos de las mujeres en la atención obstétrica. A comienzos de 2020, sus miembros lograron captar la atención del Ministerio de Igualdad y sacar a la palestra la necesidad de legislar la violencia obstétrica como violencia de género, y ahora mismo están sentados a la mesa de negociación con el Gobierno para que el concepto vea la luz, probablemente integrado en la reforma de la ley de salud sexual y reproductiva e interrupción del embarazo. «La reforma está centrada en tres ejes», explica la vicepresidenta, «el aborto, el endurecimiento de las restricciones de los vientres de alquiler y la inclusión de la violencia obstétrica como un tipo de violencia enmarcada en el ámbito de la salud sexual y reproductiva de la mujer».
Pero ¿qué es la violencia obstétrica?, ¿cómo se la puede definir? «Yo diferencio, dentro de esta, prácticas físicas y verbales. Las verbales tienen que ver con frecuentes humillaciones, maltrato verbal y faltas de respeto a las mujeres, cosificándolas, infantilizándolas, restándoles responsabilidad en las decisiones sobre sus procesos reproductivos y sus partos», explica Murialdo, asegurando que este tipo de actuaciones «ocurren todos los días en todos los hospitales». Con la aclaración hecha, pregunto en mi entorno, y no tengo que indagar mucho para obtener el primer testimonio de una mujer que se sintió violentada el día que dio a luz: mi propia madre, en mi propio parto. Ella acudió al hospital de La Paz. Allí la exploraron y determinaron que tenía una dilatación de aproximadamente siete centímetros; después de eso, la olvidaron. «Me dejaron allí en uno de los boxes. Simplemente se fueron, y yo me quedé allí. Me dieron dos contracciones muy fuertes en el transcurso de unos cinco minutos y yo me di cuenta de que aquello efectivamente se estaba acelerando y empecé a pedir por favor, por favor que alguien me ayudara, que alguien viniera, pero nada, allí no había nadie», me cuenta mi madre, y me parece por su voz que está reviviendo la angustia de aquel día. «No sé de dónde salió una señora, una señora mayor, que debía de estar en otro de los boxes acompañando a alguien, y fue ella quien se apiadó de mí y fue a buscar a las matronas. Por fin vinieron dos matronas y un celador y vieron que, efectivamente, prácticamente estabas naciendo, así que el celador me llevó corriendo por un pasillo muy angosto, tropezando con las paredes, hasta que llegué a otra sala, donde estaba la mesa de parir». Había llegado hasta el paritorio, pero el mal rato no había terminado para ella: «Ya allí lo único que sabía decir la comadrona que me atendió era no empujes, no empujes, de muy mala forma, poniéndome como tonta, echándome encima la culpa, y yo le decía pero si yo no empujo... Pienso que ella mejor que nadie sabe que en un parto el que empuja es el bebé, que quiere nacer». Al parecer, no tardé ni dos minutos en hacerlo, en ver la luz, y, 36 años después, mi madre aún recuerda, zaherida, aquellas palabras.
Tampoco olvidará Marta (nombre ficticio con el que prefiere ofrecer su relato) el proceso de fecundación in vitro al que se sometió para lograr su sueño de ser madre. Ella es, además, matrona, e insiste en que detalle este aspecto ya que, asegura, pese a su profesión se ha sentido igual de maltratada que cualquier otra mujer: «Me han infantilizado en muchos momentos y no han tenido ese respeto como para decir bueno, como entiende, vamos a explicarle las cosas». Ella llegó al hospital de Alcalá de Henares tras intentar en vano quedarse embarazada por medios naturales. Una vez allí, le dieron en la primera consulta un listado con la medicación que podía ser necesaria: «No era una lista personalizada, era una hoja impresa general. Da la sensación de que dan la información necesaria a nivel legal, pero no queriendo que la persona esté realmente informada, ni hacerla partícipe de su proceso». Cuenta que la sensación de vulnerabilidad la sobrevolaba todo el tiempo, pero el fuerte deseo de ser madre -y la imposibilidad de conseguirlo sin ayuda externa- la llevaban a no rechistar y a hacerse «pequeñita» ante el equipo médico. Cuenta, por ejemplo, que su marido no pudo estar presente durante todo el proceso, salvo en la primera consulta -para dar el consentimiento-: «Él no volvió a pisar ninguna consulta durante cuatro tratamientos de inseminación artificial y todo el tratamiento de fecundación in vitro (la estimulación ovárica y la extracción de óvulos). Ni siquiera para darme resultados. No podía entenderlo, porque legalmente era un tratamiento para los dos».
