Una reivindicación del clarete
«Según el Diccionario de la RAE, se trata de ‘una especie de vino tinto, algo claro’. ¡Y se quedan tan panchos!»
¿Sabían ustedes que 2023 va camino de ser el año más caluroso de las últimas décadas? Según informa Euronews, los termómetros de nuestro verano boreal han batido todos los récords. Y el Viejo Continente se está calentando casi al doble de velocidad que el resto del planeta, a tenor de los datos que maneja el Servicio de Cambio Climático Copérnico de la Unión Europea.
Esta calentamiento global, fruto de la concentración de gases de efecto invernadero en la atmósfera, incluye el aumento de temperaturas en la superficie del mar, la pérdida de hielo marino alrededor del Polo Norte, así como fenómenos extremos donde se mezclan incendios e inundaciones en intervalos de tiempo muy cortos. ¿Acaso se aproxima la era de la ebullición global?
En este contexto de crisis medio-ambiental, sumado a la incertidumbre político-económica, los ciudadanos hedonistas –que somos multitud, mal que le pese a tantos agoreros– nos aferramos a los placeres sencillos, poniendo a mal tiempo buena cara y adaptando nuestra dieta y nuestra rutina cotidiana al lío que se avecina. Como decía Joaquín Sabina en una canción, «que el fin del mundo te pille bailando».
Han cambiado los hábitos de consumo y los restaurantes siguen el ritmo de las tendencias sociales, como ya explicaba el profesor del Instituto de Investigación Bio-sanitaria de Granada Raimundo García del Moral en un artículo publicado en la revista Frontiers in Nutrition sobre los «Paradigmas de la gastronomía en la cocina contemporánea occidental». «A esto hay que añadir la preocupación por la salud. En el siglo XVIII, estar gordo era estar sano y ahora pensamos distinto. Hace algunas décadas, gustaban los tintos sobre-maduros con un elevado grado alcohólico. Pero el canon del vino está cambiando hacia los vinos etéreos, ligeros, con grado más bajo», opina el divulgador Juancho Asenjo.
Estamos, pues, desde hace un par de lustros, en el mundo de los vinos de trago largo y sin maquillajes, acordes con las recetas que cotizan en nuestro días, desde el tartar hasta el escabeche, pasando por ensaladas frías o templadas, recetas exóticas, ceviches, carpachos, rehogados o cocciones al vapor, a la parrilla o a la plancha. Adiós a los salseados, los guisos con exceso de colesterol y los hidratos indiscriminados. Con los centígrados marcando el tempo de nuestra ingesta de calorías, hay una categoría de vinos que clama por hacerse un hueco por derecho en nuestras bodegas, no solo estivales, sino también otoñales y primaverales. Se trata del clarete.
¿El clarete? Dicho término sorprenderá a más de uno. Según el Diccionario de la Real Academia Española, se trata de «una especie de vino tinto, algo claro». ¡Y los distinguidos próceres de la lengua se quedan tan panchos! Menos mal que el Larousse Gastronómico nos aclara un poco más las cosas: «Vino tinto ligero, cuyo color no es rosado, sino rojo franco, de débil intensidad. Suave y afrutado, antaño era una mezcla de blanco y tinto».
O sea que no estamos hablando de un tinto joven ni de un rosado subido de color, sino de otra cosa: un estilo que ya se elaboraba siglos atrás, sin ambición de perdurar y destinado al consumo inmediato, en casa o a pie de barra, acompañando chacinas o bocados sencillos. Vinos francos y orgullosamente simples. Vinos alegres y desenfadados, con poco grado y buena acidez, pero no exentos de complejidad. Vinos para beber en pandilla, perfectos para picoteos informales.
«Durante siglos la palabra clarete definía a los vinos europeos que poseían un color más claro que los tintos. No podemos olvidar que, en el viñedo medieval y posiblemente el romano, el cultivo de cepas blancas y tintas se extendía de un modo anárquico», sentenciaba hace unos años José Peñín. «En general, los caminos del color son infinitos y nada impide que la mezcla menos tímida de uvas blancas y tintas conduzca a nuevos sabores, potenciada con la creciente mejora de los modos de elaboración actual. El antiguo clarete de Cigales, que debería volver, es solo el principio de futuros cambios», vaticinaba ya entonces el decano de la prensa vinícola española. Y no le faltaba razón porque este estilo ha vuelto con toda la fuerza y la razón que le dan los nuevos tiempos.
¿Qué diferencias hay en la elaboración de un rosado y un clarete?, se preguntarán. «En ambos casos el mosto se macera con los hollejos de las uvas tintas durante dos o tres días, pero si en los rosados estos residuos vegetales se eliminan antes de la fermentación, en el caso de los claretes permanece en las cubas mientras las levaduras ejercen su trabajo. De allí que el clarete no sea otra cosa que un tinto ligero de expresión, a veces aclarado con una proporción de vino blanco», explica Federico Oldenburg en Fuera de Serie.
