Un maridaje de 'toma pan y moja'
«Para un hedonista tan devoto de hogazas y baguettes como yo, la experiencia era de auténtico ringorrango, ya que conjugaba tres de mis grandes pasiones: los callos, el pan y el Jerez»
«¿Te apetece hacer de jurado en una prueba sobre maridaje de panes y callos dentro del programa de catas de Madrid International Pastry?» La propuesta me pareció tan insólita como digna de consideración. No solo por la simpatía que le tengo a este certamen profesional dedicado a la panadería y la pastelería que organiza anualmente Carolina Escudé y va ya por su tercera edición, sino porque el plan de debatir sobre el mejor acompañamiento panero para uno de mis platos favoritos me resultaba de una extravagancia casi irresistible. ¿O acaso tenía algo mejor que hacer un sábado al mediodía?
Así que allí estaba yo, rodeado de un puñado de comilones y expertos igual de chiflados, en la primera planta del Mom Culinary Institute by Paco Roncero & Cha, expectante y casi salivando ante lo que se presentaba como un taller de maridaje de «toma pan y moja»… y nunca mejor dicho.
El espacio, por si no han oído hablar de él, es el centro de formación hostelera que ha fundado el chef bi-estrellado Paco Roncero en el centro de Madrid, en uno de esos hotelitos históricos del antiguo barrio de Monasterio que sobreviven en medio de los modernos edificios de oficinas y el tráfico inclemente de la calle María de Molina. Erigida en 1934 por el arquitecto modernista Manuel Ignacio Galíndez Zabala, la Villa Thiebaut era una fastuosa vivienda unifamiliar digna de una película hollywoodiense de misterio, que hoy acoge en su antigua piscina un huerto urbano, mientras que el sótano alberga las cocinas, los antiguos dormitorios se han transformado en aulas y la planta baja se ha convertido en el restaurante Seeds. El «Hogwarts de los chefs del futuro», lo ha llamado Time Out Madrid con bastante tino.
Para no aburrirles con el desarrollo del acto, les diré que me alegré mucho de compartir mesa con veteranos compañeros del oficio como Carlos Maribona, Alberto Granados o Luis Cepeda –que nos sorprendió a todos revelando haberse criado en la panadería que sus padres regentaban en Alcalá de Henares–, así como el hecho de que los organizadores hubieran previsto un pequeño surtido de vinos de Jerez que contribuyó favorablemente a hacer más liviana la tarea del jurado entre un trozo de miga y otro de corteza.
Los callos, de nivel antológico, eran los de Casa Alberto, esa legendaria taberna capitalina fundada en 1827 –siete años después del Museo del Prado– en la calle de las Huertas, en un edificio histórico en el que antaño vivió Miguel de Cervantes. En cuanto a los panes, de diferentes formas y estilos, fueron los que decidieron presentar cinco de las mejores tahonas de la Villa y Corte, seleccionadas por la Academia Madrileña de Gastronomía.
Callos, pan y Jerez
Para un hedonista tan devoto de hogazas y baguettes como yo, que presumo de participar cada primavera en el jurado del Premio al Mejor Pan de Madrid que apadrina el Club Matador, la experiencia era de auténtico ringorrango, ya que conjugaba tres de mis grandes pasiones: los callos, el pan y el Jerez como trago ocasional pero imprescindible para refrescar –cuando fuera necesario– las papilas gustativas. ¡Esto es un maridaje y no lo que van promulgando por ahí tantos sumilleres advenedizos!, pensaba para mis adentros.
Y hablando del tema, según el Diccionario de la Real Academia Española (RAE), se llama maridaje al «enlace, unión y conformidad de los casados» y, en segunda acepción, a la «unión, analogía o conformidad con que algunas cosas se enlazan o corresponden entre sí». El término se popularizó en nuestro país durante los 90 a pesar de sonar a galicismo, resultar un tanto forzado y hasta sufrir ataques de las feministas, que lo consideraban arcaico y un signo más del patriarcado.
De poco sirvieron las llamadas al orden de lingüistas autorizados e incluso alguna iniciativa de la Real Academia de Gastronomía en 2005, con mi querido Víctor de la Serna entre sus impulsores, proponiendo expresiones castellanas «que signifiquen sin cursilería esa relación entre el plato que comemos y la copa que bebemos: armonía, acuerdo, sintonía…». Casi nadie hizo caso y el dichoso palabro ha terminado imponiéndose, como ocurre con tantas otras cosas, en ausencia de una alternativa sólida y por la desidia generalizada.