Antes de extraerle los óvulos, a Marta le anunciaron que lo harían sin sedación: «Iba asustadísima, sabía que el dolor iba a ser inhumano, pero al final a mí no me dolió demasiado. Sin embargo, en la sala de espera, después de su tratamiento, una chica se desmayó. ¿Por qué prescinden de ofrecer sedación sabiendo que puede pasar eso?». Y lo peor, sin duda, llegó cuando le fueron a realizar la implantación. «Lo normal es que todo el mundo suela pedir la implantación de dos embriones, porque piensan que ya que no podrán quedarse embarazadas de forma natural y, ya que ahí se lo facilitan, se llevan dos hijos. Pero yo no quería dos hijos, soy consciente del peligro que supone un embarazo gemelar, con más riesgo de prematuridad, de diabetes, de preeclampsia, aborto…». Por eso, Marta informó en su consentimiento de que solo quería que le fuera implantado uno, y lo repitió además «hasta la saciedad» durante todo el proceso, de meses, que vivió en el hospital. «A pesar de eso, estando sentada en el potro, me dijeron aquí traemos tus embriones y yo contesté no, no, yo no pedí dos, yo firmé uno y me contestaron pues eso lo tenías que haber puesto en el consentimiento. Yo estaba ahí, abierta de piernas, con mi marido al lado, con la auxiliar, con la ginecóloga, con una estudiante… Al final lo revisó la estudiante y vio que, efectivamente, ponía que solo quería uno. Y ya se tuvo que callar la ginecóloga, pero no te creas que me pidieron disculpas, lo único que me dijo, molesta y ya con la cánula preparada, es que si lo volvían a llevar al laboratorio no me podían garantizar que fuera viable ninguno de los dos. Y así fue como di mi consentimiento a que me implantaran dos embriones, sintiéndome totalmente coaccionada». Hasta que Marta no vio, en la primera ecografía, que su embarazado era simple, no dejó de tener pesadillas.
Inducciones y cesáreas innecesarias, otra forma de violencia obstétrica
Además del maltrato verbal y del ninguneo que sufrieron, entre otras muchas, mi madre y Marta, también se consideran violencia obstétrica aquellas prácticas físicas como las inducciones y las cesáreas cuando se llevan a cabo sin que sea estrictamente necesario: «Muchas veces se utiliza cualquier criterio biomédico para justificar la inducción, sin tener en cuenta las consecuencias negativas que, como toda intervención médica, puede tener. Al final, inducir un parto implica forzar al cuerpo a desencadenar un proceso que este está preparado, fisiológicamente, para desencadenar de forma natural», aclaran desde El Parto es Nuestro. Lo normal al administrar oxitocina sintética para inducir un parto, señalan, es que las contracciones sean «mucho más dolorosas que las contracciones de parto normales y que, por ende, se recurra a la epidural mucho antes que en un parto normal». Y aquí entra el verdadero peligro, pues la consecuencia última de una inducción o de una epidural administrada antes de tiempo es una cesárea innecesaria, como, por desgracia, sabe bien María del Mar Martínez, profesora y madre de dos hijos de y 3 y de 9 años. Ella nunca imaginó que el nacimiento de su hijo mayor iba a desarrollarse como finalmente lo hizo: «No me ponía de parto y me dijeron que me lo tenían que provocar. Así que primero me dieron unas pastillas, prostaglandinas, supuestamente para que dilatara el cuello del útero. Yo pregunté qué eran y las respuestas eran las justas. Me sentía más como una enferma que iba al hospital a ser tratada que como una embarazada. Pero, claro, vas de nuevas y con mucho miedo, y nadie te dice nada». Después de las pastillas, María del Mar caminó por los pasillos durante todo el día y, a eso de la 1 de la madrugada, notó que rompió aguas y se puso de parto. «Me empezaron las contracciones, y a la primera pedí la epidural. Ahora sé que tú puedes pedirla, pero que el trabajo de las matronas es que estén contigo, y que te digan venga, aguanta un poquito más hasta que dilates un poco más. Qué pasó, que me pusieron muchísima epidural y yo no sentía nada de cintura para abajo, era como si estuviera cortada». Sin sensibilidad alguna, María del Mar tuvo que aguardar en cama: «Y eso con un bebé grande como era el mío lo que provoca es que el parto no transcurra». El tiempo fue pasando y el cansancio la venció de tal manera que se quedó dormida durante horas. Para acelerar las contracciones le inyectaron oxitocina, nuevamente sin su consentimiento, y empezó a dilatar, pero sin que el bebé estuviera encajado en el canal del parto. «Me hicieron una eco porque además vieron que le estaban bajando las pulsaciones, se empezaron a agobiar y me dijeron que empezara a empujar, pero claro, empieza a empujar después de diez horas… Mi hijo empezó a tener sufrimiento fetal y me dijeron que había que hacer cesárea. Y al quirófano. Al final te encuentras con 27 años y una cirugía mayor abdominal, con todo lo que eso implica». El hijo de María del Mar pasó a engrosar la tasa de nacidos por inducción que, según este informe del Ministerio de Sanidad, en 2018 alcanzó el 34,2% de todos los nacimientos, a pesar de que la Organización Mundial de la Salud no recomienda superar el 10%.