En realidad, no existe una normativa muy clara, puesto que la Unión Europea no se ha preocupado de reglamentar al respecto y el Real Decreto español de 2011 que alude al tema tampoco incluye requerimientos concretos sobre la producción, dejando la capacidad de regular a cada denominación de origen. A faltas de reglas comunes, quédense con que el objetivo final es el de obtener un vino fresco, ligero y muy bebible, sin perder ni un ápice de personalidad y terruño.
Pero no crean ni por un momento que, a falta de leyes estrictas, el clarete –o palhete, como le dicen en Portugal– era o es un vino de calidad inferior. Otrora denostado por los enófilos más esnobs, su consumo estuvo centralizado en las zonas rurales, pero hoy triunfa en los círculos urbanos más sofisticados, como el compañero idóneo de las cocinas creativas y de fusión.
«Que no se pierda el clarete, que además tiene un nombre muy gracioso», reclamaba David Remartínez en El Comidista. «Ya está bien de lambruscos chungos de supermercado y de champanes rosé de lino ibicenco. Bebamos clarete, que probablemente sea –junto al Jerez–, el vino español por excelencia… El clarete es nuestro particular Porco Rosso, nuestro héroe tornado gorrino, el vino aloque del que hablaba el romano Plinio con elogios de toga y laurel. Es el vino más difícil de elaborar y el más fácil de beber, el más denostado y el más desconocido. Imposible de clasificar, normalmente vale más de lo que cuesta. Pero, sobre todo, guarda todos los tragos que se arrojaron al coleto nuestros antepasados, el vino habitual de casas y tabernas durante milenios, el que se hacía y se consumía en el año como parte fundamental de una dieta autárquica».
«El clarete es perfecto para viciar a la juventud con el vino, para alegrar casi cualquier plato, para acertar en una mesa de gustos dispares que no se pone de acuerdo al elegir entre tinto o blanco. Hay claretes robustos y claretes ligeros, hay claretes para todos los gustos», prosigue nuestro colega.
Yendo a los orígenes, el clarete era el trago tabernario tradicional en Cigales y en la Ribera del Duero antes de que Vega Sicilia y Pesquera convirtieran esta última región en tierra de tintos robustos y longevos. También en Rioja, por asociación con los claret bordeleses, cuando se trataba de elaborar tintos finos con poco color y graduación contenida.
«La popularidad que, a partir del siglo XIV, tuvieron en España los claretes que se producían en el tercio norte de la península Ibérica, desde el Duero hasta Valdeorras no es excepcional si se tiene en cuenta que el 90% de los vinos que se producían en el mundo antes del siglo XVIII corresponden a esta tipología. No porque los viticultores así lo quisieran, sino porque aun no controlaban como hoy los procesos de fermentación y maceración, y el vino resultante era el fruto de una mezcla de variedades, prensadas con métodos primitivos (el ancestral pisado) y maceraciones cortas», nos recuerda Oldenburg.
Afortunadamente, han aparecido últimamente en el mercado algunos claretes de nuevo cuño, que recuperan el modelo de una tipología que parecía en vías de extinción en busca de la autenticidad y la singularidad de antaño. Busquen ustedes marcas como El Pícaro del Águila de Dominio del Águila (Ribera del Duero), el Luzianilla de Dehesa de los Canónigos (Ribera del Duero), el Finca Los Quemados de Goyo García Viadero (Castilla y León), Mas Que Vinos 5/4 (Castilla-La Mancha), César Príncipe (Cigales), Akilia (Bierzo), Curii (Alicante) o nuestro favorito, el Ojo de Gallo de Torremilanos (Ribera del Duero) que, además, es biodinámico y lleva el certificado internacional Demeter.
Y, si este artículo les ha convencido, anoten en su agenda la Batalla del Clarete, declarada recientemente como Fiesta de Interés Turístico Regional, que se celebra cada mes de julio en la localidad riojana de San Asensio, el domingo más cercano a la festividad de Santiago. Allí, desde el mediodía y con todas las bendiciones municipales, en el llamado Barrio de las Bodegas se gastan no menos de 30.000 litros de clarete donados por las cooperativas para empapar de vino, por medio de sulfatadoras, pistolas de agua, porrones o cubos, a cualquier incauto que acuda al lugar. Luego, con la ropa mojada y teñida de malva, todos bajan en alegre francachela a echar unos tragos –de clarete, por supuesto– en la Plaza Vieja y la Plaza Nueva.
El nuevo lujo, del cual hablaba Pierre Bordieu en función de las clases sociales, se ha democratizado y este clarete renacido que tanto nos enamora encarna ese espíritu en nuestro tiempo. ¡Quién iba a pensar que, además, se ajusta al cambio climático, ayudándonos con su acidez, ligereza y bajo grado a armonizar platos clásicos y modernos e incluso hacer mejor la digestión!