Para Ferran Centelles, ex sumiller de elBulli y autor del estupendo libro Qué vino con este pato (2016), «maridar es armonizar y combinar el servicio de vino y comida con el objetivo de aumentar el placer percibido; es un arte, una ciencia, una pseudo-ciencia y un juego de seducción». O sea, que además de maridaje, tenemos que comulgar con el verbo maridar.
«¿Cuál es el secreto del buen acompañamiento de vino y comida? Hay teorías para todos: la acidez, la textura, la geografía e incluso la satisfacción del cliente», comentaba De la Serna en un artículo reciente.
Efectivamente, aunque vino y gastronomía han ido siempre de la mano, las más de las veces por relación de proximidad (maridaje regional), un trago bien o mal escogido puede contribuir a realzar o a fastidiar completamente el disfrute de un plato. Y en esto, como en todo, hay quienes prefieren no arriesgar, conectando sabores y sensaciones que son más o menos similares (maridaje por afinidad) y quienes optan por equilibrar con la bebida los excesos o carencias que pueda tener una receta (maridaje por contraste). En ambos casos, la mejor regla es la prudencia y no llevar las cosas al extremo.
Aunque muchos aficionados seguimos esperando a que nuestro admirado Josep Roca (El Celler de Can Roca) se decida a publicar algún día un completo vademécum sobre el tema o a que la mayor especialista británica de la red, Fiona Beckett (www.matchingfoodandwine.com), se pase al formato editorial, lo cierto es que ya existen numerosos tratados sobre la relación del trago y el bocado, entre los cuales me permito recomendarles Le vin et la table de Alain Senderens (1999), Papilas y moléculas de François Chartier (2009), Savoir marier le vin de Enrico Bernardo (2012), L’accord parfait de Philippe Bourguignon (2012), Manuale degli abbinamenti: armonie del gusto, ideali contrasti fra vino e cibo (2013) de Guiseppe Veronelli y, por supuesto, el antes citado de Centelles, cuyas páginas están plagadas de consejos sensatos para aprendices de alquimistas. Por ejemplo: «Los maridajes de complementariedad son más fáciles y seguros. Los maridajes de contraste tienen más riesgo pero suelen ser más memorables… Cuando se consigue que el vino y el plato creen sinergias entre ellos (1+1>2) es cuando se gana la partida… Ningún vino te va a arruinar una comida, pero algunas comidas pueden modificar la percepción del vino».
«Intentar racionalizar un maridaje puede llegar a eliminar parte del placer que te produce», nos advierte también Ferran, al tiempo que señala que «el factor cultural y las experiencias vividas son claves para entender nuestras preferencias en los maridajes, casi tanto como la genética de cada persona y que nadie tiene la verdad absoluta para afirmar lo que está bien y lo que está mal en esto de las armonías».
Todas estas reflexiones me venían a la cabeza ayer mientras representaba mi papel de jurado con la mayor seriedad. ¡Qué difícil resulta elegir entre un blanquísimo pan candeal de miga compacta y una estrecha ciabatta (o chapata) con la corteza tostada y un miga casi esponjosa! Si a mí me gustó más la segunda a otros les emocionó más la primera porque les recordaba –momento magdalena de Proust– algún sabor de la infancia. Y, así, podríamos cantar las alabanzas de cada participante ya que los cinco (Pandelirio, Panem, Brulèe, Obrador San Francisco y Pana-Darío) eran sobresalientes y todos pertenecientes a esa nueva generación de tahoneros que está cambiando para bien la oferta panera de Madrid.
El caso es que, tras una breve deliberación, salió ganador Pana-Darío, un pequeño horno del barrio de la Guindalera cuyo pan, en palabras del decano del tribunal, Luis Cepeda, «tiene la densidad adecuada para absorber, además de una acidez que le conviene a un plato como los callos, que es a la vez picante y suculento».
Al final –si me permiten ponerme pedante–, se impuso un maridaje más cerebral que tradicional y más de contraste que de afinidad. No sé si fue una experiencia inmersiva o tan siquiera iniciática, pero yo me lo pasé bomba, que es de lo que se trataba.
A ver si, en la próxima edición, montamos una cata similar e invitamos al reputado investigador François Chartier a trazar el perfil molecular de –por seguir con la temática castiza– las rosquillas tontas y listas. Acaso descubra que su mejor emparejamiento líquido es un riesling auslese y ya veo a nuestros entrañables viñadores de Gredos re-injertando sus cepas de albillo con la ilustre casta germánica en pos de un maridaje regional.