Andrea (prefiere no aportar su apellido al brindarme su testimonio) tuvo a su primera hija hace poco más de un año. A ella también le dijeron que tenían que provocarle el parto. «En mi caso no sé si era justificado o no; esperaron a que fuera mi semana cuarenta de embarazo y me citaron por la mañana, a las 8. Al principio, yo me sentía que estaba haciendo el check in de un hotel para una habitación: todos los padres que íbamos a dar a luz estábamos allí con nuestras maletas. Hasta ahí, todo un poco extraño. Luego te pasan a la habitación y empieza un protocolo». A ella también le inyectaron la oxitocina y comenzó a dilatar a buen ritmo, pero lo que más le sorprendió fue cuando le comunicaron que iban a romperle la bolsa. «A todas mis amigas que han sido madres se lo han hecho y a todas las parturientas que allí estaban se lo estaban haciendo, pero a mí eso me parece violencia obstétrica. Protesté, hice venir a mi ginecóloga y le dije que yo no quería romperme la bolsa, que quería dilatar y ya si había algún problema que me lo agilizaran». Andrea consiguió retrasar la rotura, pero le seguían insistiendo con ponerle la epidural, a pesar de que ella no sentía dolor. «Al final conseguí retrasarlo hasta las 16 como tope, porque había cambio de anestesistas y yo era la última: éramos cuatro madres y todas estaban ya abajo con la bolsa rota y la epidural puesta. Y mientras me la ponían escuché a los anestesistas decir qué bien, a las 4 de la tarde y ya las tenemos puestas todas, hoy cenamos en casa porque a las ocho ya habremos terminado. No sentí para nada que se estuviera llevando el parto pensando en madre e hijo, sino pensando en los turnos de tal manera que no se echara ni media hora extra».
«Esta práctica, la rotura artificial de la bolsa amniótica, junto a la monitorización interna del feto, la episiotomía (que es un corte en el periné femenino que mal hecho, o hecho de forma injustificada, puede tener consecuencias negativas de por vida) y la maniobra de Kristeller (consistente en utilizar el propio cuerpo del personal de salud para caer sobre la tripa de la embarazada con el objetivo de hacer salir el cuerpo del bebé por el canal de parto) son formas de pura violencia obstétrica», señala la vicepresidenta de El Parto es Nuestro. Esta última, además, se sigue empleando en nuestros hospitales y no está prohibida en nuestra legislación, a pesar de que «hay países que sí la tienen prohibida por ley porque no hay un solo estudio científico que haya demostrado ningún tipo de beneficio que se desprenda de su uso».
¿Hacia dónde vamos? ¿Hay esperanza tras la denuncia?
¿Cuál es la opinión del Consejo General de Colegios Oficiales de Médicos de España acerca de la violencia obstétrica? En una nota de prensa que me envían a mi correo puedo leer con claridad su postura: «La corporación médica se adhiere al posicionamiento emitido por la comunidad científica, en el que los profesionales rechazan el término de violencia obstétrica, garantizan la inexistencia de actos violentos en la atención a las pacientes y recuerdan el compromiso de los especialistas en Ginecología y Obstetricia de velar, en todo momento, por el bienestar de las mujeres, su salud y la de sus hijos y por la mejora de la práctica clínica basada en la evidencia». Por su parte y a través de este informe, la ONU considera «demostrado que esta forma de violencia es un fenómeno generalizado y sistemático».
Después de este recorrido por la situación actual, me pregunto si hay motivos para la esperanza, y si hemos mejorado en algo. La respuesta la encuentro en la médico endocrinóloga Carme Valls, autora del reciente ensayo Mujeres Invisibles para la Medicina (Capitán Swing, 2021), que me relata un episodio del pasado reciente: «Cuando yo estudié Medicina, a finales de los años 60, en el hospital clínico de Barcelona había un catedrático de Ginecología que decía, mientras las mujeres dilataban, que griten, que griten que por algo se han quedado embarazadas. Eso ha cambiado, no siempre la atención es la adecuada, pero la atención al parto ha mejorado».
Carme incluye en su libro Mujeres, salud y poder (Ediciones Cátedra, 2009) un capítulo dedicado a las microviolencias en la medicina, en el que pone la lupa en la violencia obstétrica: «La violencia obstétrica forma parte de un momento de la vida de las mujeres en el que ellas tienen menos posible la defensa porque están en un momento de crisis crucial. Y eso genera una relación aún más crítica», afirma recordando además que «todo tipo de violencia debe quedar excluida de la medicina, no solo la obstétrica». Y, para lograrlo, el camino se antoja largo, pedregoso y recubierto de lucha.